Angelina

Angelina


XI

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XI

Dejóme triste y abatido la conversación de Andrés. La generosidad de aquel servidor, fiel en todo tiempo a sus amos, me llenó de admiración. Andrés no tenía familia; no conoció a sus padres; le dejaron huérfano en muy temprana edad, y pasó la infancia en el campo, desempeñando rudísimas labores, al servicio de gentes que le trataban mal. Solía recordar las amarguras de esa época, y contaba minuciosamente sus trabajos y sus penas; pero nunca le oímos quejarse de la aspereza de sus primeros amos, ni jamás se le escapó una palabra en contra de ellos.

Mi padre le sacó del rancho donde vivía, le tomó a su servicio, y el mancebo fue bien pronto digno del cariño de todos nosotros.

No quiso casarse.

—¿Para qué? —contestaba—. ¿Para qué? No me hace falta la familia. ¡Ustedes son mi familia, ustedes son todo para mí!

Cuando la familia vino a menos y mis tías no pudieron ya retribuir sus servicios, Andrés, más por ser útil a nosotros que por deseos de medro, nos dejó y fue a establecerse en un pueblo cercano. Con sus ahorros, ya muy mermados por haber subvenido secretamente a las necesidades de la familia, puso una tienda, y allí, a fuerza de trabajo y de economías, hizo un piquillo, que —como decía— le bastaba para vivir y auxiliar a las señoritas.

Cayó enferma mi tía Carmen, y Andrés se dijo: «¡A Villaverde! No debo vivir lejos de la familia. Ahora más que nunca necesitan de mí. ¿De qué sirve ir a verlas de cuando en cuando?».

Traspasó, malbarató el changarro, lio el petate, y se vino a Villaverde. En Pluviosilla hubiera estado mejor y habría medrado fácilmente, pero como su objeto era vivir cerca de mis tías no vaciló en trasladarse a la budística ciudad.

Mientras residió en Santa Rosa venía cada ocho días, sin faltar nunca, así lloviera a cántaros. Entre ocho y nueve de la mañana, allí estaba Andrés en su caballejo, muy cargado de frutas, semillas, y aves de corral. Al irse, domingo por la tarde o lunes muy tempranito, no dejaba de poner en el comedor cuatro o cinco duros —acaso buena parte de sus ganancias.

De tiempo en tiempo recibía yo en el colegio algún regalo suyo: magníficas frutas, mangos cordobeses, piñas amatecas, y naranjas-limas. Algunas veces dinero, después que pasaba la cosecha del tabaco y del café. Al recibir los diez o doce pesos me decía: «¡Andrés está en fondos!». Y me alegraba yo por él y por mis tías.

Cierta ocasión recibí una cajita de puros. Me la entregó Ricardo Tejeda. Dentro de la carta de la tía Pepa venía una tira de papel, en la cual escribió Andrés, con aquella su letra torpe y desgarbada:

Para que chupes. Ya eres grandecito, y ya te gustarán los buenos puros. Decía mi amo que un puro bien revoleado disimula la arranquera.

Entonces no me gustaba el tabaco. Ricardo se fumó todos los puros. El domingo se me presentaba hecho un figurín:

—Rodolfo: ¡dame uno de aquellos de nuestra tierra!

Él dio cuenta de los tabacos; él, que no tenía necesidad de disimular la arranquera.

El fiel servidor, establecido en Villaverde, allá por el barrio de San Antonio, en una tienda que se llamaba La Legalidad, fue, como siempre, una providencia para las tías. Desde luego resolvió que ellas le asistieran, y por ello pagaba más de lo justo.

—Que nada falte —repetía— ¡veremos hasta dónde alcanza la pita!

Nada de esto me dijo; lo supe más tarde de boca de la tía Pepa. El buen viejo se limitó a ofrecerme lo que acaso no le era dable hacer —gastarse cuanto tenía.

Ni la salud de Andrés ni su piquillo resistirían cuatro años de gastos, y cuatro años, cuando menos, me serían necesarios para que tuviera yo un título y pudiera tratar de compañero al Dr. Sarmiento o al Lic. Castro Pérez.

Hube de conformarme con lo que la suerte me deparaba. Me resigné a dejar los libros y a renunciar a las alegrías de la vida estudiantil, para buscar en Villaverde lo que tal vez no faltaría: un destinejo que me proporcionara cada mes algunos duros.

Confiaba yo en la bondad de mis paisanos, en la benevolencia de nuestros amigos, para quienes no era un misterio la situación precaria de mis tías. Me lisonjeaba la idea de que iban a cesar en aquella casa dificultades y miserias. Tal vez, en lo futuro, gozaríamos de vida más tranquila; y, a decir verdad, me halagaba ser el jefe de la casa. Con más dinero la enferma sería mejor atendida, la veríamos aliviada, y acaso recobraría la salud.

A nadie comuniqué mis proyectos. Procuré, no sin esfuerzo, que me vieran alegre y contento. Estaba yo apenado y triste. No me creía yo extraño en aquella casa, ni me sentía degradado al recibir de las pobres ancianas cuanto me era necesario; no, porque el afecto filial con que las veía y el cariño maternal con que siempre me trataron, alejaban de mi ánimo toda idea mezquina y todo pensamiento humillante. Durante varias días estuve abatido. Por la noche, a buena horita, me encerraba yo en mi cuarto, metíame en la cama, y me ponía a leer. Leía yo páginas y páginas, sin parar mientes en los conceptos. En un vetusto armario me hallé varios libros: una historia de Napoleón; no recuerdo qué obra clásica de arte militar, y ¡oh dicha! dos o tres volúmenes de Walter Scott. Tomé uno, La novia de Lammermoor. En pocas noches le di fin. Al acabar la última página advertí que aquella lectura había sido inútil. Mi cabeza no estaba para novelas.

Temprano, antes de que se despertaran mis tías, salía yo al patio. Allí me lavaba yo en una gran jofaina que desde la víspera ponían para mí en el borde de la fuente, entre los tiestos floridos, bajo la copa aparasolada de un floripondio cuyas campanas de raso se columpiaban al soplo vivífico de los vientos matinales, mientras en jaulas y ramajes cantaban los pajarillos la incomparable alborada otoñal. El agua retozaba en el surtidor y caía desbordante en el pilón. En la superficie del cristalino líquido bogaban pétalos y flores caídos durante la noche. Se me antojaban esquifes, gondolillas maravillosas en que bogaban seres invisibles.

Volvía yo a mi cuarto. A poco principiaba Angelina su matinal faena. Pronto resonaba en el corredor el ruido de su escoba. En los labios de la joven susurraba alegre cancioncilla que parecía un eco suave, apenas perceptible, de la que cantaban los alados músicos en su prisión de cañas y en la copa de los naranjos ornados ya con amarillas pomas.

Al salir me detenía yo a conversar con la doncella. Tratábala yo como a una hermana predilecta, y procuraba inspirarle confianza; pero ella se mostraba siempre reservada y asustadiza. Sin embargo, no tardé en comprender que aquel airecillo gazmoño que tanto me chocó en Angelina el primer día, no era más que timidez de bondad, muy en armonía con su carácter y su belleza, muy natural en quien había tenido tanto que llorar.

La plática, iniciada con una frase lisonjera en elogio de su diligencia, se iba enredando poco a poco, sin saber cómo, y más de una vez la tía Pepilla vino a interrumpir nuestra charla.

¡Dulces instantes aquellos! Angelina, de pie cerca del pretil, envuelta en el rebozo, caídos los brazos con placentera indolencia, entre las manos la escoba perezosa. Yo a horcajadas en una silla, o puesto un pie en el travesaño. Ella, escuchándome cariñosa; yo, bañado en la luz de sus rasgados ojos.

A las veces, si algún ruido nos anunciaba que tía Pepa venía, sin motivo, sin saber por qué, nos despedíamos de prisa, y salía yo con rumbo a los barrios más distantes.

Volvía yo a la hora del desayuno. Ya la casa estaba lista; barrido el corredor, arreglada la salita, dispuesta la mesa. La doncella solía sentarse a mi lado. Me atendía y me servía como una hermana cariñosa al chicuelo preferido, dispuesta a satisfacer todos mis deseos y caprichos, adivinándome el pensamiento.

Mi tía parecía complacerse en aquella dulce y sencilla fraternidad. Cualquiera que nos viese juntos a los tres, habría creído que éramos dos hermanos, y que la anciana era nuestra madre.

El desayuno duraba frecuentemente una hora. Tía Pepa charlaba a su sabor. Yo y Angelina no sentíamos correr el tiempo. La anciana se levantaba para ir a sus quehaceres, y al pasar detrás de nosotros se detenía y nos acariciaba; a mí, estrechando mi frente entre sus manos; a ella, dándole una palmadita en cada mejilla.

Un campanillazo solía poner término a nuestra conversación. Era que tía Carmen llamaba.

—¿Dónde está mi Angelina? ¿Qué hace mi Angelina que no viene?

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