Angelina

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Acudí con toda puntualidad a la cita del abogado. Aguardé en la esquina próxima la hora señalada, y al sonar ésta en el reloj de la Parroquia me presenté en el despacho. El jurisperito, gran madrugador, había vuelto de misa y del acostumbrado paseo por la alameda de Santa Catalina, o sea el Bosque Pancracio de la Vega, y muy instalado en su poltrona aguardaba la llegada de su nuevo amanuense.

—¡Adelante, joven! —dijo en alta voz—. ¡Adelante! ¡Bien! ¡Bien! ¡Me place la exactitud! Tome usted asiento. Voy a decirle cuáles son aquí sus obligaciones. ¡No hay aquí mucho trabajo, pero bueno es que sepa usted, amigo mío, que aquí no se pierde el tiempo!

—Puede usted ordenar lo que guste… —respondí, sentándome en una silla de ojo de perdiz, muy vieja y vacilante.

—Vendrá usted a las ocho de la mañana, en punto, como ahora. A las ocho… ¿me entiende usted? ¡En punto! Saldrá usted a la una, hora de ir a comer. Por la tarde, a las tres. ¡En punto de las tres! Trabajaremos hasta las cinco. A esa hora puede usted retirarse. Cuando tengamos algo extraordinario trabajaremos hasta concluir. Pero esto no sucede más que de tarde en tarde. ¿Está usted conforme? ¿Sí? ¡Pues bien, quedamos arreglados! Si al llegar ve usted cerrado el despacho, señal es de que aún no vuelvo o de que estoy durmiendo la siesta. Entonces pide usted las llaves a las niñas, y abre usted. Ahora, a otro punto. No quiero retribuir el trabajo de usted como a los demás, de una manera eventual, a lo que caiga. Así lo hice con otros; pero con usted será otra cosa. Le estimo a usted y a su familia, y me complazco en proteger a los jóvenes listos y de porvenir, por lo cual he decidido señalar a usted un sueldo fijo. Así no quedará usted expuesto a contingencias nocivas para sus intereses.

Hizo una pausa, me vio de arriba abajo, y agregó:

—Tendrá usted quince pesos mensuales. Me parece que para empezar es una cantidad… ¡muy decente!

Era una miseria, sin duda, pero, dadas mis circunstancias, aquella cantidad me pareció el premio gordo. En los términos más corteses contesté que agradecía el favor, y que procuraría corresponder a la confianza que se me dispensaba.

Castro Pérez me interrumpió:

—Joven: me prometo hallar en usted lo que tanto he deseado, lo que hasta hoy no pude conseguir: un escribiente activo, inteligente y útil. No perdamos el tiempo. En aquella habitación encontrará usted lo necesario para escribir. Vamos a despachar, antes de que principien a llegar los clientes. Ya verá usted. ¡Esto es atroz! No paro en todo el día. Esto parece un jubileo.

Se levantó, y fuimos a la pieza contigua.

—Tome usted asiento. ¡En facha! Voy a dictar un escrito.

Me puse «en facha». Castro Pérez se caló una gorra de terciopelo verde bordada de oro, a manera de fez, con una gran borla que colgaba hacia atrás y se balanceaba como un péndulo. Mi hombre se compuso las gafas, y con las manos atrás, ocultas bajo los faldones de la pringosa levita, principió a pasearse, mientras yo, con el papel delante y lista la pluma, me disponía a escribir.

Después de largo silencio, durante el cual el jurisperito recogió sus ideas, y tosió y se sonó con el inmenso pañuelo de hierbas, habló en tono muy enfático:

—Ciudadano Juez… ¡Dos puntos!

Y yendo y viniendo, Castro Pérez dictó larguísimo alegato, en estilo pesado, difuso, verdaderamente fatigador, empedrado de latines y citas de las Partidas (mi hombre se las sabía al dedillo) y lleno de los mil primores y maravillas de la jerga jurídica.

Castro Pérez alardeaba de ser un «dictador» de primera fuerza, como César, Isabel de Inglaterra, Napoleón y el Arzobispo Munguía. Es verdad que dictaba sin tropiezos ni vacilaciones, sin que fuera preciso repetirle la frase anterior, sin que el amanuense le hiciera eco, murmurando entre dientes la última sílaba de la palabra final; pero así salía aquello. Compadecí de todo corazón al infeliz magistrado que tendría que echarse al coleto el indigesto fárrago, y temí que de puro aburrido sentenciara en contra de los patrocinados por Castro Pérez.

Leí en alta voz el alegato. Mi hombre quedó satisfecho.

—¡Bien! ¡Bien! —exclamó—. ¡Mucha lógica! Veamos esos latines.

No les puso tacha. Entonces le hice observar, muy delicadamente, que se le había escapado una concordancia gallega, una de aquellas concordancias por las cuales nos castigó tantas veces don Román.

—¡No, joven —replicó disgustado Castro Pérez— así está bien! En eso sí que ninguno me enmienda la plana, amiguito. ¡Así está bien! ¡Así debe ser! Recuerde usted aquella reglita del Nebrija…

Y no la dijo.

Mi hombre prosiguió:

—Amigo: ¡sepa usted que en esa materia no le temo a nadie, ni a López su maestro de usted, que lo vale, lo vale para eso de los tiquismiquis gramaticales! Larga y erudita polémica tuvimos él y yo. Escribimos más que el Tostado. Román decía que debe decirse «villaverdino»; yo, que debemos decir «vilaverdino». La victoria fue para mí.

Efectivamente, en Villaverde todos decían y escribían villaverdino, hasta que, en mala hora, se le ocurrió a un periodista dudar de la acertada formación de la palabreja. Se alborotó el cotarro: salió a contender el «pomposísimo»; saltó a la palestra Castro Pérez; charlaron los pedagogos a su sabor; la cosa llegó al Cabildo, y los ediles tuvieron asunto para varias sesiones. Villaverde se dividió en dos bandos: ‘villaverdino’ el uno, ‘vilaverdino’ el otro, y se armó la de Dios es Cristo. El dómine y el abogado se dijeron mil perrerías; el periodista se metió en cabaña, y la budística ciudad estuvo mucho tiempo entretenida con la polémica.

Por fin, el Gobierno del Estado puso término a las disputas. Expidió una circular que cayó como bomba en Villaverde. Con la tal circular sancionó el Ejecutivo la opinión de Castro Pérez.

Desde entonces en mi querida ciudad natal todo el mundo dice y escribe vilaverdino, menos don Román que no se da por vencido.

Firmó el jurisconsulto su alegato, se quitó el bordado fez, tomó el sombrero y el bastón, y se fue a la calle.

Apenas salió el jurisconsulto me puse a examinar el despacho. Era el despacho típico de los abogados de provincia.

Dos piezas. En una, la que estaba destinada al amanuense, unos estantes con papeles y legajos polvorientos, comidos de la polilla, folletos y periódicos, en paquetes atados con hilo de Campeche; una mesa secular, cubierta con una carpeta de paño verde, manchada de tinta; gran tintero de plomo, una marmajera del mismo metal, dos plumas dignas del gabinete de un arqueólogo, y un retal de casimir negro para limpiar las plumas, procedente, sin duda, de algún pantalón viejo del abogado. Enfrente de la mesa un banco conventual y tres sillas desvencijadas, para los clientes que esperaban audiencia. Las paredes blanqueadas con cal, el piso ladrillado y sucio. ¡Qué falta hacían allí unas escupideras!

Tenía mejor aspecto el gabinete de Castro Pérez. Paredes, piso y techo iguales a los de la otra pieza. Aseado, en cuanto era posible, dada la incuria de su dueño, el tal gabinete mereció toda mi atención.

Daba frío, el frío polar que sentirán los que pierden un pleito, y se arruinan y se quedan a un pan pedir por culpa de un patrono ignorante o torpe o desidioso.

Muebles: dos estantes de cedro, con alambrera, llenos de libros viejos, infolios monumentales, añosos pergaminos que nadie tocaba, en los cuales ninguno ponía mano, y que estarían hechos polvo. ¡Y cuenta que, según me dijo cierto día Castro Pérez, valían mucho mucho mucho!

—¡Nada, joven! —repetía el abogado acariciándose el abdomen—. En esos libros está la ciencia. Todo lo que ahora priva lo encuentra usted allí. En esos librotes que ve usted allí, tan desdeñados por los eruditos a la violeta, es donde beben los sabios de hoy cuanto hay de bueno en sus flamantes teorías, que es poco. ¡Y luego nos presentan sus novedades, muy orondos y pagados de sí! Aquí viene muy a pelo lo que dijo un músico célebre de un innovador. En todas esas sabidurías de los abogados de hoy no falta lo nuevo, ni lo bueno… Pero… ¡ni lo bueno es nuevo, ni lo nuevo es bueno! Sí, joven; no hay que tomarlo a broma o a engreimiento mío con las cosas antiguas: en esos pesados volúmenes está la ciencia, ¡la verdadera ciencia!

Casi en el centro del gabinete, una mesa, una gran mesa con su cubierta de paño verde, que caía hasta cerca del suelo, dejando ver los pies del mueble, unas garras de león o de grifo que hincaban en sendas esferillas las pujantes uñas, como en mísera presa famélico milano.

Cargada de legajos y mamotretos, aquella mesa característica no tenía espacio libre en su ancha superficie. Detalle fastuoso de aquel cerro de papeles: valioso tintero de plata (sin uso, porque Castro Pérez se servía de uno de plomo) un verdadero tintero colonial, de oidor enriquecido o de canónigo próximo a obispar, con una campanilla que le servía de tapa.

De entre aquella cordillera de olvidados expedientes, de los cuales hasta sus dueños habían perdido el recuerdo, y aglomerados allí por la contumaz procrastinación del ilustre Papiniano villaverdino; de entre aquella balumba de papeles amarillentos y polvorosos surgía un crucifijo, un cristo de talla, hecho en Guatemala, al decir de don Juan. La divina imagen, fija en el madero con cuatro clavitos de plata, se me antojó, en tal sitio, oportuno signo de resignación. Desencajadas las facciones, pálido el rostro, amoratadas las sienes, afilada la nariz, los ojos mortecinos, los labios entreabiertos por la agonía, me pareció que dirigía a los mamotretos echados en olvido, dolorosa mirada de extraña compasiva piedad.

El único mueble moderno que allí había era una poltrona de caoba, obsequio de algún cliente agradecido. En ella se arrellanaba el jurisperito con gravedad de obispo en misa pontifical.

Cerca de la ventana, sobre un tapete empalidecido, dos «butaques» medellineros, de cuero resobado y lustroso, y un gran sillón, incomparable para dormir la siesta. Los visillos de la vidriera, en un tiempo blancos, tenían hoy color de ceniza húmeda, y en sus pliegues eran visibles los estragos de la polilla.

Frontero a la ventana, encima de una mesa, entre dos jarrones de porcelana, un reloj de cristal, una lira, con la esfera de cobre dorado y las cifras esmaltadas de azul, bajo roto fanal cuyas partes estaban cogidas con lañas de papel. La forma de aquel reloj recordaba las aficiones poéticas del jurisperito. Parado, siempre mudo, siempre señalando la misma hora, me parecía aterrador como la eternidad.

Entre un estante y la pared estaba otro reloj de pesas, en larga y estrecha caja de ébano, siempre andando, siempre arreglado. Previo un sordo gruñido de sus intestinos de cobre, soltaba un repique de cien campanillas de timbre agudo y disonante, y luego con voz grave y solemne daba la hora: ¡ton!, ¡ton!, ¡ton!…

Yo, al ver aquellos relojes me decía: uno para los clientes, el de pesas; otro, el de cristal, para el señor licenciado.

A la derecha, junto a la ventana, un cuadro atribuido a Cabrera: San Juan Nepomuceno, vestido como un canónigo angelopolitano, presentando, asida con el pulgar y el índice de la mano derecha, una cosita, roja como fresa estival, la lengua sanguinolenta, acabadita de cortar. El rostro del mártir me causaba risa; era una carita de tonto, pálida, risueña, sin majestad, sin nobleza, sin la expresión augusta que corresponde a santo tan ilustre.

A la izquierda, en un marco dorado, bajo un cristal verdoso y orlado de oro sobre fondo negro, un retrato de don Antonio López de Santa Anna, de gran uniforme, al cuello la cruz de Guadalupe.

Uno igual había en mi casa. La buena de mi tía Pepa le relegó al cuarto del baño.

—¡Allí está bien! —decía, cuando le hacíamos notar la profanación—. ¡Allí, allí está bien! ¡A ese maldito viejo debemos todas nuestras desgracias!

A eso de las diez comenzaron a llegar los clientes. Primero, una logrera irascible que se fue echando chispas, muy quejosa del abogado; después unos indios que entraron tímidos y respetuosos, con el sombrero entre las manos, vestidos de limpio, al hombro el sarape purpúreo.

Traían para don Juan un par de pavos. ¡Qué pavos! ¡Que ni de encargo para un mole en los callejones de Barrio Viejo el día de Difuntos!

Habló el más listo.

—Aquí te lo trais el guajalotito de la ofrenda para el siñor licenciado…

Alguien me dijo después que aquellos hijos de Motecuhzoma eran ediles de un pueblo cercano, clientes de don Juan en un lite de quince años, para recuperar una dehesa y una faja de monte.

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