Angelina

Angelina


XXXIV

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XXXIV

Cayóme en gracia el viejecito. Fino, afable, cortés, jovial, sin llanezas ni bromas de mal gusto, de fácil palabra y amena conversación, el padre Herrera, a pesar de sus años, parecía un mozo por la frescura de sentimientos. Le hallé tal y como Angelina me le pintara.

—Ya le conocerás —me decía la joven— es muy sencillo, muy locuaz. A veces tiene cosas de chiquillo. Por eso le quieren tanto sus feligreses. Y mira que los indios son insufribles. Dicen: «Por aquí», «esto», «lo otro», y no hay manera de que entren en razón. Papá los sobrelleva de un modo que a las dos palabras ya están sumisos y obedientes. Dicen que San Sebastián era antes un pueblo perdido, un pueblo de haraganes y de borrachos. Allí sólo las mujeres trabajaban… ¡Ahora es otra cosa! Papá consiguió que le oyeran, y hoy todo anda a las mil maravillas. Ha puesto escuelas; una de niños y otra de niñas. La iglesia no es ya la que encontramos, fría, húmeda, pavorosa. Papá la ha puesto como una tacita de plata. Yo quisiera que tú la vieras… Los altares lindísimos; el púlpito magnífico, nuevo, de madera muy rica, digno de un obispo; las imágenes muy buenas… Una Virgen de los Dolores, que es una perla; un San Sebastián que da gusto verle. Todavía quedan algunas imágenes feas… pero… ¡imposible! Papá dice que con el tiempo todo se consigue, y que él acabará con esos santos que parecen hechos para asustar chiquillos. Ya tú sabes lo que son los indios.

Y todos quieren mucho a su cura. Una vez dijeron allá que se iba; que le mandaban a otro curato, y todo el pueblo, todito, se juntó en la plaza para pedirle que no los dejara. Papá les dijo que no, que estuvieran tranquilos; pero ellos no hicieron caso, y más de cien fueron a Jalapa y se le presentaron al señor Obispo. Ahora ¡si tú vieras a mi papá!… ¡No para, no para! Temprano dice misa. Después, un rato al jardincito, una huerta muy bonita, con muchos árboles frutales, con hortaliza y un gallinero ¡qué gallinero! Luego, a la iglesia, a oír confesiones, a bautizar, a cuanto se ofrece. Lástima me daba verle. En ocasiones llueve a cántaros, como llueve por allá, y vienen por él para ir a una confesión… Y allá va el pobrecillo, en su mula, a subir y bajar cerros, porque allí todo es subir y bajar. De regreso descansa un ratito, y a las escuelas, a enseñar a los muchachos, a dar lección de catecismo a las inditas; y en la tarde: rosario, sermón. En mayo… mes de María, y ¡qué altar! ¡Qué flores! ¡Para flores… la Sierra! ¡Ahora, si vieras qué bueno y qué bondadoso es con todos!… Nunca se impacienta, nunca está malhumorado. Para una cosa sí es terrible, para el arreglo de la casa. No puede ver nada fuera de su sitio. La mesa ha de estar bien puesta, sin que falte nada. ¡Cuidadito! Él dice que en las casas bien arregladas no dura mucho la tristeza; que en una mesa bien servida, aunque no haya en ella ricos manjares, ni perdices, ni lampreas, no falta alegría. Ya tú verás, hay que andar listas. ¡Que lo diga señora Francisca!…

Era muy ilustrado el padre Herrera, muy instruido, sabía de muchas cosas, y se perecía por la Botánica. Era de oírle cuando se soltaba hablando del movimiento religioso en Inglaterra y en los Estados Unidos. Estaba al tanto de los progresos científicos, y sin pedantería ni vanidades, así, como quien no quiere la cosa, discurría como un sabio, de filosofía y de ciencias físicas y naturales, dando innumerables muestras de su claro talento y de su copiosa erudición. ¡Buenos ratos me pasé oyéndole hablar de religión! ¡Qué mansedumbre! ¡Qué dulzura! ¡Nada de vanos escrúpulos ni de ridículas gazmoñerías!

Tres días estuvo con nosotros; al cuarto se fue a Pluviosilla, con objeto de arreglar algunos negocios, y asistir a no sé qué fiesta solemnísima en el templo de Santa Marta. Estuvo por allá una semana. El día veinte de febrero ya le teníamos de regreso.

El viaje de Angelina quedó resuelto. Se iría y no la volveríamos a ver hasta que pasara la Semana Mayor. ¡Qué amargo fue para mí aquel mes de febrero! Y para todos. Mis tías ocultaban su tristeza. Tía Pepa, siempre tan parladora, enmudeció como los pajarillos del corredor, silenciosos y tristes a la sazón por el cambio de pluma; la enferma nos parecía más abatida que de ordinario, y Angelina salía y entraba, arreglando los equipajes, mustia y cabizbaja.

No sé cómo pude trabajar durante ese tiempo. Para colmo de males tuvimos quehacer de sobra en el despacho. Castro Pérez traía entre manos un negocio muy difícil, y se le iban las horas hojeando librotes y dictando alegatos. La tarea terminaba a las mil y quinientas, volvía yo a casa entre nueve y diez de la noche, y apenas podía conversar con Linilla unos cuantos minutos, y eso delante de las tías o del padre Herrera…

La víspera del viaje no hubo que ir al despacho. Era domingo, y me estuve en casa todo el día. El padre Herrera se fue a comer con su grande y buen amigo el padre Solís; tía Pepa no se apartó de la enferma en toda la tarde, y Angelina y yo nos la pasamos en el jardincillo, sentados al pie de los naranjos.

—Este —me decía la doncella, haciendo un ramillete— será el último… ¿Quién asegura que nos volvamos a ver? ¿Quién me asegura que volveré a esta casa, donde he pasado los días más felices de mi vida? Me separo de ti, y no me sorprende la separación. Así la esperé, así la temí, no sólo porque debía yo volver al lado de mi papá, sino porque desde niña me persigue la desgracia. He aprendido en la escuela del dolor que toda dicha, toda felicidad es pasajera, fugitiva y efímera. Te amo y te amaré hasta la hora de morir, ¡hasta después de la muerte! Pues bien, no fío en tu cariño… Acaso me olvides: ojos que no ven, corazón que no siente… Todos los sentimientos son mudables, y el amor que yo te he inspirado, amor que hoy te parece firme y duradero, mañana, cuando ya no me tengas cerca de ti, cuando la pena que hoy te abate se disipe, ese amor irá languideciendo poco a poco, se extinguirá, y aunque conserves de tu Linilla gratos recuerdos, será preciso que pongas tus ojos y tu corazón en otra mujer. Pero, óyelo, óyelo: ninguna te amará como yo; ninguna tendrá para ti este amor que encadena mi alma a la tuya; amor que es mi dicha y desgracia. Se ha hecho dueño de mi corazón, le ha dominado por completo, y ahora, y siempre, será objeto de todos mis anhelos, consuelo mío en todas las horas de dolor.

—¡Angelina, no hables así!… ¡Mira que me atormentas!

—Apura hasta las heces el cáliz del dolor. Padeces, sí, padeces; lo sé muy bien; tus ojos están húmedos… Llora, no te avergüences de llorar; pero no llores porque me voy; llora porque me has de olvidar. Miras el porvenir triste y sombrío y te dices: «¡No hay esperanza!». ¿Y quién te asegura que esa oscuridad no se tornará mañana en espléndido día? Aunque crees que en la vida no hay más que tinieblas, la idea de plácido crepúsculo te hace sonreír, y cuando sueñas con días mejores, ya no piensas en tu Linilla, en la huérfana desventurada… ¿A qué negarlo? ¿No es verdad que a solas, en la soledad de tu pensamiento, miras luminosos días de incomparable felicidad? Sí, y entonces… ¡no piensas en mí! Tienes razón. ¡A qué pensar en la infeliz muchacha a quien tanto amas, porque me amas, sí, me amas con toda tu alma!… ¿A qué pensar en esta huérfana que no puede satisfacer tus ambiciones, ni corresponder a ese porvenir con que sueñas a todas horas? Rorró: no olvides lo que te digo hoy, en vísperas de separarme de ti: me olvidarás, y acaso muy pronto… ¡Yo no te olvidaré! Ya sé lo que vas a contestarme, ya lo sé; pero no lo digas, óyelo de mis labios: «Pues si estás segura de que te olvidaré ¿por qué no rompes ahora mismo los lazos que nos unen?».

—¡Sí, Linilla, eso digo!

—¿Por qué? Porque tu amor es mi vida, y quiero vivir, quiero vivir para amarte, para verte dichoso. ¿Quieres que yo misma aumente mis penas? ¿Quieres que te olvide? ¡Si no puedo, si no puedo!… Déjame vivir engañada; deja que tu Angelina se crea dichosa. Presiento el desengaño, lo veo venir. ¡Qué negro! ¡Pero no quiero que llegue, y busco en tus ojos luz de amor perenne, amor que no acabe, amor que viva siempre!… Una cosa voy a pedirte… No una, dos.

—¡Cuanto quieras, Linilla!

—Primero: que si un día me olvidas, procures guardar en lo más hondo de tu corazón, allí donde no haya nada de otra mujer, un poquito de cariño para mí, un poquito nada más… para que cuando padezcas y llores puedas decir pensando en mí: «¡Angelina, consuélame!».

—¿Y qué otra cosa?

—Otra… —me respondió, sonriendo con inmensa tristeza— esto…

Y poniendo su trémula mano en mi cabeza, alisó mis desordenados cabellos, y mostrándome unas tijeritas me dijo dulcemente, en voz baja, como si temiese ser oída:

—¿Corto?

—Corta.

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