Angelina

Angelina


LXIII

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LXIII

Cuando regresamos del cementerio me retiré a mi cuarto. Allá me siguió Andrés. Sentado cerca de mí pretendía distraerme con no sé qué historias de mi infancia. Yo le oía sin contestar. De pronto entró mi tía.

—Rorró ¿te dieron una carta de Angelina?

—No.

—¿Cómo no? Te la mandé ayer con el mozo que fue a llamarte…

—Tiene usted razón.

Me levanté y fui en busca de la carta. La tenía yo en el bolsillo de la blusa.

Rodolfo:

Perdóname si esta carta te llena de amargura. Bien sé que me amas y comprendo que mis palabras van a lastimarte el corazón; pero algún día, cuando seas feliz, porque hoy no lo eres, me agradecerás lo que ahora ha de causarte tanta pena.

¡Olvídame, olvídame, yo te lo ruego, yo te lo pido por la santa memoria de tus padres que están en el cielo, por tus tías, a quienes tanto quieres y que te quieren tanto!

Al escribir estos renglones estoy bañada en lágrimas, siento que el alma se me va, porque te he amado y te amo todavía con todas las fuerzas de mi corazón; pero he comprendido que debo ser franca; que haría mal, muy mal, si fomentara en el tuyo un sentimiento que te cierra las puertas de un porvenir que yo no debo malograr. ¿Te causan sorpresa mis palabras? Pues óyeme en calma. Muchas veces le he preguntado a mi corazón si te ama como mereces ser amado, y siempre me responde que sí; pero mis gustos me inclinan hacia otro lado, me llevan por otro camino… ¿A dónde? Yo misma no lo sé. Acaso a servir a los pobres, a los enfermos, a los huérfanos como yo, para quienes el mundo es un desierto. Tal vez no sería yo una buena esposa, y tú puedes y debes ser amado de quien sea digna de ti. La ilusión engaña; la esperanza es una sirena que nos atrae a los abismos. ¿Estás seguro de que el amor que me tienes no es una impresión fugitiva? ¿Verdad que no? Empiezas a vivir, eres un niño, y no sabes que los afectos son efímeros. Te engañas cuando dices que a nada aspiras, que nada ambicionas. ¡No sospechas cuántos encantos y cuántas seducciones tiene la vida!

Perdóname y no pienses mal de mí; serías injusto, y la injusticia no cabe ni cabrá nunca en un corazón tan noble y tan generoso como el tuyo. Vive para tus tías, vive para ser feliz, que yo buscaré en Dios otra felicidad mejor que todas esas tan codiciadas en el mundo.

No pienses que el término de nuestros amores se debe a todos esos embustes que corren en Villaverde, que trajeron hasta aquí las Castro Pérez, y de los cuales tú mismo me has hablado; no, Rodolfo: no soy injusta ni ligera. Ya me conoces. Nunca he creído que fueses capaz de engañarme. Tampoco creas si elijo un estado distinto del que prefieren todas las mujeres, que lo hago por despecho o atraída por una falsa vocación. No; considera que si no he querido engañar a un hombre, no he de querer engañarme yo misma, ni engañar a Dios.

Mucho le pido que te dé fuerza y resignación para sufrir este golpe, y te dará las dos cosas porque en cambio le he ofrecido mi vida.

Papá te dará tus cartas; tú le entregarás las mías. ¿Te acuerdas que al despedirme de ti me quité del cuello una medallita y te la di? Pues deseo que la conserves siempre, para que si un día te casas y tienes hijos se la des al que tú prefieras. ¿Harás lo que te pido? Sí, porque con eso me darás una prueba de que mi memoria es dulce para ti.

¿Verdad, Rodolfo, que no me guardarás rencor? Eres muy bueno, y me perdonarás.

No me escribas. ¿Para qué? Acabaron nuestros amores, es cierto, pero en lo de adelante seremos muy buenos amigos.

Cuida mucho de tus tías. Si algún día necesita papá de tus cuidados, vela por él, y págale, en nombre mío, cuanto le debo yo.

ANGELINA

Indignado, colérico, estrujé la carta, y yo que no tuve en mis ojos una lágrima ni en los momentos de amortajar a mi tía, a quien tanto amé, a quien tanto debía yo, que tanto me quiso, que fue para mí como una madre, no pude resistir aquel nuevo dolor. Sentí que me ahogaba y me eché a llorar como un chiquillo.

—¿Qué te pasa? —gritó Andrés asustado.

—¡Nada! —le respondí sollozando.

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