Angelina

Angelina


XIII

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XIII

A las diez de la mañana tomaba yo el sombrero y me iba a pasear por la ciudad. Al principio preferí los arrabales, los callejones sombríos, las márgenes pintorescas del Pedregoso o las plazoletas de la Alameda, vasto cuadro sembrado de fresnos, al pie de la colina del Escobillar; alameda sin flores y sin árboles copados, que por lo apacible y retirada me era gratísima. A la sombra de un naranjo, el único crecido y frondoso, en cuya copa anidaban bulliciosos pajarillos, pasaba yo la mañana. Allí, en un asiento musgoso y desportillado, me entregaba yo a la lectura de mis autores favoritos; allí leí la Atala y el Renato; el Rafael y la Graciela; allí devoré el Conde de Monte Cristo, y repasé, por mi mal, algunas novelas de Jorge Sand, que acongojaron mi corazón y dejaron en mi alma sedimentos de acíbar. Allí gusté de la poesía de Zorrilla. ¡Zorrilla! Le conocía yo; le había oído leer de un modo maravilloso sus admirables versos, aquellas serenatas que eran, en labios del poeta, miel de abejas, susurro de arboledas, cantos del agua en las acequias de la Alhambra, música del cielo. Allí aprendí de memoria muchas composiciones del incomparable soñador de Milly: El lago, El crucifijo, Las estrellas. Aún las recuerdo, y suelo repetir:

Ainsi, toujours poussés vers de nouveaux rivages,

dans la nuit éternelle emportés sans retour…

Y allí, preciso es que lo confiese, allí cometí un pecado mayúsculo, del cual no me arrepentiré debidamente en los años que me restan de vida. Me pasó lo que a los gastrónomos: principian por gustar de los buenos platillos, y acaban por invadir la cocina y preparar ellos mismos los guisos predilectos. A fuerza de leer versos me dio por hacerlos. Malísimos salieron los míos, a juzgar por lo que dijo de ciertos sonetos un periódico villaverdino. Publiqué los tales sonetos en El Montañés, previa la aprobación de don Román, quien los tuvo por buenos y muy buenos, antes y después de que La Voz de Villaverde, La Sombra de Vega, y cierto periodiquín de Pluviosilla les hicieran trizas y pusieran al autor como chupa de dómine. Por supuesto que no salieron con mi firma. Firmélos: Anteo, y el seudónimo sirvió para que mis críticos extremaran la zumba. Entiendo que mi literatura poética no era inferior a la muy aplaudida de los más afamados poetas de Villaverde: «el pomposísimo» y el Lic. Castro Pérez, quien, de tiempo en tiempo, tenía sus dares y tomares con las esquivas deidades del Parnaso. Discípulo aprovechado de don Román, criado en los clásicos, como él me dijo, dióme —a pesar de mis aficiones románticas— por la poesía mitológica y horaciana. Cantaba yo la vega villaverdina, el «sesgo» y «undívago» Pedregoso, y la hermosura de mis paisanas. En el último soneto puse sobre los cuernos de la luna a la dulce Angelina, oculta bajo el poético nombre de Flérida.

Los rivales de mi maestro, Jacinto Ocaña, el director de la Escuela del Cura, y Agustín Venegas, el de la Escuela Nacional, creyeron que el sonetista era el «pomposísimo», y al domingo siguiente, cuando esperaba yo elogios y aplausos, salió en La Voz de Villaverde un articulejo desentonado y cáustico, en que ponían a don Román de oro y azul.

Corrí a verle:

—¿Ya leyó usted? —le dije al entrar.

—No, muchachito… ¿qué cosa?

—Lo que dice La Voz.

—No; no quiero leer esos disparates. Ya me imagino lo que dirán.

Pero la curiosidad pudo más en el dómine que el desprecia con que miraba a sus rivales. Después de un rato de silencio me dijo:

—¡Dame ese papasal!

El anciano se caló las gafas, se compuso en el asiento, y principió a leer el artículo editorial.

—No, a la vuelta. Una crítica de los sonetitos aquéllos…

—¿Y quién es Agustín Venegas para meterse a crítico?

—Lea usted.

Don Román estrujó el periódico y leyó.

A las pocas líneas se puso trémulo, pálido, balbuciente.

—Han creído que usted es el autor. Lamento lo que ha pasado. Nunca pude imaginar…

—¡Bellacos! ¡Fatuos! ¡Presumidos! —exclamó—. ¿Quiénes son ellos? ¿Qué obra los acredita para darla de sabios y de críticos? Les perdono las ofensas Lo único que no puedo perdonar es la ingratitud. ¡No les temas! ¡No te asustes! ¡Escribe, muchacho; escribe, y que rabien! Tú harás algo; al paso que ellos… Así se quemen las pestañas años y años, cuanto escriban servirá nada más para que envuelvan cominos en la casa de mi compadre don Venancio.

—¿Contestamos?

—¡No! Eso se quieren ellos, que les den tela. Oye, oye un consejo. Nunca salgas a defender tus escritos. La modestia… ya lo sabes… ¡Nada tengo que decirte! Conozco bien a esos necios. Por eso no he dado a la estampa los sáficos aquellos que te gustaron tanto, la odita al Pedregoso. Mira, Rodolfo: no hablemos más de esos bellacos.

Serenóse don Román, sacó la tabaquera, tomó un polvo y, quitándose las gafas, me dijo en tono cariñoso:

—Vamos ¿qué piensas hacer? ¿Sigues los estudios o te quedas en tu tierra, y en tu casa, para buscarte la vida? Hablé ya con tus tías. Las pobrecillas quisieran verte médico, abogado… ¡pero ya sé, ya sé que las cosas andan malas, como yo me las figuraba! ¿Habló Andrés con Castro Pérez? Mira: yo le veré esta noche. Allí puedes ganarte alguna cosa; poco, poco, porque ya lo sabes, en Villaverde todo es roña; pero ¡algo es algo! Por lo pronto… ¡Después, ya veremos!… Estoy cierto de que te colocará; se lo pediré, y no ha de negármelo. Le recordaré que fue amigo de tu padre.

Andrés había hablado ya con el abogado, pero nada obtuvo: promesas, ofrecimientos… Sólo Castro Pérez podía darme trabajo. El Dr. Sarmiento se interesó en favor mío, y prometió a mis tías arreglar el asunto. Así las cosas, corrían los días y las semanas, y el empleo deseado no venía. En verdad que la idea de alejarme de Villaverde no me halagaba. No sólo me detenía en la budística ciudad el amor de los míos, no; cuando me ocurría que acaso sería preciso ausentarme, pensaba yo con tristeza en Angelina.

Había ya entre nosotros cierta intimidad fraternal, dulce y respetuosa, que me hacía grata la vida en Villaverde. En ocasiones pensé: ¿si estaré enamorado? No; basta entonces aquello era una amistad afable, un afecto sencillo que mi tía Pepa fomentaba a todas horas. Una vez la buena señora, se dejó decir:

—¡Ay, Rorró! Si alguna vez piensas casarte… busca una mujer como Angelina.

Estábamos solos. Mi tía trabajaba en sus flores, y yo, cerca de ella, me entretenía oyéndola.

—¿Le gustaría a usted que me casara con Angelina?

—¡Cómo no! —exclamó alborozada—. ¡Si es tan buena! ¡Si te quiere tanto!

No sé por qué se me encendió el rostro. Nunca pensé que Angelina pudiera amarme. Y bien visto el caso ¿por qué no? Angelina era muy digna de ser amada. Me ocurrió averiguar si alguien había puesto los ojos en ella.

—Y diga usted, tía ¿no ha tenido novio Angelina?

—¡Por Dios, Rorró! ¡Desde el otro día estás con eso!… No, señor. Angelina es una niña muy juiciosa. Angelina no tendrá más novio que aquel que llegue a ser su marido. No es ella capaz de jugar con el amor.

—Así lo creo, pero… dígame usted ¿no ha tenido pretendientes?

—¡Ah! Eso es otra cosa. ¡Así! —y mi tía juntó los dedos de la mano derecha y los movió como para indicarme una multitud de personas.

—¡En Pluviosilla —prosiguió— muchos! Un español rico; un mancebo de botica muy burlón y endiantrado, capaz de reírse hasta de su sombra; un colegial muy guapo, que le hacía versos; otros, y otros. Aquí… aquí…

—¿Quién?

—Uno nada más.

—¿Quién?

—Amigo tuyo, condiscípulo tuyo…

—¿Pepe López?

—No.

—Diga usted, tía…

—Adivina.

—¿Eduardo, el hijo del alcalde?

—No. Eduardito es un pedazo de alcornoque. ¡Él!, ¿el hijo del alcalde, prendarse de una muchacha pobre? ¡Cuándo! Él enamora a Gabrielita Fernández…

—¿A la jovencita rubia, la que toca muy bien el piano?

—¿Ya la conoces?

—El otro día la vi en la reja.

—¡Guapa! ¿No es verdad?

—¡Reguapa! ¡Linda como un sol!

—Eduardo se perece por ella.

—Entonces ¿quién es el pretendiente de Angelina?

—¡Adivina!

—¿Jacinto Ocaña?

—¡Dios nos libre!

—¿Agustín Venegas?

—¡Jesús me valga! ¿No te digo que es amigo tuyo?…

—¿Ricardo Tejeda?

—¡El mismo que viste y calza!

—¡No es rival temible! —dije para mí.

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