Angelina

Angelina


XXIII

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XXIII

Grato pasatiempo diario fue para mí la tertulia que se reunía todas las tardes, dadas las cinco, en el despacho del jurisconsulto. Concurrían de ordinario en aquel sitio, el doctor Sarmiento (a menos que los deberes de su profesión se lo impidieran), don Cosme Linares y el escribano Quintín Porras. Este era el alma de la tertulia por lo bullicioso y decidor. Inteligente, instruido, perspicaz, oportuno, hacía que le oyéramos sin darnos cuenta de las horas que pasaban. Recibió el título a mediados del 67; había estudiado en Villaverde, en Pluviosilla y en México. Leía mucho, y aunque joven, y al parecer ligero, tenía grande afición a los estudios serios; gustaba de las ciencias eclesiásticas, y siempre andaba a vueltas con la Moral y la Teología. Había que escucharle cuando soltaba la sin hueso. Le dominaban dos pasiones: la de controvertir y disputar, y otra, muy dulce y pacífica, el tresillo nocturno en casa de Sarmiento, con el padre Solís, don Cosme, y algunos más. Baltronero como el mejor, a causa de la vehemencia de su carácter, cuando tomaba la palabra era imposible cortarle la hebra del discurso. Cuando él peroraba nadie metía baza; era capaz de discutir con el lucero del alba, y hasta con los moradores de ultratumba. Cierta vez —así lo cuentan en Villaverde— el amigo Porras fue llevado a un círculo espiritista, con visos de logia masónica, fundado recientemente por don Juan Jurado, un «huizachero» de Pluviosilla. El gran círculo, centro de teósofos y de libres pensadores, formado al uso del liberalismo más avanzado, era por aquellos días piedra de escándalo para los piadosos timoratos villaverdinos, y dio quehacer y congojas al Cura y a sus vicarios, y mucha tela para sermones al bueno del padre Solís; y, que más, hasta puso en manos del «pomposísimo» la pluma gloriosa del apologista. Los individuos de la sociedad católica fundaron un periódico, La era cristiana, que, sea dicho de paso, y repitiendo las palabras del dómine, «es el papel que habla más alto en favor de la cultura villaverdina». Le redactaba don Román, ayudado por el exclaustrado y por Castro Pérez. Porras no pudo refrenar sus bríos, y se metió a periodista y publicó en La era unos articulillos con mucha sal y pimienta y mucho sí señor, enderezados a impugnar las nuevas y perniciosas doctrinas. Mucho me dieron que reír los articulitos de Porras, quien, bajo el seudónimo de Canta Claro, hizo gala de sus saberes y dio cada felpa a los ardorosos discípulos de Allan Kardec, que Dios tocaba a juicio.

Los del bando espiritista no se quedaron callados, y a su vez sacaron un papel, rotulado La nueva revelación, en el cual trataron a los de La era poco menos que como a cafres o negritos del Congo. Porras, especie de Veuillot villaverdino, cobró alientos, apuró su ciencia, y extremó sus sátiras contra los que él llamaba «destructores de la unidad religiosa de la blasonada Ciudad». Se armó el zipizape; Villaverde tuvo con que entretenerse cada domingo, y las cosas subieron a tal punto que a poco se llegan a las manos los exaltados contendientes. El Cura, persona muy juiciosa y prudente, puso paz en ambos ejércitos, y la budística población volvió a su calma y tranquilidad habituales.

Antes de que las cosas llegaran a tal altura, Venegas, presidente del nigromántico senado, supo o sospechó que Canta Claro era mi amigo Porras, y acometió la empresa de llevarle al círculo para que presenciara las maravillas que allí «se producían». Sacó el cuerpo mi don Quintín; pretextó ocupaciones; se negó a tratar del asunto, como no fuera en los periódicos; pero Agustín perseveró en la empresa, y… la curiosidad pudo más en el ánimo del improvisado escritor que las censuras de la Iglesia. Porras fue llevado a una reunión extraordinaria, especialmente convocada para que el incrédulo Canta Claro saliera de allí vencido «por los hechos». Así lo dijo en varios corrillos el sabihondo Jurado, que era el más fanático de la cohorte nigromántica.

Allí tuvo que habérselas mi amigo con el mismísimo Voltaire. El célebre escritor no tardó en acudir al llamado de la pitonisa, y ésta escribió bajo la influencia del evocado espíritu, en castellano de gacetilla, y en estilo difuso y pesado, semejante al de los redactores de La nueva revelación, no sé cuántas perrerías luteranas, contra la confesión auricular.

Es fama que al oírlas saltó Porras en el asiento, como lanzado por un resorte y pidió la palabra para decirle a Voltaire cuanto era del caso. Echóle en cara su mala fe, las contradicciones de sus escritos y su desprecio para con la nación francesa; citó textos del mismo Voltaire que decían de la confesión cosas muy distintas de las que ahora repetía, y acabó, con grandísimo escándalo de los sectarios, por negar que fuese Voltaire quien hablaba por boca de la pitonisa.

—¡No! —exclamó—. ¡Voltaire era un gran escritor! ¡Como pocos! Yo no sé si poseía el castellano, pero si así era, como supongo, no escribiría tan mal la hermosa lengua de Guillén de Castro, de Lope de Vega y de Ruiz de Alarcón. ¡Sin duda, caballeros, que un espíritu chocarrero se está burlando de todos nosotros!

Y dijo, y tomó el sombrero, y se retiró, sin que nadie pudiera detenerle.

Mucho se habló en Villaverde del incidente. Desde entonces, si mentáis al escribano, os dirán todos:

—¿Porras? ¡Si es capaz de disputar con los difuntos!

Correctamente vestido de negro, albeándole la camisa, desaliñado el calzado y muy peinada y brillante la profusa barba, era un tipo de los más simpáticos; pero más simpática aún era su charla. Conocía muy bien a Castro Pérez; se complacía en hacerle rabiar, y cuando éste iba poniéndose mohíno le calmaba con un chiste o con una frase halagadora.

Los primeros días me le encontraba yo en la esquina y pasaba sin saludarme; después solía decirme, entre afable y sereno: «¡Adiós, joven!». Más tarde, cuando conversé con él en el despacho, se mostró conmigo cariñoso y sincero. Le oí y quedé encantado de su charla. Por gozar de ella procuraba yo retardar el trabajo, aquellas copias de los alegatos de Castro Pérez, difusos, cansados y fastidiosos, que me tenían por largas horas pegado a la mesa. Castro no dejaba salir de su casa un escrito suyo si no iba puesto en limpio por el amanuense. Tengo entendido que sabedor de que sus conocimientos gramaticales eran pocos, temía soltar una faltilla ortográfica que hiciera reír a sus enemigos y amenguara su bien sentada reputación de sabio y profundo conocedor de las humanas letras.

Volvamos a mi amigo Quintín. No tenía humos ni vanidades, y lo mismo trataba al rico que al pobre, al discreto que al tonto. Llegaba, y parado en la puerta, bajo el carcomido dintel, se detenía atusándose el bigotazo. Al verle yo, se inclinaba, quitándose el sombrero, me dirigía correcto saludo, siempre acompañado de una picante alusión a la disputa de la víspera, y luego, en voz baja, me decía:

—¿Está el tío?

El tío era el abogado. Así llamaba a un superior cuando hablaba de él con quienes le estaban sometidos.

Tomaba asiento en el banco monacal. A poco, después de ofrecerme un tuxteco y de encender el suyo, se soltaba:

—¿No ha venido Linares? ¿No ha venido el gran tartufo? ¿Qué dice el Doctor? ¿No pasó por aquí esta mañana? ¡Tal para cual! El uno, hipocondríaco, quejándose todos los días de una nueva enfermedad; el otro, listo para recetar y sacar los pesos al don Cosme. Entre los tacaños, Linares… ¡Las tenazas de Nicodemus!

Porras era maldiciente; pero tenía una cualidad muy rara en los murmuradores: no calumniaba ni ofendía. Por lo menos nadie se daba por lastimado. Con una gracia particular y cierto no sé qué donoso y chispeante, provocaba a reír, por mucho que de ordinario alzaran ámpulas sus censuras. La víctima reía y quedaba desarmada, y ni replicaba mohína ni respondía disgustada.

Pronto estimé a Porras en cuanto valía; no tardé en medir aquella nobleza de corazón, aquella sencillez de alma que parecía opuesta a toda acritud, y que, sin embargo, era ingente en mi amigo; sencillez ingenua, infantil, que se manifestaba a cada minuto en burlas y censuras de cuanto parecía injusto y merecedor de vituperio. Quintín decía cada verdad que temblaba la tierra, cada verdad tamaña como un templo, y ni sus amigos ni las personas a quienes tenía en subida estimación escapaban de sus filosas tijeras. Tenía algo, mucho, del amigo ingenuo que nos ha pintado a maravilla Edmundo de Amicis en uno de sus libros más hermosos; de ese cruel amigo que nos domina desde el primer día, que nos subyuga, que nos hace sus esclavos, sin que nos sea dable rebelarnos en contra de él; que con una frase nos parte medio a medio, y que, riendo, del modo más natural, en presencia de todos, sin discreción ni consideraciones de ninguna especie, nos dice lo que no queremos que nadie nos diga, o que a propósito de una debilidad o de un afecto que ocultamos con el mayor empeño, nos lanza un chiste que penetra en nuestro corazón como la hoja de un puñal; amigo contra el cual no podemos alzarnos indignados por duro que sea con nosotros, ya porque somos impotentes para replicarle de modo que nos asegure el triunfo, ya porque, a pesar de todo, le estimamos y le amamos por sus muchas cualidades. Quintín Porras —no le venía mal el apellido— poseía el don de penetrar con la mirada en lo más hondo de la conciencia ajena. Caía en ella como el buzo en el mar, como buzo que se sumerge hasta apoderarse de la concha. La asía, no la soltaba, y salía luego a flote, pregonando su victoria. Sin pararse en pelillos descubría el secreto sorprendido, haciendo de él fisga y chacota. En ocasiones nos sacaba los colores al rostro. Ganas daban de contestarle con un revés o con un insulto atroz; pero Quintín tenía siempre una sonrisa, un chiste, una frase cariñosa para calmar la tempestad. Paraba el golpe, y no había más remedio que tomar a broma el incidente, reír, dar un abrazo a quien momentos antes hubiéramos estrangulado de muy buena gana, y seguir oyéndole.

Nadie como Porras para dar un buen consejo; ninguno más discreto y atinado para el arreglo de un asunto grave; nadie como mi amigo para hacer un beneficio, sencilla y noblemente, del modo más natural, sin lo repugnante y forzado que tienen en Villaverde la abnegación y el desprendimiento.

Buen contraste hacía Porras con Castro Pérez y con don Cosme. El primero: un pavo vanidoso, engreído con su fama, pagado de su saber, de su crédito y de su dinero, atascado en el pantano de su prosopopeya jurídica; el segundo: larguilucho, cetrino, amojamado, con aspecto de sacristán, célibe por egoísmo, alardeando a todas horas de timorato y concienzudo, discreto y medido, paciente y culto. Paréceme que le veo sentado en el «butaque», con la pierna cruzada, preso en la estrecha y perdurable levita, puesto en las rodillas el gran pañuelo de algodón, de un color indefinible. A nadie contrariaba; con nadie reñía; tenía el talento de saber callar, siempre temeroso de que le conocieran, empeñado en ser un arcano para todos, sonriendo, poniendo paz, tratando de conciliar sus deseos y sus malas pasiones con los preceptos de la moral más severa, el cumplimiento de la ley divina con la utilidad y conveniencia propias. El rostro de suaves líneas; los labios delgados; la nariz afilada; el mentón saliente y azuloso; la voz fina, aguda, de timbre dulzarrón. Esto le pinta maravillosamente: se cuenta en Villaverde que, nombrado albacea de un clérigo rico, que dejó largos los cien mil del águila, desempeñó con singular actividad el pesado encargo. Dicen todos los villaverdinos que el piadoso clérigo señaló una fuerte suma para que su albacea mandara decir mil misas. Mil pesos legó para ello el testador, y Linares se dijo: «Aquí mil misas me costarían mil pesos. Haré que las digan en Italia. En Roma es corto el estipendio, una lira…». Y así lo hizo, y se aplicó el sobrante en pago de sus buenos servicios.

Era de ver cómo se divertía con él y con Castro Pérez el amigo Porras. Los viejos se instalaban en los «butaques». Quintín permanecía de pie, moviéndose de aquí para allá, atusándose la barba o retorciéndose el bigote con beatífica dulzura. Solía poner a discusión un punto teológico o una cuestión de Derecho; a veces refería un cuento carminado. Si era lo primero, luego saltaba el abogado, que se decía muy fuerte en tales asuntos, y allí era aquello de citar autores y el oponer razones que Porras desbarataba de un soplo. Solían ser de aquellas que algunos llaman de «porque sí», y había que oír al escribano. Si eran buenas, mi amigo argumentaba con sofismas que sus compañeros no acertaban nunca a distinguir; si eran vacías y fuera de propósito, Porras recurría a la sátira para quemar a los buenos señores.

Los cuentecillos venían al fin. Castro Pérez no se alarmaba, antes parecía oírlos con interés; pero Linares montaba en Júpiter o movía la cabeza como repitiendo: «¡Qué cosas! ¡Qué cosas! ¡Es usted atroz!».

Yo, desde la pieza contigua, lo oía todo, me reía a carcajadas y gozaba de la tertulia lo que no es dado imaginar.

A las seis me iba yo a la plaza para oír a la señorita Fernández; pero cuando la discusión se prolongaba hasta las siete, me hacía yo el sueco y me quedaba oyéndola.

Un día Quintín estaba de vena. Se hablaba de las costumbres de Villaverde. Porras las censuraba con la mayor acritud; el abogado las defendía, y Linares decía que habían variado mucho, y que él no se explicaba el cambio de ellas.

—Veamos claro —decía lleno de fuego el amigo Quintín— veamos, don Cosme; veamos claro, don Juan: ¿se quejan ustedes de que hay en nuestra tierra muchos jóvenes holgazanes? Tienen ustedes razón; los hay y son más de los que ustedes suponen. ¿Lamentan ustedes la corrupción de los villaverdinos (villaverdinos con perdón de usted) que crece más y más cada día? Pues voy a explicar la causa de todo eso. ¡En dos palabras! ¡En dos palabras! No, en dos palabras no; pero veré de explicarlo brevemente.

Encendió el apagado puro, tomó aliento, se pasó la mano por los bigotazos y prosiguió en tono dulce, persuasivo, apacible, como si quisiera agradar a sus interlocutores:

—Vean ustedes: el mundo siempre ha sido mundo; corrupción la hubo siempre; por algo mandó Dios el Diluvio. ¿Quién se atreve a tirar la primera piedra? ¿Veamos, quién? ¿Usted, licenciado? ¿Usted, mi señor don Cosme?

Y los miraba de hito en hito. El abogado se acariciaba el abdomen con cierta complacencia de epulón, y Linares bajaba los ojos humildemente y enclavijaba las manos larguiluchas y exangües, como diciendo: «¡Soy un gran pecador!».

—Pues bien: corrupción siempre la hubo, aquí en esta levítica ciudad, y en Pluviosilla, y… vamos ¡en todas partes! Vagos y ociosos no faltan en parte alguna. Ahora bien: ¿por qué son tantos en Villaverde?

Don Cosme movía la cabecilla y hacía un gesto de duda, para decir: «¡No lo sé!». Castro Pérez se componía las gafas.

—Voy a decirlo. ¡Porque en esta tierra no tiene porvenir la juventud! ¡Porque los horizontes son oscuros! Y todos, usted, don Juan; y usted, Linares; y yo; todos los villaverdinos, sin excepción alguna, nos empeñamos en cerrar a los jóvenes el camino de la prosperidad. ¡Esto es lo cierto! ¿Dudan de ello? Vamos al grano; dígame usted, mi señor don Juan, hágame el favor de decirme: ¿cuánto gana ese muchacho que tiene usted aquí y que trabaja de la mañana a la noche? Veinte pesos al mes. ¡Y me parece mucho! ¿Cree usted que con eso pueda vivir?

Don Juan iba a contestar:

—Pero, amigo don Quintín…

Este le quitó la palabra:

—¿Tendrá con eso lo suficiente para comer, vestir, pagar casa y subvenir a las necesidades de su familia? No ¡claro que no! Con esos veinte pesos, o quince, o diez, o menos, que eso ganará, porque usted no peca de pródigo, no le alcanzará para comprarse un par de botines. Cuando más para sostener ese lujo de corbatas chillonas con las cuales anda tan majo, rondando la casa de la señorita Fernández…

Le oía yo desde la otra pieza y, sin embargo, me sonrojé. Me pareció que tomaban a prodigalidad que gastara yo corbatas bonitas, como si eso me hiciera merecedor de castigo. Lo de que rondaba yo la casa de Gabriela Fernández me hizo reír. Todos lo decían en Villaverde, pero no era verdad. Me gustaba la rubia, a qué negarlo, pero nada más; mi corazón era de Angelina.

—Pues bien —continuó Porras— ¿y qué tiene eso de extraño? Gasta lindas corbatas… ¡Es natural! ¡No había de usar harapos de seda, como ese pañuelo raído y sempiterno que lleva usted al cuello, a manera de dogal, amigo don Cosme! No hay que divagar. Sigamos con el capítulo primero. Pregunto ¿de qué vive ese joven? ¡Pues de lo que en su casa le dan!

Sentí ganas de entrar en el gabinete de Castro Pérez y estrangular al escribano, el cual siguió diciendo:

—¡No puede hacer otra cosa! ¿En qué puede ganar más un chico que acaba de salir del colegio y que vive, acaso por necesidad, en esta ilustre y magnífica Villaverde? Pues así como Rodolfo viven todos los muchachos villaverdinos. Muchos no tienen en qué ocuparse. Los que gozan de un empleo ganan poco, y tal vez quien trabaja más tiene sueldo más corto. Usted, don Juan, no se dejaría ahorcar por diez o doce mil duros; tiene usted magníficas entradas, porque los pleitos y los chismes producen la plata, pues bien, así fuera usted más rico que el mismísimo Creso, no le subiría el sueldo a ese pobre muchacho. Eso que hace usted es lo que hacen todos aquí ¡todos! Cuántos conozco yo, personas ricas, podridas en plata, que reciben en su casa a éste o al otro joven… De meritorios, por supuesto que de meritorios, y en dos o tres años no les pagan un real. ¡No les dan nada, nada, no señor, que bastante tienen los infelices con el honor de servirlos! Pero al cabo llega un día en que la víctima ya no quiere trabajar de balde, se aburre de hacer méritos, y tímida y temerosa solicita respetuosamente que le señalen sueldo, sueldo, aunque sea corto. Entonces ¿saben ustedes lo que sucede? Pues entonces con cualquier pretexto le despiden, o le ponen en condiciones tales que le obligan a tomar el portante. ¿Se va? ¡No hay cuidado! ¿Hace falta el meritorio, que era muy útil y muy cuidadoso de los intereses de su jefe? ¡No importa! Ya caerá en la red otro meritorio, otro infeliz, otra víctima… El pobre mancebo que sirvió fielmente dos o tres años se va a la calle. Necio de él, que, en su candorosa necedad, creyó que alguna vez serían recompensados sus trabajos, si no con dinero, sí con estimación y cariño. ¡Pobre tonto que tuvo la esperanza de encontrar allí brillante y risueño porvenir, trabajo para toda la vida, modesto bienestar! Se va… ¡Quiera Dios que salga de allí con la reputación intacta! El jefe, para evitar hablillas y censuras, se disculpará fácilmente. ¿Saben ustedes cómo? Dirá que el pobre meritorio metía la mano en el cajón; que vestía bien, que frecuentaba los teatros… ¡Qué ironía! ¡Los teatros de Villaverde! ¿De dónde salía dinero para todo esto? ¡Pues ya lo sabe todo el mundo! ¡Del cajón! Hay otro medio más expedito. ¿Cuál? No hablar del asunto. ¿Preguntan por qué se fue el meritorio? Pues no hay más que hacer un gesto intencionado, fingir una sonrisa despreciativa, discretamente maliciosa, que lo diga todo. ¡Mentira y calumnia! La madre y las hermanas del pobre meritorio trabajaban para vestir al muchacho. ¡Cómo había de ir al establecimiento hecho un pordiosero! Esta es la verdad: creían, como el muchacho, que el mancebo estaba en camino de ganar el oro y el moro. «¡Como el jefe lo quiere tanto —dirían— pronto le señalará sueldo, y buen sueldo! Entonces será otra cosa».

—Pero… —repuso Castro Pérez.

—¡Por Dios, don Quintín! —exclamó don Cosme.

—¡No hay pero que valga! —continuó el escribano—. ¡Ésa es la verdad! ¡La pura verdad! ¡Eso pasa todos los días! ¡No se alarmen ustedes, que falta lo mejor! Sale el pobre muchacho de aquella casa, y sale con el crédito perdido, y, como es del caso, no halla empleo. Espera encontrarle más tarde, pero el dichoso día no llega nunca, y como ya se acostumbró a que le mantengan los suyos, y perdió el ánimo y toda esperanza de medro, se echa a vagar, a vivir de ocioso; se envicia, se corrompe, se resuelve a entrar en cualquier establecimiento donde trabajará mucho y ganará una miseria, casi nada, y entonces, ¡entonces sí que no respondo de su conducta! Ahora vamos al punto segundo. ¿Sabe usted, don Cosme, por qué los jóvenes de Villaverde no son un modelo de buenas costumbres? Pues… por la sencilla razón de que aquí no hay trato social; porque aquí ni los hombres tratan a las mujeres ni las mujeres a los hombres. Viven separados los sexos. Nada más a propósito para que se corrompan las costumbres que la soledad y la tristeza «villaverdinas» (con perdón de usted); nada más a propósito que la separación cenobítica de los sexos. Por la noche nadie sabe qué hacer de su persona. ¿Hay aquí bailes, tertulias, teatros? ¿Reciben las familias? ¡Qué han de recibir! ¡A las ocho de la noche se encierran a piedra y lodo, y las que no lo hacen… Pase usted, y verá cómo están las niñas durmiéndose en la sala, muriéndose de fastidio y desesperación! ¡Separe usted los sexos, y ya verá usted, ya lo verá! Por lo pronto se llevará Satanás a los del género masculino… Después… ¡Omito el cuadro! ¿Una boda? ¡Cada veinte años…! ¡Y con razón! Si los chicos y las chicas ni se conocen ni se tratan. Los muchachos no tienen en qué pensar, y como no han de ir a jugar tresillo con nosotros, se van por esos mundos de Dios o del Diablo, y… ¡ustedes saben lo que sigue!… ¡Y he dicho y preguntado más que Ripalda, y aquí paz y después gloria! Amén.

Gruñó el reloj de pesas y soltó el repique de sus campanas disonantes. Eran las siete de la noche. Tomé el sombrero y me dispuse a salir antes de que acabara la tertulia. Al irme oí que Porras decía:

—Vámonos. Ya estamos en tinieblas, y el buen amigo don Juan es tan avaro que no quiere gastar en una vela; por eso nos tiene a oscuras. ¡Viva el oscurantismo!

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