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Capítulo 60

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El inspector Castro salió del despacho de Rioseco contrariado y de mal humor. No esperaba que la juez fuera a denegar la orden de registro para la vivienda de Mario Sarriá, ni mucho menos que el comisario apoyara la decisión de la magistrada.

Fue en busca de Gutiérrez. Lo encontró en su mesa, rodeado de papeles y fotografías. Ya no lucía el aspecto fresco y despreocupado de aquella mañana. Tenía el pelo revuelto y la camisa arrugada.

—¿Y bien? —preguntó en cuanto vio a Castro acercarse.

—No tenemos orden. La juez no considera que haya pruebas suficientes que justifiquen el mandato, más teniendo en cuenta que una de esas pruebas fue obtenida de manera irregular.

Gutiérrez soltó el bolígrafo y bufó.

—Mierda. Entonces, hay que soltarlo.

—No. Podemos retenerlo veinticuatro horas. Disponemos de ese tiempo para encontrar algo más sólido. —Castro se apoyó en la mesa—. A ver, ¿cómo van con las farmacias?

—Igual. Los de la Judicial están revisando todas las recetas obtenidas. De momento no hay nada. Pero examinarlas todas va a llevar tiempo, inspector. —Justo lo que no tenían, pensó.

—¿Y el ambulatorio?

—La plantilla la conforman un celador, dos administrativas, cinco médicos y tres enfermeras. Hemos cotejado sus nombres. Ninguno tiene antecedentes. Pero hasta el lunes no podremos hablar con todos ellos. Hoy solo trabajan los servicios de urgencia: una enfermera, un médico y una administrativa.

—¿Algo en el móvil del fotógrafo?

—Aún no he llamado a los informáticos.

—Ya lo hago yo.

Castro sacó su teléfono móvil y marcó el número. Le latía una vena en la sien izquierda. Rioseco tenía razón, reconoció con amargura. No tenían prácticamente nada. Y lo poco que tenían no arrojaba luz sobre la investigación. Era como un mecano en el que ninguna pieza encajaba entre sí. Peor. Ninguna pieza encajaba con un único sujeto. Disponían de fragmentos dispersos e inconexos y no estaban más cerca de descubrir la verdad que hacía dos días.

—Inspector, hemos revisado el historial de las llamadas. No hay llamadas entrantes ni salientes a ninguna de las dos víctimas. Tampoco hay ninguna llamada que lo relacione con Casillas o Alina Góluvev —dijo sin emoción la voz al otro lado de la línea.

—¿Qué hay entonces? —preguntó con brusquedad.

—Intercambio de llamadas con el periódico donde trabaja, de Olivia Marassa, a una tal Carmen, a usted, llamadas a varios concejales municipales, a la presidenta de una asociación vecinal… nada interesante.

—¿Cuánto os habéis remontado? —inquirió impaciente.

—Unos tres meses.

—¿Y los archivos de fotografías y vídeos?

—Apenas nada. Una docena de imágenes, todas ellas familiares. Ningún vídeo. Raro, si tenemos en cuenta que es fotógrafo.

—¿Hubo llamadas la madrugada del primer crimen?

Castro se frotó la frente. Estaba harto de oír la palabra «nada» en aquella investigación.

—No hizo llamadas desde las diez de la noche. Parece que tuvo el móvil apagado o que estuvo en una zona sin cobertura. Hay unas cuantas llamadas que entraron como mensajes en cuanto el móvil estuvo operativo. Son todas de Olivia Marassa.

—Bien. Gracias. Si encontráis algo, avisadme de forma inmediata —ordenó Castro.

—Sí, señor.

La llamada se cortó. Permaneció durante unos segundos en actitud reflexiva. Seguía sin poder establecer una conexión entre Mario y las víctimas. Pero la encontraría. Encontraría esa pieza, pequeña, casi invisible, incluso en apariencia intrascendente, que haría que todo el puzle encajara, cobrando sentido.

De repente, se dio cuenta de que el caso no tenía encuadre en su mente. Tenía que alejarse, tomar perspectiva. Quizá había estado mirando el mural desde una distancia demasiado corta. Como cuando tratas de leer una página pegándola a la nariz. Las letras se difuminan y el ojo no es capaz de enfocar su trazo. Y cuanto más te esfuerzas en ver con nitidez, más borroso se vuelve todo.

—Jorge, vamos a hablar con Alina. Ya es hora de que nos explique qué hacía ayer en casa de Victoria Barreda. Pide que la suban.

Gutiérrez tomó el auricular del teléfono de sobremesa y trasladó la orden del inspector, tras lo cual se levantó de la silla y juntos se encaminaron a la sala de interrogatorios.

—Inspector —llamó un agente desde una de las mesas, elevando la voz para hacerse oír por encima del murmullo—, le llaman de la Judicial de Pola de Siero.

—Si no es importante, diles que en media hora les llamo. Estaré interrogando a uno de los sospechosos.

—Sí, señor.

—Perspectiva, Agustín, perspectiva —se dijo el inspector mientras se dirigía, con paso firme, a la sala de interrogatorios, y en su mente empezaban a revolotear notitas de color amarillo y naranja.

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