Angelina

Angelina


XXXIX

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XXXIX

Al día siguiente, después del desayuno, dije a mis tías lo que pasaba.

—¡Y te vas! —exclamó mi tía Pepa—. ¿Te vas y nos dejas?

—Es preciso. Comprendo que esto ha de ser muy penoso para ustedes… Lo comprendo, ya he pensado en ello, pero ¿qué hacer?

—¡Ahora que estamos solas, cuando Angelina acaba de irse… cuando después de tantos años de ausencia has vuelto a nuestro lado!

—Sí, tía, me iré; y no por gusto. ¡Bien sabe Dios cuánto me duele esta separación!… Pero no se aflija usted. Es necesario… Estoy obligado a…

—¡A vivir con tus tías! —exclamó interrumpiéndome.

—Estoy obligado a subvenir a las necesidades de ustedes.

—¿Y no te basta con lo que ganas en la casa de Castro Pérez? ¿Te pedimos algo que no puedas darnos?

—No, tía; pero no puedo mirar tranquilamente la vida de trabajo que lleva usted. Andrés hace por nosotros cuanto puede, y el pobre puede poco. No me avergüenzo de aceptar sus favores; pero eso no debe seguir así, indefinidamente… Ya sabe usted que en la casa de Castro Pérez gano poco y que no es posible ganar más.

—Pues yo creo que allí está tu porvenir…

No pude menos de sonreír al escuchar a mi pobre tía.

—¿Mi porvenir?

—Sí.

—No, tía; yo no me pasaré la vida escribiendo alegatos. Ese trabajo me mata. No porque sea rudo, sino porque es insuficiente. Prefiero las faenas agrícolas y la vida agitada de los campos que dan salud y buen humor.

La enferma permanecía silenciosa. Tía Pepa trató de convencerme de que no debía yo dejarlas. Discutimos largamente el punto; ella, viva, nerviosa, desatando todas las dificultades; yo, aparentando una serenidad que no tenía. Ni la anciana quería rendirse ni yo conseguía convencerla.

—¡Vamos —exclamé— que resuelva mi madrina!

—¡Sí, hijo mío —contestó la anciana— eso me toca a mí! Pepa te quiere mucho y se le hace duro que nos dejes. Piensa tú, Pepa, que no estará muy lejos de nosotras; piensa que vendrá frecuentemente, y considera que aquí, con Castro Pérez, no hará nada. Te irás, Rodolfo, te irás, y nos quedaremos muy contentas. No hablemos más. Vístete, que como te veo te juzgo, vístete y vete a la casa de Fernández. No saldrás descontento, es una persona muy fina. ¿No es verdad, Pepa?

—Así lo haré, tía.

—Después, te vas a la casa de Castro Pérez y le avisas que dentro de veinte días, o los que sean, según lo convenido, tendrás que separarte de allí, y ¡ya está!

Y agregó un poco trémula y conmovida:

—Mira: siento que nos dejes; pero la razón me dicta que te deje ir; que no te impidamos lo que vas a hacer. Yo el mejor día me iré también, y no quiero que a la hora de morir me atormente la idea de que por culpa nuestra has perdido un bienestar que nosotras no podemos darte…

La voz de la anciana iba siendo más débil cada día, y a la menor emoción se le apagaba hasta hacerse imperceptible. Para calmar a la enferma y dejarla tranquila le di un abrazo y la besé en la frente.

—No; madrina ¡no hay que afligirse! Vendré a ver a ustedes cada ocho días. Además, la hacienda de Santa Clara no está en el fin del mundo… Ya, ya verá usted a su sobrino ¡qué majo y qué gallardo que viene, vestidito de charro, en un caballo soberbio! ¡Ya verá usted, tía Pepa, qué elegante y guapo estaré con el pantalón ceñido, el jarano galoneado, la chaquetilla airosa y la pistola al cinto! ¡Y taca, taca, taca! ¡Ahí está el ranchero! ¡Ya llegó! Y entrará Juana, diciendo: «¡Señora… ya vino el charro!». Y usted, tía Pepilla, usted saldrá corriendo a recibirme y abrazarme, o se asomará usted a la ventana para verme llegar, y ver a todas las muchachas que han de mirarme con tamaños ojos, como diciendo: «¡Qué reguapo!». Y entraré, sonando las espuelas y ustedes se pondrán muy alegres. Y… ¡chas! ¡Ahí está el chorro de pesos!

Sonreía la enferma, sonreía tía Pepilla y yo me paseaba por la estancia, afectando la gallarda apostura de un jinete admirable.

Una hora después salía yo de la casa del señor Fernández. Presenté la tarjeta del doctor y fui recibido perfectamente. El hacendado me hizo pasar a su despacho, una pieza elegantemente ajuarada. En dos por tres quedamos arreglados.

—Le espero a usted el día quince. Vendrán por usted. Mandaré un criado. ¿Tiene usted costumbre de montar a caballo?

—No, señor, debo hacerlo como un colegial…

Sonrió el hacendado, y me dijo:

—Amiguito ¡ya veremos! Cabalgando se aprende…

Después me habló de mi familia, de mis tías, de la enfermedad de mi madrina, de mi abuelo, a quien había tratado en no sé que parte, y luego, en dos palabras me despidió.

—Bien —dijo— ¡asunto arreglado! Usted me perdonará… ¡estamos de viaje!… ¿Gusta usted de almorzar?

Y se levantó y me condujo a la puerta.

En esos momentos apareció la señorita.

—¡Papá!

Sonrojóse al verme y murmuró tímidamente:

—Usted dispense…

—¿Qué quieres, Gabriela? —le preguntó el caballero.

—¿A qué hora hemos de salir?

—Después de comer… a menos que tú quieras salir más tarde…

Saludé, y me fui. ¡Linda criatura! Aún me parece que la veo con aquel vestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa, elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con una cinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nunca me pareció más bella!

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