Animal

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Capítulo 57

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Pablo Ruiz Barreda tenía los mismos ojos —oscuros y grandes— y la misma boca —pequeña y bien formada— que su madre. Según el expediente, tenía trece años, pero sentado en aquel anodino despacho, junto a la asistenta social, encogido y con aquella mirada, más propia de un animal herido, no aparentaba más de diez. Estaba pálido y asustado. Se mostraba silencioso y contrito y, a pesar de los intentos de la asistenta social —una mujer entrada en años y en kilos, carillena, agradable y de carácter afable— por hacer que se sintiera cómodo, Pablo parecía que estuviera a miles de kilómetros de allí, retraído, como si su mente se hubiera cerrado a todo cuanto le rodeaba.

La asistenta social les había comentado que no había dicho una sola palabra desde que llegara al centro en donde había pasado la noche. En una situación tan traumática, era una reacción normal, había comentado la mujer. Lo mejor y más recomendable para el menor era no atosigarle demasiado con preguntas, ni forzarlo a hablar más allá de los límites que él mismo marcara, les previno, más como advertencia de que no iba a consentir que pusieran al niño en una situación estresante que como consejo.

—Hola, Pablo. Soy el inspector Castro —se presentó el policía con amabilidad. No quería que el niño se sintiera intimidado— y necesito hacerte unas preguntas.

Pablo le miró. Estaba entumecido por dentro. Se sentía como cuando su madre le llevó al dentista para tratar una caries. El dentista le había puesto una inyección en la encía y, al momento, había dejado de sentir los labios y la punta de la nariz. Ahora se sentía igual, como si el cuerpo no fuera suyo. Oía las voces de la gente en un segundo plano, igual que cuando uno metía la cabeza debajo del agua y le llegaban los sonidos del exterior distorsionados.

Aquel policía quería hacerle unas preguntas. Pero él no sabía qué había podido ocurrir. Estaba en el colegio. Su madre estaba bien. Le había prometido llevarlo esa tarde al cine a ver la última entrega de Piratas del Caribe. Se estremeció y las ganas de llorar le pulsaron en la garganta hasta el dolor físico. «No tenía que haber dejado a mamá sola», pensó.

—Pablo, cariño, el inspector necesita tu ayuda. ¿Te encuentras con fuerzas para contestar a sus preguntas? —le planteó la asistente social, con tono dulce.

Pablo levantó la mirada y asintió en silencio. La mujer indicó a Castro, con un leve movimiento de cabeza, que prosiguiera.

—Pablo, me gustaría que me contaras lo que hicisteis tu madre y tú ayer por la mañana —pidió.

El pequeño se miró las manos, que había mantenido cruzadas sobre el regazo.

—Mamá me despertó a las ocho. Como todos los días. Le pedí que me dejara quedarme en casa. Pero mamá quería normalidad. Eso me dijo. Me dijo que la vida continúa y que no nos podemos bajar de ella al primer contratiempo —explicó el pequeño—. Me vestí y desayunamos juntos. Después, me acompañó al colegio. No la vi más.

Esto último lo dijo con voz temblorosa, controlando las lágrimas que pugnaban por salir. Quería llorar, pero no podía abandonarse al llanto, porque si lo hacía ya no podría dejar de hacerlo nunca.

—¿A qué hora llegasteis al colegio, Pablo?

—A las nueve. A mamá le gusta ser… le gustaba la puntualidad.

—¿Te acuerdas de cómo iba vestida?

Pablo cerró los ojos, haciendo un esfuerzo por recordar la ropa que llevaba su madre el día anterior. Era curioso porque podía rememorar su olor, a jazmín, casi como si la tuviera al lado. En cambio, intentaba visualizarla en su mente, tal y como la había visto ese día, y no conseguía que la imagen tuviera nitidez.

—Creo que llevaba una camisa y unos pantalones. Pero no eran vaqueros, eran de señora mayor. No recuerdo el color —explicó Pablo con ansia en la voz.

—No te preocupes, no es muy importante —le tranquilizó Castro—. ¿Notaste si estaba inquieta?

—Estaba normal. Imagino que estaría triste por lo de mi padre, pero, delante de mí, no lo demostraba.

—¿Conocías a sus amistades, Pablo?

—No tenía muchas amigas —constató—. No le gustaba juntarse con las madres de mis compañeros. Y en Pola de Siero creo que no conocía a nadie. Siempre estaba sola… o conmigo —aclaró el niño con tristeza.

—¿Sabes si tu madre tenía pensado ver a alguien ayer por la mañana?

—No lo sé. No comentó nada de eso —contestó Pablo haciendo un esfuerzo por recordar si su madre había dicho algo, sin éxito. A veces, cuando su madre hablaba, él no escuchaba lo que decía. Ahora se arrepentía.

—¿Viste a alguien que no conocieras o que te resultara sospechoso cerca de casa cuando os dirigíais al colegio? —preguntó Castro sin mucha esperanza de que el niño pudiera aportar algún dato relevante.

—No.

—¿Recibió alguna llamada o llamó a alguien mientras estuviste con ella? —El inspector sabía que en el historial de llamadas del móvil de Victoria Barreda no había llamadas entrantes ni salientes de ese día, pero no descartaba que ella misma hubiera borrado el registro.

—No.

—En el trayecto al colegio, ¿os parasteis a hablar con alguien? ¿Alguien se acercó a vosotros?

—La madre de un compañero. Justo cuando habíamos llegado al colegio.

—¿Pudiste oír de qué hablaron, Pablo?

—De nada, en realidad. Una conversación típica de mayores. Qué tal estás y esas cosas. Y de quedar a tomar algo.

—¿Ese día? ¿Recuerdas si se citaron para tomar algo ese día?

—No creo que quisieran quedar en realidad —explicó Pablo frunciendo el ceño—. Me pareció más la típica frase de cortesía… como para quedar bien, pero sin ninguna intención de hacerlo, ¿entiende a lo que me refiero?

—Sí, Pablo. Te explicas muy bien —contestó Castro sonriendo—. ¿Conoces el nombre de esa mujer?

—Claro. Es la madre de un compañero de clase —confirmó el niño de forma categórica, como si fuera impensable no conocer a las madres de sus amigos.

—Voy a necesitar que me des su nombre. Y el nombre de su hijo… de tu compañero de clase.

Pablo obedeció y el inspector apuntó los nombres que le facilitó.

—De la madre no sé el apellido —se disculpó el niño preocupado por no ser capaz de ayudar más a la policía. En realidad, no sabía cómo podía ayudar. Si al menos hubiera estado más atento, quizá habría visto en las cercanías de la casa a quien había atacado a su madre. Se lo imaginaba agazapado, esperando la ocasión de encontrarla a solas, y se maldecía por no haber insistido más para quedarse en casa. Si se hubiera quedado, su madre seguiría viva.

—Has sido de mucha ayuda, Pablo —mintió Castro viendo la desolación que reflejaba el rostro del pequeño. Su declaración no aportaba luz ninguna a la investigación. Era de esperar. Habría sido un golpe de mucha suerte que el niño hubiera visto o advertido algo.

—¿De verdad? —preguntó ansioso el pequeño.

—Por supuesto y te lo agradezco mucho. Ahora tengo que hacerte unas preguntas sobre tu padre.

Pablo se puso tenso. La asistenta social se irguió en su asiento e hizo ademán de intervenir con cara de pocos amigos. El inspector le hizo una leve señal con la mano y se apresuró a añadir:

—Será un par de preguntas nada más.

La mujer pareció relajarse y consintió con una leve inclinación de la cabeza. Tocó el brazo del niño para animarlo a responder.

—¿Sabes si tu padre tenía muchos amigos?

—De mi padre no sé mucho. Si los tenía, nunca los vi. —El tono de Pablo había cambiado de forma sutil. Castro notaba en él resentimiento.

—¿Te llevabas bien con él? ¿Teníais buena relación?

Pablo dudó si mentir o contestar la verdad. Y la verdad era que no le gustaba demasiado su padre. Nunca había sido cariñoso con él, era distante y, la mayoría de las veces, actuaba como si él no existiera. A su madre esa actitud le molestaba y, por eso, discutían a menudo. Su padre solo se mostraba cordial y amigable cuando alguno de sus amigos venía a casa a jugar. Entonces fingía ser un buen padre, cariñoso y afectivo.

Pablo miró al inspector Castro a los ojos y supo que, si mentía, aquel policía lo sabría inmediatamente. Decidió contar la verdad.

—No. Yo no le gustaba demasiado —lo dijo con lentitud y con tono resignado—. Prefería a mis amigos —explicó con rencor.

—¿A qué te refieres? —insistió Castro.

—Mi padre no me hacía ningún caso. En cambio, con mis amigos cambiaba. Se comportaba como debería hacerlo conmigo. Era guay.

—¿Guay?

—Sí. Por ejemplo, a mis amigos les molaba el coche de mi padre. Y él siempre se ofrecía a llevarlos y a dejarlos conducir un rato.

—¿Y a ti no te dejaba? —Castro trató de que su tono de voz sonara intrascendente. No quería hacer notar las implicaciones que podía tener aquella información.

—A mí, nunca. Ni siquiera me llevaba con él cuando se iban a conducir —protestó Pablo.

La asistente social cambió de posición en la silla y miró a Castro, una mirada con intención que, además de advertirle «no siga por ahí», ponía fin a las preguntas del inspector. Este claudicó a la fiera mirada de la mujer y dio por terminada la toma de declaración del hijo de Victoria Barreda, no sin antes pedirle que elaborara una lista con los nombres de los amigos que habían conducido el coche de su padre. El niño escribió en una hoja aquella lista de nombres y se la tendió al policía.

Cuando Pablo y la asistente social se hubieron ido, Castro echó un vistazo rápido a la lista antes de guardarla en el bolsillo del pantalón para entregársela a Delitos Tecnológicos. Tendrían que hablar con todos aquellos niños. Luego, repasó en silencio la declaración del pequeño. Nada relevante. Salvo por la manifiesta hostilidad que Pablo había demostrado hacia su padre, un hecho que tampoco extrañaba al inspector, habida cuenta del tipo de vida que llevaba Ruiz, y la más que sospechosa actitud complaciente de Ruiz con los amigos de Pablo, poco más había sacado en limpio.

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