Animal

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Capítulo 51

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—¡Por el amor de Dios, madre! ¡Hablé contigo el miércoles! —protestó Olivia empezando a perder la paciencia.

—¡Precisamente, hija! Hoy es sábado y no sabía nada de ti —le recriminó a Olivia su madre—. Ni tú de mí, dicho sea de paso. Me podía haber pasado algo.

—No seas dramática —contestó Olivia resoplando.

Doña Elena se movía de un lado para otro de la casa, ahuecando un cojín aquí, enderezando un tapete allá y quitando con el plumero el polvo —inexistente, pues la madera brillaba como recién encerada— de los muebles que encontraba a su paso.

—Olivia, te olvidas con mucha facilidad de que tienes una madre. He tenido que hacer algo muy mal en esta vida para que me trates con ese desdén. —Doña Elena agitó el plumero en el aire para enfatizar, por si no lo había dejado lo suficientemente claro, lo desafortunada que se sentía en ese momento.

Olivia puso los ojos en blanco. «No puedo con ella. Cuenta hasta diez, Olivia. Mejor, hasta veinte», se dijo. Cada sábado, desde la muerte de su padre, Olivia comía con su madre. Aquella mañana había decidido saltarse la tradición. Tenía mucho que investigar y las comidas con su madre —aperitivo, comida y sobremesa con partida de parchís— le robaban un tiempo del que no disponía, ese sábado, para dedicarle.

Doña Elena era absorbente. A pesar de haber rehecho su vida con rigurosas rutinas que incluían reuniones sociales, partidas de parchís y viajes, se negaba a soltar la mano de su hija. Su necesidad de atención filial —en opinión de Olivia, fingida, pues más que atención, lo que deseaba su madre era control sobre ella— asfixiaba a la periodista que, en más de una ocasión, había rehusado coger el teléfono para llamarla. Deseaba una relación normal con su madre, con la madre que había sido antes de la muerte de su padre, independiente, fuerte y decidida.

—El teléfono funciona en las dos direcciones, ¿sabes? —apostilló ella.

—¡No te atrevas a ser sarcástica conmigo, Olivia! —Doña Elena detuvo su trajín y, sin disimular su agitación, se atusó el cabello, cardado como recién peinado en peluquería, y cruzó los brazos en actitud de quien espera una disculpa.

Olivia conocía a su madre y sabía, por experiencia, que era inútil discutir con ella. Suspiró y cambió de tema.

—Hoy no podré quedarme a comer, madre —anunció Olivia—. De hecho, los últimos dos días han sido de locura. Y si te calmas, quizá te cuente los detalles —añadió para apaciguar a su madre, que había arrugado el ceño y fruncido los labios, gesto que Olivia sabía reconocer cuando estaba a punto de soltar una perorata con chantaje emocional incluido.

Para sorpresa de Olivia, doña Elena no dijo nada. Dejó el plumero encima de la mesa del comedor y se alisó la falda. La periodista suspiró aliviada. Aquella batalla estaba librada y, de momento, con un tanto para ella.

—Bien, al menos tomaremos el aperitivo. ¿Te sirvo un martini? —preguntó doña Elena a su hija dirigiéndose al aparador.

—Son las diez de la mañana, madre. Preferiría un café.

Doña Elena entró en la cocina. Olivia la oyó moverse con rapidez, abrir armarios, la nevera, conectar la cafetera, el repiqueteo de las cucharillas contra las tazas y el zumbido del microondas. Al cabo de diez minutos, apareció en el salón con una bandeja de madera y el café recién hecho. Se sentó junto a ella en el borde del sofá, con las piernas juntas y los pies cruzados. La madre de Olivia sirvió dos tazas y, solo después de revolver los azucarillos, habló:

—¿Y bien? ¿A qué has venido entonces? —preguntó.

—A verte. ¿A qué si no? —respondió Olivia. Se recostó en el sofá con la taza en la mano—. ¿Has leído estos días el periódico?

—Sí. —Doña Elena escudriñó el rostro de su hija—. ¿Es tan horrible como has escrito?

—Peor. Ambos crímenes son espeluznantes. A veces la realidad supera la ficción y te aseguro, mamá, que esta es una de ellas.

Doña Elena la miró y colocó su mano sobre la rodilla de su hija. Apretó como si con ello pudiera infundirle un ánimo que sospechaba no sentía. Aquel gesto provocó una sonrisa en Olivia.

—Estoy bien, mamá. Cansada, pero bien. Han sido días… intensos.

—Cuéntame los detalles. Al menos, hasta donde puedas contarme.

Olivia relató los acontecimientos desde la madrugada del jueves, omitiendo la información que le había facilitado el inspector Castro. También le contó las circunstancias de la aparición del cuaderno, le habló de la pedofilia de Ruiz, de su viaje a Lugo y de la estafa al banco, de la impresión que le habían causado los padres de Victoria Barreda y de la recepción por mail de la fotografía del cadáver de la mujer. Se guardó de contarle el contratiempo sufrido con las ruedas de su coche, pero sí le comentó las sospechas que recaían sobre Mario. Su madre no la interrumpió, ni siquiera parpadeó. Tan solo se echó la mano al cuello, en una ocasión, y a los labios, en otra.

—Lo de Mario no me lo creo. Ese chico es incapaz de matar a una mosca. —Fue todo cuanto dijo.

—Yo tampoco quiero creerlo, madre. Pero supongo que todo se aclarará.

Olivia no podía imaginar a Mario esgrimiendo un arma blanca contra un ser humano y, mucho menos, infligiendo las heridas tan brutales que presentaban los cadáveres. Además, ¿qué motivos podía tener? Y todo crimen está motivado por un móvil. ¡Si ni siquiera conocía a Guzmán Ruiz! Nunca, en todos los años que conocía a Mario, le había oído hablar de Ruiz ni de su mujer. Mario no conocía a Guzmán Ruiz, pero su hijo Pablo, recordó Olivia, sí conocía a Mario. «Eres el tío de Nico. Te he visto en fotos», rememoró la periodista. ¿Y si lo conocía de algo más que de fotos? ¿Y si existía un nexo entre Mario y el matrimonio asesinado? Pero ¿cuál?

Olivia apartó esos pensamientos de su cabeza. No iba a dudar de Mario. Hasta que se demostrara lo contrario, y para eso tendría que haber pruebas sólidas, su amigo era inocente.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó su madre como si le hubiera leído el pensamiento.

—Seguir investigando y descubrir la verdad. —Olivia dejó la taza sobre la bandeja y se levantó—. De hecho, debería irme ya.

—Esta visita ha sido más corta que la de un médico —protestó su madre acompañando a Olivia a la puerta.

En ese momento, sonó el móvil de la periodista. Era Mario. Tras dos minutos de conversación con el fotógrafo, colgó.

—Tengo que irme —anunció besando a su madre—. Mario ha localizado a una antigua profesora del colegio de Pola de Siero. Y está dispuesta a hablar conmigo.

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