Animal

Animal


Capítulo 55

Página 58 de 75

55

—La fotografía de Victoria Barreda fue enviada desde el portátil de Victoria Barreda —informó un agente de Delitos Tecnológicos.

—¿Sin ningún género de duda? —preguntó un sorprendido y decepcionado Castro.

—Ninguna, señor. Hemos rastreado la IP. La dirección de correo electrónico se creó desde el portátil de Barreda y el correo se envió desde el mismo terminal.

«Otro callejón sin salida, ¡maldita sea!» fue lo primero que pensó el inspector en cuanto colgó el teléfono. A continuación, marcó el número de Montoro.

—No —le dijo muy a su pesar—, en el portátil no había huellas. Lo habían limpiado concienzudamente.

El subidón que había experimentado cuando Amelia Ramos había reconocido, en las fotografías que le habían mostrado en la comisaría, a Alina Góluvev como la mujer que había discutido con Barreda, se había esfumado con tanta rapidez y tan abruptamente que en ese momento Castro se sentía desfondado. Y aún no era mediodía.

—Señor, acaba de llegar Mario Sarriá. Y Mateo Torres y Sergio Canales ya están aquí —anunció Gutiérrez, entrando en el despacho donde se encontraba Castro. Este estaba en la planta de la Policía Judicial y se lo habían cedido al inspector mientras durara la investigación. Era una habitación pequeña e impersonal, dotada tan solo de una mesa de madera de formica y tres sillas, desparejadas entre sí, que ya habían visto mejores tiempos. Las paredes estaban desnudas y en una mesita auxiliar metálica descansaban dos carpetas cubiertas de polvo.

—Se nos acumula el trabajo. —Castro miró el reloj con impaciencia—. Con Torres y con Canales habla tú, Jorge. Que te apoye alguien de la Judicial. Con Mario Sarriá ya hablo yo. Dile que pase —pidió abriendo la carpeta con los informes del caso, que descansaba encima de la mesa.

—Sí, señor.

Gutiérrez volvió al cabo de dos minutos con Mario, que tomó asiento en una de las sillas frente a él. Se arrellanó en ella y cruzó los brazos y las piernas, adoptando una posición cómoda y relajada.

—Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Sarriá —comenzó el inspector sin mirarle. Se entretuvo repasando la declaración que había firmado el fotógrafo el día anterior—. Ayer usted declaró que después de ir a buscar a Victoria Barreda sin éxito, fue al colegio a interesarse por antiguos profesores, ¿es correcto?

—Sí, así fue. —Mario permanecía impasible.

—Y tras salir del colegio, más o menos a las diez de la mañana, declaró que se acercó de nuevo al polígono y, después, se fue a su casa hasta que recibió la llamada de Olivia y nos vino a enseñar la fotografía a casa de la fallecida, a eso de las dos de la tarde.

—Cierto.

—Bien, Victoria Barreda falleció en torno a las once de la mañana. Eso nos deja un margen de una hora, entre las diez y las once, durante la cual no tiene quien corrobore su versión. —Castro levantó la mirada de la declaración y la clavó en Mario. Creyó vislumbrar un amago de sonrisa en el rostro del fotógrafo y eso le incomodó. Cualquier persona en su situación estaría cualquier cosa menos tranquila y, mucho menos, desafiante.

—¿Necesito una coartada, inspector? —Mario se adelantó y apoyó los codos encima de la mesa. Mantuvo la mirada del inspector, sin inmutarse.

El inspector eludió la pregunta y volvió a concentrarse en los papeles que tenía delante.

—¿Dónde estuvo entre las doce y las tres de la mañana del jueves?

—En mi casa. Durmiendo. —Si estaba sorprendido por la pregunta, no lo demostró.

—¿Vive solo?

—Sí. ¿Por qué me hace estas preguntas? ¿Qué importancia tiene dónde estuviera el jueves? —espetó Mario con hostilidad. Ya no aparentaba tanta tranquilidad. El inspector se fijó en una vena que le latía en la sien derecha. De repente, se dio cuenta de las implicaciones de la pregunta y se levantó bruscamente de la silla—. ¿No estará pensando que yo maté a ese hombre? —exclamó irritado.

—Ha tenido la oportunidad en ambos crímenes —contestó Castro.

—Pero no conocía a Ruiz ni a Barreda. ¡Está usted loco! —voceó haciendo amago de salir del despacho.

—Siéntese, señor Sarriá —ordenó el inspector.

Mario se detuvo en seco con la mano puesta en la manilla de la puerta. Durante dos segundos, no se movió. Finalmente, se giró y volvió a sentarse. Miró a Castro con la mandíbula tan apretada que los músculos se le marcaron afeándole el rostro.

—¿Estoy arrestado? —preguntó con la voz tensa.

—No. Si lo estuviera, llevaría esposas y no le hubiéramos pedido amablemente que viniera a comisaría. —Castro cambió de posición en la silla, satisfecho por haber conseguido romper la coraza de aquel hombre. Tanta flema en un caso tan cruento como el que tenía entre manos le producía aversión—. ¿Qué coche tiene?

—Un Renault.

—¿Color?

—Negro.

—Apunte aquí la matrícula —le pidió el inspector acercándole una hoja en blanco y un bolígrafo. Este dato, al menos, sería fácil de comprobar, se dijo Castro.

Mario cogió el bolígrafo con parsimonia y apuntó el número, tras lo cual empujó el folio hacia el policía.

—¿Qué relación tenía con Guzmán Ruiz y Victoria Barreda?

—Ya le he dicho que no los conocía —insistió Mario levantando las manos con gesto de impaciencia.

—Usted estudió en el colegio de Pola de Siero, ¿verdad?

—Sí.

—Más o menos en la época en la que Ruiz trabajaba como profesor allí.

—Probablemente. Pero yo era un niño. No me acuerdo de él.

—¿Y me tengo que fiar de usted cuando dice que no le recuerda?

—No puedo demostrarlo, inspector. Solo tengo mi palabra y, como no llevo esposas, entiendo que usted tiene lo mismo. —El tono de Mario fue sarcástico—. ¿Han encontrado mis huellas en las escenas del crimen, mi ADN, algo aparte de conjeturas? —A Castro, la pregunta le sonó a provocación.

—Sus huellas están en el cuaderno —le recordó el inspector.

—¡Porque lo encontré yo! —gritó.

—Muy oportunamente —sentenció Castro.

—¿Qué quiere decir?

—Que quizá el cuaderno no lo dejó nadie. Sabemos que estaba apoyado en la puerta de Olivia solo porque usted lo dijo. Pero quizá el cuaderno estuvo siempre en su poder y el simular que lo encontraba solo fue una treta para justificar sus huellas en él.

—Tiene usted mucha imaginación, inspector. Y, hasta el momento, ninguna prueba. Como mucho, alguna circunstancial. —Mario había recuperado la compostura. Miraba al inspector con la barbilla levantada, en actitud desafiante—. Y, si no estoy arrestado, me gustaría irme.

En ese momento, sonó el teléfono móvil de Castro. Era Montoro. Notó que se le aceleraba el pulso y rezó para que esa llamada pudiera arrojar algo de luz, porque, muy a su pesar, todo cuanto tenía eran sospechas, pero ninguna evidencia que las apoyara. Y solo con sospechas no podía retener a Mario Sarriá.

—No se mueva. Aún tengo un par de preguntas —le pidió antes de salir del despacho para atender la llamada.

—Montoro, dime qué tienes —pidió el inspector sin saludar.

—Tengo los resultados de la fibra que encontramos en casa de Victoria Barreda: se trata de una fibra de polipropileno o, lo que es lo mismo, un polímero termoplástico —soltó el inspector de la Científica quien, al no obtener respuesta por parte de Castro, continuó con la explicación—: Es un material que sometido a altas temperaturas se vuelve moldeable. El problema es que tiene usos muy diversos.

—¿Por ejemplo?

—Se utiliza en la industria del embalaje, en la fabricación de envases reutilizables, en papelería, en la industria textil…

—¿En la industria textil? —Castro interrumpió a Montoro. Acababa de tener una idea de a qué podía haber pertenecido aquella fibra—. ¿Por ejemplo, una bata de hospital?

—Sí, podría ser. Del tipo desechable.

Montoro hizo una pausa y al otro lado de la línea se oyó cómo pasaba las hojas de un informe.

—También tenemos los resultados del coche de Mateo Torres.

—¿Y?

—Limpio como una patena. Ni huellas, salvo las suyas y las de su mujer, ni rastros de sangre ni de ADN. Nada de nada.

—¿Algo más? —preguntó Castro.

—Sí, un consejo —Montoro hizo una pausa al otro lado de la línea—. Las muestras del pelo de gato…

—Dime que tienes algo —cortó el inspector, que se puso tenso.

—Tengo una coincidencia con el pelo encontrado en la ropa de Ruiz. Y aquí es donde te voy a dar el consejo. —Montoro carraspeó intentando buscar las palabras adecuadas—. Te recomiendo que trates de conseguir la muestra que me trajiste esta mañana por medios más ortodoxos.

—La muestra de esta mañana, ¿coincide?

—Una coincidencia perfecta. El pelo encontrado en la ropa de Ruiz y el pelo que trajiste pertenecen al mismo gato —confirmó Montoro con voz cantarina.

—Me acabas de alegrar el día y no sabes de qué manera —admitió Castro satisfecho, deseando colgar para quitarle a Mario Sarriá la sonrisa del rostro—. Montoro, ¿estás seguro de que no hay ninguna coincidencia de las huellas parciales que encontrasteis en casa de Barreda?

—Ninguna.

—¿Las cotejasteis con las de Mario Sarriá?

—Sí. Las cotejamos con todas las que me habéis pasado desde que empezó este condenado caso. Y no coinciden ni con las de Mario Sarriá, que ya teníamos porque estaban en el timbre de la calle, ni con las de nadie relacionado con el caso.

—Al menos tenemos el pelo de gato. Ya es algo —dijo resignado.

—Castro, no olvides mi consejo. La cadena de custodia está por algo y este pelo de gato no sería admisible como prueba en un juzgado. Ya sabes… —le recordó Montoro, dejando la frase en el aire.

—Sí, me encargaré de ello, Montoro. Te debo una —agradeció el inspector, colgando el teléfono.

Buscó a Gutiérrez con la mirada y no lo encontró. Probablemente estuviera hablando aún con Torres o con Canales. Hizo señas a un agente para que se acercara y le indicó que le acompañara.

Ambos entraron en el despacho. El agente se quedó en la puerta y Castro se situó de pie detrás de Mario.

—¿Puedo irme ya? —preguntó levantándose y mirando alternativamente a uno y a otro.

—Sí, señor Sarriá. Se va a ir, pero con nosotros, a la Jefatura Superior. Está arrestado —dijo Castro observando la transfiguración del rostro del fotógrafo. La transformación pasó de la incredulidad al estupor y, de ahí, al miedo—. Póngale las esposas —pidió Castro al agente.

—¿Qué está haciendo?

—Demostrarle que, además de conjeturas y palabras, ahora tengo pruebas que le sitúan en la escena del crimen de Guzmán Ruiz.

Ir a la siguiente página

Report Page