Angelina

Angelina


XXIV

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XXIV

Mi entrada en el despacho de Castro Pérez fue para mi tía Pepa el colmo de la dicha, no sólo porque allí ganaría algunos duros su pobre sobrino, sino porque creía, en su candorosa sencillez, que dados el crédito y la buena posición del abogado, éste aseguraría mi porvenir. Se mostraba contentísima la buena señora e iba diciendo por todas partes:

—¿Ya saben ustedes? ¿No lo saben? ¡Estamos muy contentas! Rodolfito está colocado en el bufete del señor don Juan. ¡Ahora sí que se acabaron las penas y las dificultades! ¡Ya el sobrino tiene un buen sueldo y, si Dios quiere, me quitaré de lidiar con la chiquillería!

Pero la enferma veía las cosas de otro modo.

—¡Estoy contenta; sí, porque de algo a nada… algo es algo! Tú mereces más, mucho más. ¡No es justo que trabajes así, todo el santo día, por tan poco dinero! ¡Pero, qué quieres! Así es todo en Villaverde. Digámoslo claro: ¡todos quieren que los demás les sirvan de balde! Confórmate, Rorró, y procura cumplir con tus obligaciones, para que si mañana es necesario que te ocupes en algo que te produzca más, no tenga Castro que decir de ti lo que yo le he oído decir de otros muchachos.

Desde el día en que entré a servir al jurisconsulto me propuse vivir aislado, lejos de los chismes villaverdinos que ya comenzaban a disgustarme, así es que a las horas de descanso me encerraba yo en casa, a leer o a conversar con Angelina, y únicamente los domingos por la tarde me echaba yo a vagar por los callejones, o me iba a pasar dos o tres horas en las orillas del Pedregoso o en las verdes laderas del Escobillar, de donde volvía yo cargado de helechos y flores campesinas.

Angelina se mostraba amable y cariñosa conmigo, pero pronto pude observar que no gustaba de quedarse sola a mi lado, antes, por el contrario, huía de mí como temerosa de un peligro. Sin duda obedecía prudentes consejos de su confesor el buen padre Solís. Aquel despego de la hermosa niña avivaba en mi alma, de un modo terrible, la pasión que la belleza y las cualidades de la joven habían encendido en mí, y que mi tía Pepa procuraba fomentar.

Cuando por las mañanas, al salir de mi cuarto, buscaba yo a la gentil doncella, y esperaba encontrarla en el comedor, me hallaba yo a Juana, muy engestada y mohína.

—¿Qué hace usted aquí?

—¡Estoy barriendo! Esto no es de mi obligación, pero como la niña no quiere hacer este quehacer, aquí me tiene usted…

Por la noche, en torno de la mesa, mientras mi tía Pepa y Angelina hacían aquellas hermosas flores que han dejado perdurable fama en Villaverde, me instalaba yo, triste y contrariado, en un sillón, cerca de ellas, y sin decir palabra me engolfaba en la lectura de un libro ameno. La enferma estaba ya en el lecho, y la anciana y la joven trabajaban hasta media noche.

—¿Qué te pasa? —solía decirme tía Pepa—. ¿Qué tienes que así estás como pajarillo en muda?

—Nada tía. Este libro que me tiene interesado y lleno de curiosidad.

Angelina conversaba de cosas indiferentes, pero a cada instante clavaba en mí una mirada llena de ternura. Yo habría deseado decirle: «Angelina, mi dulce Angelina, óyeme: ¿por qué huyes de mí? ¿Por qué te muestras indiferente y desdeñosa con quien te ama? Antes no eras así; antes… Te amo, Angelina, te amo. No puedo ofrecerte una fortuna, no puedo brindarte riquezas… Nadie sabe mejor que tú que soy pobre y desgraciado. Tú has sido desdichada también. Pues amémonos, amémonos, pero no como dos hermanos. Tus ojos, esos hermosos y brillantes ojos, húmedos por las amargas lágrimas de la orfandad, me dicen que me amas. En vano pretendes ocultarme que vives para mí; es inútil que te empeñes en esconder así ese secreto de tu corazón. ¿No ves que a cada momento te traicionan tus miradas? El cielo nos ha reunido bajo el mismo techo, como para decirnos: ¡Amaos, amaos! Y te amo, dulce y buena niña; te amo con la plácida ternura de los primeros años de la vida. ¿Temes? ¿Por qué, mi dulce niña? ¿Sabes acaso que hace mucho tiempo me robó el corazón una chiquilla graciosa y bella? ¡Ah! Piensa que ese amor fue un delirio… un sueño fugitivo; algo así como esos alcázares de nubes, palacios de plata que forma el viento de la noche en la serena inmensidad de los cielos, brillantes edificios que duran un instante, y luego se desvanecen, dejándonos ver un reguero de astros. Mira: ese amor, alegría venturosa de mis primeros años juveniles, pasó para siempre. La que despertó en mi alma ese sentimiento es ahora esposa y madre; es feliz, y su felicidad me tiene contento y satisfecho. Acepta el amor que te ofrezco, Angelina; noble, sencillo, puro, ese amor renueva en mi la plácida ilusión de los quince años, tímida flor de pétalos embalsamados que se abre al rayo apacible de tus miradas, regada con el llanto de tempranos infortunios. ¿Eres desgraciada? Yo también lo soy. ¿Eres huérfana? También soy huérfano. El cariño maternal no ungió nuestra frente con sus besos envidiables. Ámame. Nada puedo ofrecerte de cuanto el mundo codicia y aplaude, ni riquezas, ni poder, ni gloria. Pongo en tus manos mi corazón, mi pobre corazón trémulo de amor».

Al dejar el libro en que leía yo, levanté los ojos para mirar a la doncella. ¡Nunca más hermosa! Vestía ligero traje de muselina, y estaba graciosamente envuelta en un rebozo que cruzándose flojo y lleno de pliegues en el pecho de la joven dejaba caer hacia atrás, sobre los hombros, las flecadas puntas. La luz de la lámpara daba de lleno en el rostro de la doncella, en aquel rostro pálido y melancólico, doblemente interesante bajo los negros cabellos. Angelina armaba un ramillete de fantásticas flores de papel de plata, de esas que presentan tan buen aspecto en los altares, y que son, desde hace algunos años, indispensables en toda fiesta religiosa, en toda función clásica. Visitad en Pluviosilla la iglesia de Santa Marta, y veréis qué aspecto tan hermoso presenta el templo con esos adornos, con esa floración metálica que parece robada de los jardines de los gnomos. La joven iba disponiendo los tallos floridos en una varilla larga y flexible. En el extremo superior un grupo de azucenas rodeado de espigas; abajo de éstas, a cada lado, grandes malváceas de anchos pétalos, y en seguida estupendas rosas de apretado seno, capullos vigorosos, hojas de lirio gráciles y flexibles.

Cuando Angelina hizo el último nudo y cortó el haz de pita floja, y lio el tallo con una tirilla de papel de China, alargó el brazo para observar a la distancia el efecto del ramillete. Miróle largo rato, y luego compuso las flores que no le parecían bien colocadas, encorvando los alambres, o dando con breve toque de sus afilados dedos, gallardía y expresión a las corolas.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Hemos concluido! El padre Solís quedará contento.

Y volviéndose cautelosamente para ver si estábamos solos, agregó:

—¿No lee usted ya?

—Ha tiempo que cerré el libro.

—¿Qué hacía usted?

—Verla a usted.

—¿Verme?

—Sí; admirar tanta belleza…

—¿Tanta belleza? Parece que el señor don Rodolfo se ha vuelto galante…

—¡Ay, Angelina! —exclamé poniéndome en pie—. ¡Es preciso que esto tenga término!…

La joven comprendió al punto lo que iba yo a decirle, y se puso trémula, asustada, roja como una amapola. Me acerqué de puntillas, y apoyado en el respaldar del sillón, me incliné y en voz baja le dije al oído:

—¡Angelina: la amo a usted! ¡Me muero de amor!…

No me contestó; llevóse las manos al pecho y fijó la mirada en una cestilla que tenía delante.

—Angelina… —supliqué.

¡Silencio! ¡Silencio horrible! La emoción la ahogaba. Oía yo los latidos de su corazón.

—Angelina, una palabra… ¡Una palabra, por piedad!

—No quiero hablar —me dijo tristemente— no quiero hablar. ¿No lee usted en mis ojos más de lo que mis labios pudieran decirle? ¡A qué negar lo que ya sabe usted! ¡A qué ocultar, Rodolfo, que hace mucho tiempo que le amo! ¡A qué negar lo que mis ojos le han dicho tantas veces!

Apartó los ramilletes que tenía delante y ocultó el rostro entre las manos.

Sonaban en aquel momento las doce en el viejo reloj de la sala, y tía Pepa, que andaba en las piezas interiores, se presentó en la habitación.

—¿Acabaste ya?

—¡Ya! Vea usted…

—Mañana, hijita. Es preciso madrugar. ¿No dices que quieres ir a las misas de aguinaldo? ¡Yo también, yo también quiero ir!

—¡Ni quien se acordara de eso!

—¡Rodolfo no irá! —prosiguió la anciana—. ¡Bueno es él para levantarse tan temprano! Si tú quisieras, Rorró, irías con nosotras… Yo no pierdo nunca esas misas; me gustan mucho mucho. Me parece que soy muchacha. El abuelito nos levantaba tempranito. Con él íbamos todos, menos Carmen, porque siempre fue muy floja. ¡Ya se ve! ¡Se acostaba a las mil y quinientas! ¿Vas con nosotras? Ya no te acordarás de cómo son las misas de aguinaldo… No son como antes ¡cuándo! pero verás cómo te gustan. ¿Qué allá en México no hay misas así?

Mientras mi tía hablaba, Angelina puso en orden las cosas de las mesas; cerró cajas y cajitas; las alineó en un extremo, recogió los alambrillos dispersos y tapó el cacito del engrudo para que los ratones no hicieran de las suyas en él. Charlaba la anciana, y yo, más atento a la joven que a la conversación de mi tía, me gozaba en los rubores de la doncella que, medio envuelta en el rebozo, huía de mis miradas como si hubiera cometido un delito. Colocaba Angelina sus ramilletes en una gran cesta y los cubría con un lienzo, cuando mi tía, tocándome en el hombro, exclamó impaciente:

—¡Pero, muchacho, estás ido, o qué te pasa que no oyes lo que te digo!

—¡Usted dispense, tía! —contesté avergonzado, temeroso de que sorprendiera el secreto que me tenía distraído—. ¿Misas de aguinaldo? Las hay en todos los templos, y con pitos, sonajas y música de cuerda… mas no para los colegiales sujetos a riguroso reglamento, condenados a perenne clausura, como si fueran monjitas capuchinas. En el oratorio había misa, pero muy silenciosa y triste. La oíamos soñolientos y desesperados, tiritando de frío. Ahora iré con Angelina y con usted a todas, a todas, para acordarme de mis buenos tiempos. ¿Se acuerda usted, tía Pepilla, de cuando me llevaba usted a las misas de aguinaldo que decía en el Cristo el padre Arteaga?

—No me hables de eso, hijo, ni me recuerdes a ese infeliz que se hizo hereje, protestante, apóstata…

Y desdeñando la conversación cortó la hebra de su charla.

—Vamos, Angelina… ¡A dormir, que es muy tarde! Carmen te está esperando. La pobrecilla quiere cambiar de postura…

En tanto que Angelina cerraba la puerta de la sala me dirigí a mi recamarita. El viento inundaba la habitación con los mil aromas del jardín, y el amor derramaba en mi alma el perfume embriagante de los años juveniles.

Apagué la bujía, y de codos en la ventana me puse a contemplar el cielo.

Era yo feliz, muy feliz. Mis labios quisieron pronunciar el nombre de Angelina, y sólo dijeron: ¡Matilde!

La dulce niña de mi primer amor ocupaba todavía un lugar en mi corazón.

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