Angelina

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XIV

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XIV

A veces iba yo a charlar en la botica de don Procopio Meconio. En aquel famoso mentidero, centro recreativo de ociosos y desocupados, se reunían a todas horas los jóvenes más guapos y los viejos más parlanchines de la budística ciudad. En aquella botica concurrían: Venegas, espíritu fuerte, liberal de la nueva echada, republicano incipiente, muy enconado contra el malaventurado ensayo imperial; Jacinto Ocaña, monarquista hasta la médula de los huesos, que siempre que hablaba de Maximiliano, se descubría respetuosamente, y que a cada instante trababa disputas con Venegas, sacando a bailar la Saratoga y el Tratado MacLane; el doctor don Crisanto Sarmiento, retrógrado por los cuatro costados, que vivía suspirando por el régimen colonial, que se hacía lenguas de Revillagigedo, que de buena gana viera restablecido en México el Santo Tribunal de la Fe, y que cuando alguno hablaba de la Independencia, decía, echándola de agudo:

—¡La maldita india pendencia que nos tiene hechos una lástima!

Y no sé cuántos más, entre quienes figuraba el dueño de la botica, el invariable don Procopio, jugador desenfrenado, que había convertido aquel templo de Galeno en un santuario de Birján. Solíamos ver allí al padre Solís. Venía de tarde en tarde, a la hora en que había menos tertulios; se leía de cabo a rabo los periódicos, y luego… ¡a charlar con Sarmiento y con Venegas! Mientras don Procopio jugaba adentro con sus cofrades, afuera, delante del mostrador, en presencia de los compradores, se enredaban pláticas que frecuentemente se convertían en disputas. Venegas se complacía en atacar al caído Imperio; Sarmiento le defendía acalorado y lleno de brío. El republicano se ensañaba contra el catolicismo; el médico decía pestes del partido liberal. El pedagogo, muy encariñado con el Catecismo Político de Pizarro Suárez, alegaba no sé qué razones, en favor de la tolerancia de cultos, y oponía a los dichos de su contrario algunos de aquellos argumentos protestantes tan usados por los periódicos a fines del 56 y principios del 57. El médico montaba en Júpiter; sacaba a relucir sus argumentos en forma, su ciencia de seminarista, y, por último, a los desahogos de Sarmiento contestaba con dicterios.

El padre Solís, reflexivo y cachazudo, se estaba quedo; oía y callaba, hasta que, para calmar los ánimos, terciaba en la disputa. Primero —tal era su táctica— se iba derecho hacia el Doctor; le concedía la razón, pero censurándole acremente sus exageraciones de monarquista.

—Iturbide (a quien el Acta de Independencia llama «un genio superior a todo elogio») hizo una tontería. En nuestro tiempo nadie se improvisa rey ni emperador. Papel tan alto sólo cuadra a quien fue mecido en regia cuna, a quien nació en las gradas de un trono. Un pueblo no se da a sí propio, sólo porque así lo quiere, un buen gobierno y buenas instituciones. Es preciso que se los busque de acuerdo con sus tradiciones; es necesario que tenga en cuenta las enseñanzas de su historia; es preciso que las instituciones y la forma de gobierno le vengan apropiadas, como a mí la sotana, a usted la levita y a este joven el saquito corto. Ahí tiene usted explicado lo efímero del imperio de Maximiliano.

Luego, pasando a la cuestión religiosa, decía sereno y reposado:

—Amigo, amigo don Crisanto: entiendo que la Iglesia no patrocina ni monarquía ni república. Para ella, cualquiera forma de gobierno es buena… ¡cuando es buena! Poco le importa que el jefe de un Estado se llame rey o presidente o emperador. No, amigo; no hay que pretender eso que usted quiere. Nada de identificar la cuestión política con la cuestión religiosa.

En seguida cerraba contra Venegas. Era de oírle cuando, en un estilo conciso, breve, incisivo, ponía en la picota los dislates del pedagogo que nada sabía a derechas y todo se volvía palabras sonoras y retumbantes. Se burlaba de él; se reía a más y mejor de sus conclusiones luteranas, y después rebatía, con mucho acierto, los errores del mozo.

—¡Joven!, ¡joven! —prorrumpía en tono de sermón—. Esta Constitución que usted pone por las nubes, no ha sido hecha de acuerdo con las necesidades del país. Hago punto omiso de cuanto hay en ella contra la religión. Pugna contra nuestras costumbres. Nuestro pueblo no está educado para esas libertades. Dígame usted: si yo para contestar una demanda tendría que consultar con Castro Pérez o con cualquier tinterillo ¿qué haré si un día llego a diputado y tengo que legislar? Y cualquiera puede llegar a diputado: usted, el Doctor, ese indio que va por allí, muy cargado con su soberanía, yo… no, yo no, porque soy sacerdote, ministro de un culto, y por ende no soy ciudadano más que a medias. Pues ¡claro! o no sabrían ustedes lo que habrían de hacer, y votarían a la buena de Dios, o, lo que es más seguro, a la buena del Diablo. Ahora, cuanto a las perrerías esas que ha vomitado usted, contra la Santa Madre Iglesia, vamos al grano señor y amigo mío: no sabe usted lo que se dice. ¡Ya se ve! Toda su ciencia de usted está en el Catecismo de Nicolás Pizarro. Vamos, joven: beba usted en fuentes más limpias, y no hable por ahora de cosas que no entiende. ¡Y aquí paz, y después gloria! ¡Y adiós, amigos! Me voy; no he rezado el oficio, y es la horita del chocolate. ¿Ustedes gustan?

El exclaustrado se iba; Sarmiento se componía la chistera y tomaba el portante, y Venegas se marchaba diciendo pestes de frailes y retrógrados.

Nosotros nos quedábamos comentando la conversación de los tertulios, hasta que a las seis me iba yo a instalar en un asiento de la Plaza, para oír tocar a la señorita Fernández.

Conviene saber que la familia Fernández era mal vista en la ciudad. Su cultura chocaba a los buenos budistas de Villaverde. Cuando compró la Hacienda de Santa Clara, el Sr. Fernández vino a vivir a mi ciudad natal, y procuró relacionar a los suyos con lo mejor de Villaverde.

Pero éstos no hicieron relaciones con nadie, mejor dicho: los villaverdinos no correspondieron a los deseos de la señora y señorita Fernández. Sólo intimaron éstas con Sarmiento y el Padre Solís, pues aunque visitaron a las principales familias de la ciudad, mis buenas paisanas no dieron muestras de estimación por las recién llegadas.

Las gentes de Villaverde, las mujeres particularmente, no veían con agrado los usos y costumbres de la familia Fernández. Murmuraban de ella, susurraban acerca de la señorita tonterías y burlas, y, como es natural, a la simpática y elegante pollita nada de esto le agradó.

—¿Gabriela Fernández? ¡Más orgullosa! ¡Más frívola! ¡Qué pagada de sí! ¡Qué entonada! ¿Qué se estará creyendo? Si creerá que en Villaverde no hemos visto lujo ni elegancia… Sí, sí, ya sabemos que dice que esta población es una hacienda grande… Creerá que viene a deslumbrarnos con sus exterioridades y sus trajes. ¿Y todo por qué? Porque sabe tocar el piano. Allí está Luisita Castro Pérez que toca tan bien como ella, y sin embargo es modesta y humilde. Pues se engaña, no hemos de visitarla ni por una de estas nueve cosas. ¡Que gocen de su lujo y de su dinero! ¡Que luzca Gabrielita sus trapos caros! Para nada necesitamos de ella. ¡Qué gusto! —repetían las envidiosas—: ¡Qué gusto! Todos los muchachos de aquí salen con cajas destempladas. ¡Mejor! ¡Mejor! ¡Quién les manda enamorar marquesitas! Y bien visto ¿quiénes son los enamorados? ¡Eduardito… sólo Eduardito! El muy tonto, como tiene dinero, como su padre es rico, está seguro de que le hará caso.

Mis paisanos no tardaron en advertir que, tarde a tarde me pasaba yo las horas oyendo tocar a Gabrielita. Una noche, al entrar en la botica, oí que hablaban de la señorita Fernández y que decían algo de mí. Pronto supe que en todos los corrillos, en todos los mentideros, en cada casa, decían y repetían que estaba yo enamorado; que me bebía los vientos por la hija del acaudalado dueño de Santa Clara.

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