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Capítulo 52

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La Cantina estaba vacía de clientes. Tras la barra, una mujer exageradamente maquillada se afanaba por pinchar un barril de cerveza. En cuanto vio a los dos hombres, se apresuró a arreglarse el pelo y a mostrar una amplia sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes irregulares y manchados por el tabaco.

—¿Qué les sirvo?

Castro y Gutiérrez se identificaron.

—¿Es usted la propietaria del bar? —preguntó el inspector.

—Vi-na-te-rí-a —recalcó la mujer.

—¿Cómo dice? —inquirió perplejo.

—Es una vinatería, no un bar —aclaró la mujer ofendida por el desconocimiento de aquel policía, por muy inspector que fuera. Castro se preguntó qué diferencia podía haber entre una cosa y la otra. Quizá debería salir más, pensó—. Y sí, soy la propietaria.

—¿Su nombre?

—Marisa Palacio. Vienen por lo de ese hombre, el marido de la gallega. El que apareció muerto en el polígono. —La mujer apoyó una mano en la cintura. No era una pregunta, sino la constatación de un hecho.

El inspector asintió. Su compañero sacó el cuaderno del bolsillo y se apoyó en la barra dispuesto a tomar nota.

—El jueves estuvo una periodista hablando con usted —comenzó Castro— y le contó que Guzmán Ruiz estuvo aquí la tarde del miércoles.

—Sí, es cierto.

—¿Podría precisar la hora?

—A última hora de la tarde. Serían las ocho.

—¿Estuvo solo?

—Siempre venía solo. Aquella tarde no fue la excepción. —Marisa se apoyó en la barra y trató de leer lo que escribía Gutiérrez.

—Por lo que dice, deduzco que venía a menudo.

—Todos los días, de hecho. No hablaba demasiado. Era bastante raro —contestó Marisa chasqueando la lengua.

—¿En qué sentido?

—Llevaba viniendo por aquí un par de años. Se sentaba en la barra, en aquella esquina. —La mujer señaló la parte más apartada de la barra—. Se limitaba a beber y a hablar por teléfono.

—¿Nunca vino acompañado?

—Ni siquiera por su mujer. Pobrecita, he leído lo que le ha pasado. Con lo agradable que era.

Castro obvió el comentario. Aquella mañana había leído los periódicos. Todos hablaban de la muerte de la mujer de Ruiz.

—Volvamos a la tarde del miércoles, ¿cuánto tiempo permaneció Guzmán Ruiz aquí?

Marisa reflexionó durante unos segundos. Arrugó el entrecejo como si eso la ayudara a recordar.

—Quizá un par de horas. Bebió bastante. Cuando salió por esa puerta —Marisa señaló la puerta de local con un movimiento de cabeza— iba «cargado», ¿saben?

Eso confirmaba los resultados de los análisis toxicológicos, el alto contenido de alcohol en la sangre de Ruiz.

—¿Habló con alguien mientras estuvo aquí?

—Ya le digo que no hablaba con nadie. Pero habló por teléfono. —Marisa estiró el cuello por encima de la barra y bajó el tono de voz—. De hecho, se citó con alguien.

Gutiérrez y Castro se miraron sorprendidos por aquella revelación.

—¿Qué quiere decir? —se interesó Castro sintiendo un cosquilleo en el estómago.

—Pues que alguien lo llamó por teléfono y Ruiz quedó con ese alguien. ¿Qué va a querer decir citarse con alguien? —contestó la mujer con impaciencia y mirando al policía como si no entendiera a qué venía la pregunta.

—¿Y no le pareció importante compartir esa información con la policía? —La actitud de aquella mujer rayaba la idiotez.

—Bueno, lo estoy haciendo, ¿no? —repuso con descaro.

—Tres días después, señora —espetó Castro.

—¿Por qué me iba a parecer importante? —rezongó con obstinación—. Yo no estoy pendiente de lo que hacen o dicen mis clientes.

—Salvo que este cliente en particular apareció muerto al día siguiente —insistió Castro—. ¿Mencionó algún nombre?

—Si lo mencionó, yo no lo oí. Solo alcancé a oír y por casualidad, porque no me dedico a escuchar conversaciones ajenas, cómo quedaba con alguien para esa noche. Nada más.

Marisa cruzó los brazos por delante de los pechos, haciendo que estos tomaran una forma extraña, como si quisieran salírsele por encima del escote. Todo en ella decía «se acabó la conversación» y Castro supo que no tenía más tela que cortar en aquella vi-na-te-rí-a.

—Le agradecemos su colaboración, señora Palacio —dijo Castro no sin cierto sarcasmo.

Salían de La Cantina cuando sonó el teléfono del inspector.

—Señor —dijo una voz al otro lado—, soy el agente Vázquez, de la Judicial. Tenía usted razón.

—¿Respecto a qué? —preguntó extrañado Castro.

—Respecto a la conveniencia de volver a interrogar a los vecinos de Barreda. Tenemos algo, señor.

El inspector Castro escuchó con atención y Gutiérrez se dio cuenta por la expresión de su rostro de que a su jefe le acababan de alegrar el día.

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