Angelina

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XV

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XV

Una tarde recibí una cartita de don Román, una esquela muy punticomada, escrita gallardamente, con aquella la excelente letra de Palomares que años atrás dio a mi maestro fama de habilísimo pendolista.

Muy querido discípulo y amigo:

Como te lo ofrecí anteayer, estuve anoche a visitar al Sr. Lic. Castro Pérez para hablarle acerca de ti, y de lo útil que podías serle en el despacho. Díjele cuanto me pareció oportuno: le hablé de tus buenas prendas, de tu buen carácter, de tu índole laboriosa, de tu instrucción sólida y bien dirigida, y de la dificultad en que te hallabas para seguir los estudios y la carrera tan brillantemente iniciada, así como de la necesidad en que te veías de buscar algo productivo. Oyóme de buena voluntad (lo cual me pareció de buen agüero) y me prometió ocuparse en el asunto a la mayor brevedad. Juzgo necesario que le hagas una visita, cuanto antes, y te recomiendo que trates a mi amigo (que lo fue también, y muy íntimo, del señor tu abuelo) con tu genial y característica bondad, con la cortesía que te distingue. Castro Pérez se paga mucho de exterioridades, y para tenerle propicio es necesario halagarle. Es maniático, y la menor cosa le contraría. Ya te dejo preparado el campo. A ti te corresponde lo demás.

Ven por acá. El hígado me tiene desde ayer molesto y achicopalado. Ven, charlaremos, y te enseñaré algo que te gustará mucho; unos exámetros que forjé anoche contra esos sabios de La Sombra y de La Voz.

Ya sabes cuánto te quiere este tu maestro y amigo

ROMÁN LÓPEZ.

Me dio mala espina la esquelita de mi señor maestro. Desde luego pensé que iba yo a tratar con un hombre de mal carácter. Esto me puso disgustado. Me imaginé que Castro Pérez era uno de esos abogados viejos, peritísimos en cuestiones de Jurisprudencia, pero en lo demás unos ignorantes de tomo y lomo; un señorón de aldea, pagado de su fama y de su ciencia, de esos que suspiran por todo lo antiguo y que siempre están mal dispuestos para todo lo nuevo; un fantasmón iracundo, gruñón, de esos que ven con desconfianza a los jóvenes, y que se complacen en censurar a todas horas la educación enciclopédica de estos tiempos, la cual, si bien no produce sabios a granel no cría fatuos, como tantos viejos que yo conocía, encastillados en su saber hipotético, muy vanidosos y engreídos con su ciencia; ciencia exigua y mezquina que les conquista en el pópulo vil admiradores y monaguillos de amén que aprueban cuanto dicen los Sócrates de aldea, así suelten éstos el mayor disparate. En una palabra: me imaginé que Castro Pérez era uno de esos abogados viejos, repletos de latines, que se saben de memoria las Partidas, que tienen pujos de canonistas, y que escriben errar con h; «teólogos de capote», como los llamaron in illo tempore; peritos en las triquiñuelas jurídicas, pero vacuos de todo lo demás; habilísimos para ocultar su ignorancia, y desdeñosos de cuanto no entienden; que miran a todo el mundo con aire de protección, y que apareciendo graves y sesudos, mostrándose inaccesibles y huraños pasan por unos portentos y vienen a ser, en pueblos y ciudades como Villaverde, señores de vidas y haciendas.

Nada sacaréis de ellos si no os mostráis humildes, sumisos, incondicionales admiradores de sus personas. ¡Ay de vosotros si no os acercáis a tan excelsos caballeros, aparentando que todo lo esperáis de ellos! ¡Ay de quien no les rinda parias! De seguro que nada obtendrá, de fijo que a todo le contestarán con monosílabos, y saldrá de allí colérico y desesperado.

Me repugnaba seguir los consejos de mi maestro. Entendí muy bien lo que éste me quería decir con aquello de «te recomiendo que trates a mi amigo con tu genial y característica bondad»; pero me chocaba presentarme tímido y meticuloso como un donado, aparentando una estimación que no pasaba en mí de los límites de un respeto vulgar y corriente, como el que concedemos a todos por razones de urbanidad y cortesía. ¿Qué hacer? Me dispuse a seguir los consejos del «pomposísimo Cicerón», y de tardecita, poco antes de que sonara el Ángelus, me encaminé a la casa de Castro Pérez. Vivía a espaldas de la Parroquia, en un caserón vetusto y sombrío.

Cuando llegué al zaguán me vi tentado de retroceder e ir a charlar a casa de don Procopio. Hice de tripas corazón y avancé hasta la puerta del despacho.

—¡Adentro! —dijo una voz atiplada.

—¿El señor Castro Pérez?

—¡Adentro! —replicó la voz de falsete.

Era el escribiente. Mala impresión me causó tan delicada personilla. Era un muchacho pálido, ojeroso, exangüe y consumido por el trabajo; un infeliz, condenado, sin duda, a prisión perpetua en aquel mundo de legajos y mamometros; siempre inclinado sobre aquella mesita cubierta con un tapete de bayeta verde, delante de aquel tintero de plomo lleno de tinta espesa y natosa.

—¿El señor Castro Pérez?

—¡En la otra pieza! —me contestó el covachuelista.

—¿Puedo pasar?

—Pase usted.

Me colé de rondón. Mi hombre, casi tendido en una poltrona, cerca de la ventana, revisaba un legajo. Al sentirme se incorporó contrariado, dejó el asiento y fue a cerrar la puerta, acaso para que no pudiese oírnos el escribiente.

—¿Qué mandaba usted? —me dijo frunciendo el entrecejo.

—Mi maestro, el señor don Román López, me ha recomendado…

El rostro de Castro Pérez cambió de expresión.

—Vamos, joven —murmuró levantándose y ofreciéndome un asiento— aquí tiene usted una silla.

Mi hombre volvió a su poltrona y luego, por sobre los anteojos, me miró de pies a cabeza.

—¿Qué se ofrece? ¡Ah! ¡Ya recuerdo! ¿Es usted el joven que desea entrar de amanuense en esta casa?

—Sí, señor.

—Pues bien… veremos, veremos si es usted útil. Aquí tenemos mucho trabajo. Ya sabe usted mi clientela es numerosísima, y por ende no falta que hacer. Si quiere usted trabajar…

—Es lo que deseo… —murmuré, bajando la vista, mientras el abogado me miraba de hito en hito.

Pues bien, así lo quiero, trabajadorcito. Diez amanuenses he cambiado en este año y, a decir verdad, ninguno me ha dejado contento. ¡El mejor no valía tres caracoles!

—No pretendo valer mucho; pero… procuraré, bajo tan buena dirección, aprender en poco tiempo cuanto sea necesario.

Castro Pérez sonrió, y a dos manos, juntando el pulgar y el índice se compuso los anteojos, y luego, dándose palmaditas en el abdomen, echóse atrás y me interrumpió.

—¡Nada de lisonjas, joven! Nada merezco de cuanto dicen de mí…

Hablaba lenta y pausadamente, oyéndose.

—Es usted por extremo modesto… ¡Aquí! —me dije—. ¡Aquí del incienso! ¿Quién no tiene noticias de los talentos de usted, de su saber profundo, de su fama, de su acrisolada honradez?

Estos elogios me sonrojaban.

—¡Bien! ¡Bien! Veremos si obtiene usted lo que desea. Está usted eficazmente recomendado por Román. Me dice que fue usted su discípulo, y de los más aventajados…

—El señor mi maestro me quiere mucho, y es conmigo demasiado benévolo. Deseo trabajar y estoy seguro de adelantar al lado de persona tan recomendable. ¡Quién no sabe que es usted el primer abogado del Estado de Veracruz!

Castro Pérez se hinchó como un pavo, se meció en la poltrona, fingió sonrojarse y me dijo:

—¡Al grano! ¡Al grano! ¿Conoce usted el ramo?

—No, señor.

—Pues entonces ¿cómo solicita usted una ocupación que le es desconocida? Tengo buenas noticias de usted. Ya Román me dijo que es usted un muchachito inteligente, que sabe usted hacer bonitos versos… Pero, es cosa sabida: no son los mejores empleados los que se andan todo el día a caza de consonantes…

Me dieron ganas de estrangular al viejo.

—Señor —repliqué— es cierto que hago versos; pero no vivo entregado a tan grata ocupación. Además, tengo entendido que usted… suele hacerlos… ¡y muy hermosos!

—¡Gracias, joven! ¡Restos de mis aficiones juveniles! En verdad que la poesía suele cautivarme, pero sólo de tiempo en tiempo. ¡Bien, bien, bien!

Ésta era su muletilla.

—Espero que usted, en memoria de mi abuelo… Ya don Román le hablaría de las circunstancias en que me encuentro. No puedo volver a México; no puedo seguir los estudios, y estoy obligado a buscarme un pedazo de pan…

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así lo hace un joven delicado. Veremos, veremos si me sirve usted. Pero debo advertirle que… hasta dentro de una semana no podré resolverle. Mañana veré si puedo conciliar varias cosas. Vuelva usted por acá, viernes o sábado… y… diga usted ¿tiene usted buena letra?

—Regular, señor licenciado.

—Vamos, vamos. Ahí tiene usted lo necesario.

Oscurecía. En la mesa había un candelero con una bujía.

—¿No ve usted? Pues encienda la vela y escriba lo que guste.

Obedecí. Tomé la pluma y escribí:

Si el Sr. Licenciado Castro Pérez se digna recibirme en su casa, procuraré servirle con toda fidelidad.

Me acerqué al abogado, llevando la hoja y la bujía. Mi hombre se acomodó en su poltrona, se compuso con ambas manos las gafas y leyó lo escrito.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! ¡Conforme! Prefiero la antigua y gallarda letra española… pero, en fin, la de usted es clara y hermosa. ¡Esta letra inglesa tan amanerada y presumida!

Y después de un rato de silencio.

—Ya sabe usted: viernes o sábado…

—Vendré por acá…

—No, yo le llamaré a usted.

Entiendo que no le caí mal a Castro Pérez. Así me lo dijo dos días después el bueno de don Román.

—La cosa es segura, muchacho. ¡Has clavado una pica en Flandes!

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