Animal

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Capítulo 50

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Sábado, 17 de junio de 2017

El inspector Castro saboreó el café, fuerte y aromático, mientras observaba a Gutiérrez a través de los ventanales de la moderna cafetería, cerca de la comisaría. Acodado en la barra, lo vio cruzar la calle con andar ligero y expresión despreocupada. Se fijó en el atuendo de su compañero. Unos pantalones Dockers tostados y una camisa Burberry en color chocolate, de manga larga, que el policía llevaba remangada hasta los codos. A Castro le llamaba la atención la pulcritud de la que hacía siempre gala en cualquier circunstancia y el atractivo que emanaba de su persona. Y lo que más admiraba de él era que parecía no darse cuenta de la impresión que causaba. Especialmente en el sexo femenino.

Aunque el calor empezaba a apretar, Gutiérrez parecía fresco, como recién salido de la ducha, a pesar de que llevaba ya más de dos horas al pie del cañón. Aquella mañana, Castro había delegado la responsabilidad de coordinar la reunión con la Judicial de Pola de Siero. Él tenía que ver a Montoro. El pañuelo con el pelo del gato de Olivia le había quemado en el bolsillo desde la noche anterior. Necesitaba soltarlo. Y eso había hecho a primera hora de la mañana.

—¿Otro gato más? —le había preguntado Montoro introduciendo el pañuelo que le acababa de entregar Castro en una bolsa de pruebas—. Aún no he cotejado las muestras de pelo de los gatos de Mateo Torres.

—¿A qué hora te llegaron esas muestras? —inquirió Castro.

—A última hora de la tarde. Estuvimos a tope. —El inspector de la Científica sacó un rotulador del bolsillo de su bata de trabajo—. ¿Cómo etiqueto esta prueba?

—En realidad, no hay cadena de custodia. —Montoro se le quedó mirando con cara de «¿estás de broma?»—. Lo cogí de forma poco convencional. Pertenece al gato de Olivia Marassa.

—¿La periodista? —repuso sorprendido—. No pensaba que fuera sospechosa.

—De momento, etiquétalo así. Sin número —pidió sin dar más explicaciones—. Y en función de los resultados, ya veremos.

—Está bien. Supongo que sabes lo que haces —aceptó Montoro marcando la bolsa.

—¿Tendrás los resultados hoy? —quiso saber Castro con impaciencia.

—¿De todas ellas? ¿De los tres gatos? —Montoro enarcó las cejas y enarboló la bolsa con el pelo de Pancho.

—Sí. De las tres.

—Intentaré tenerlas. —Tomó aire y lo soltó de golpe—. Y no me preguntes si hay novedades porque no las hay.

Al ver la cara de decepción del policía, Montoro añadió:

—Pero las habrá. Y serás el primero en conocerlas, inspector.

Mientras él estaba con el inspector de la Científica, Gutiérrez se encargaba en Pola de Siero de organizar el trabajo con los agentes de la Judicial. Había mucho que hacer durante todo el día y necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir para volver a revisar las pistas, hacer una nueva tanda de preguntas a los vecinos de Victoria Barreda, visitar las tres farmacias existentes entre Pola de Siero y Noreña, además de entrevistarse con sus empleados, sin olvidar el ambulatorio. Eso sin contar con que esa mañana había que volver a hablar con Mateo Torres y su mujer y con Sergio Canales, el que fuera empleado de Torres. Demasiado trabajo para tan pocos efectivos, lo que hacía que las jornadas fueran interminables y los ánimos se caldearan con facilidad.

Gutiérrez entró en la cafetería y fue directamente hacia Castro. Pidió un café solo y se sentó en un taburete de metacrilato y acero inoxidable, que parecía hecho más para ser expuesto en una galería de arte que para sentarse.

—¿Y bien? ¿Qué tal la reunión? —preguntó Castro sin esperar a que Gutiérrez se sentara.

—Como la seda. —Cogió el café que le acababan de servir y le echó azúcar—. Creo que hoy podremos cubrir unos cuantos frentes que teníamos previstos. Dos agentes se dedicarán a las farmacias y al ambulatorio.

—¿Llegó la orden judicial para poder comprobar las recetas?

—Sí. La juez está trabajando rápido. Y esta mañana a primera hora ya tuvo a Rioseco una hora al teléfono para que la pusiera al día —contestó el subinspector riendo.

—¿Un sábado?

—Ya ves, la mujer es incombustible. Quiere estar al pie del cañón.

—Eso nos viene bien. ¿Y nosotros?

—Para nosotros he dejado los interrogatorios de esta mañana: Mateo Torres y Sergio Canales. Y la vinatería donde se le vio con vida por última vez. ¡Ah! Y llamó la asistenta social. Vendrá con Pablo Ruiz a comisaría a última hora de la mañana.

—¿Aquí a Pola de Siero o a la Jefatura Superior?

—A Pola de Siero.

—Con el niño quiero hablar yo.

—Ya lo suponía.

—Pues pongámonos manos a la obra. ¿Por dónde empezamos? —Castro apuró su café, dando a entender que ya era hora de irse. Gutiérrez, en cambio, no modificó su postura y removió el suyo con parsimonia.

—Por la vinatería. En cuanto lleguen Torres y Canales, nos avisarán.

—Ayer estuve en casa de Olivia Marassa —espetó Castro. Lo dijo intentando que el tono sonara neutro, pero le traicionó el timbre de voz.

A Gutiérrez le brillaron los ojos y se le escapó una risita que hizo que el inspector se pusiera tenso.

—Vaya, ¿ese era tu asuntillo de anoche? —se jactó, bebiéndose el café de un trago.

—Vamos, te lo cuento por el camino.

Ya en el coche y en dirección a la urbanización, Castro le contó sus sospechas sobre Mario y la obtención de la muestra de pelo del gato de Olivia. Omitió el intercambio de información que había tenido con la periodista, pero sí le comentó la necesidad de profundizar en el hecho de que el autor de los homicidios hubiera regresado a la escena del crimen, de lo que se podía deducir que el coche visto por Guadalupe no fuera el de un testigo o una casualidad, sino el propio asesino. Gutiérrez le escuchaba con atención, sin hacer preguntas.

—¿Vas a traer a Mario Sarriá a la comisaría?

—Sí. Quiero saber dónde estuvo la madrugada del jueves.

Durante unos minutos, ninguno dijo nada. Cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

—Olivia está convencida de que el pasado de Ruiz en Pola de Siero podría tener que ver con el crimen. Como algo que ha permanecido latente —confesó el inspector.

—¿Has comentado el caso con ella? —se sorprendió Gutiérrez girando bruscamente el cuerpo entero hacia su compañero.

—No —mintió agarrando el volante con fuerza—. Pero ella tiene sus propias teorías. Y es muy tozuda.

—¿Vas a investigar esa vía? ¿La del pasado de Ruiz?

—De momento, no. La va a investigar ella. —Sonrió, ante la mirada atónita de Gutiérrez—. Pero la idea en sí misma me intriga, ¿sabes? Ella opina que el motivo del asesinato, la venganza… odio… rabia… ha estado ahí, escondido, durante mucho tiempo. Y que un hecho del presente, un cambio quizá imperceptible o intrascendente para el resto de los mortales, ha provocado que ese sentimiento aflorara, desencadenando esta consecución de muertes.

—¿Y tú qué opinas?

—Que sin pruebas no tenemos nada y dará igual lo que yo opine.

Habían llegado a la entrada de la urbanización, en donde aparcaron. Se encaminaron hacia La Cantina, ubicada junto a un edificio de cinco plantas que daba sombra a aquel grupo de casas unifamiliares.

—Hoy te veo… no sé… relajado —bromeó Gutiérrez antes de entrar en La Cantina—. ¿Me vas a contar los detalles? ¿No querrás que me crea que estuvisteis toda la noche hablando de Ruiz? —se mofó.

—Si te lo contara, tendría que matarte —contestó Castro.

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