Angelina

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XLI

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XLI

Castro Pérez llegó poco antes de las cinco. Entró silencioso, dejó en su mesa el sombrero y el bastón, y luego, paso a paso, se dirigió a la mía:

—¿Acabó usted la copia?

—Aquí está.

Leyó el alegato, firmó y volvió a su pieza. Yo le seguí.

—Deseo hablar con usted dos palabritas.

—¿De qué se trata?

Díjele que iba yo a separarme; que a ello me veía obligado por la necesidad; mis gastos iban siendo mayores cada día y lo que allí ganaba no me era suficiente para atender a mi familia.

—Vamos —me interrumpió— ¿a qué viene todo eso? Está usted disgustado porque esta mañana…

—No —me apresuré a contestar— di motivo para que usted me reprendiera. Tiene usted razón; el deber es lo primero. No, señor: le aseguro que no es esa la causa de mi separación. No gano aquí cuanto necesito y, como es natural, estoy obligado a procurar que mis tías no carezcan de nada. Tengo empleo en otra parte… Allí ganaré más.

Encendióse el jurisperito, se irguió en la poltrona, se compuso las gafas, y mirándome por encima de los cristales me dijo desdeñosamente:

—¡Bien! ¡Bien! Y… sepamos ¿qué empleo es ese? ¿Va usted a meterse a maestro de escuela?

—No, señor.

—Pues, ¿entonces?

—Voy a la hacienda de Santa Clara…

—¡Ya me lo imaginaba! ¡Lo de siempre! ¡Ese Fernández se ha empeñado en quitarme los escribientes! ¡Bien! ¡Bien! Haga usted lo que guste; haga usted lo que mejor le convenga; pero no diga que aquí ha estado usted mal retribuido, ¡porque no es verdad! Nadie ha ganado aquí más que usted. No diré que le pago un capital, ni mucho menos, porque el dinero no cae con la lluvia, pero… es usted soltero, no tiene usted familia, ni obligaciones… Con lo que tiene usted aquí… ¡le basta y le sobra! ¡Bien! ¡Bien!

Quise replicar, pero me pareció inútil toda aclaración. Castro Pérez prosiguió:

—No estará usted contento en Santa Clara. Lo anuncio desde ahora. ¡Allí, según noticias, se trabaja mucho mucho!… Usted no tiene costumbre de matarse así, de sol a sol, como un gañán. Aquí está usted mejor; tiene usted tiempo libre para todo… ¡Hasta para hacer versos! ¡Bien! ¡Bien! ¿Y cuándo se va usted?

—Dentro de quince días.

—¡Eso sí está malo, malísimo! ¡Bien! Se irá usted cuando guste. Hoy mismo llamaré al sustituto. ¡Queda usted libre desde hoy!

—Yo contaba con seguir aquí, al servicio de usted, hasta el día en que debo estar en la hacienda, y he querido…

—No, joven, no; lo que ha de ser tarde que sea temprano.

Me sentí humillado, y callé.

—Vea usted, joven —agregó con dulzura—; quédese usted conmigo… Le aumentaré los emolumentos; le daré cinco pesos más. ¡Creo que con eso no tendrá usted dificultades!

—¡Imposible, señor! Acepté ya el destino, y no me parece conveniente rehusarle ahora.

—Tiene usted razón. ¡Bien! ¡Bien!

Abrió el cajón de la mesa, sacó un puñado de monedas, me hizo la cuenta, a tanto por día, como a un criado, y me dio unos cuantos duros. De buena gana me hubiera yo negado a recibirlos, a pretexto de generoso desprendimiento, pero aquel dinero me era necesario; era pan y vida alegre para algunos días.

¡Triste condición la del pobre! —pensé—. ¡Triste condición la de quien está obligado a servir a otro! Y entonces recordé, uno por uno, todos los malos ratos que había pasado yo en la casa del jurisperito, y en los cuales no reparé nunca, aunque no fueron pocos. Recelos, malos modos, despótico trato, reprensiones inmotivadas, correcciones estúpidas, alardes de ciencia que tenían por objeto mantener un crédito cimentado en arena, y, sobre todo, esa desconfianza ofensiva, insultante, que hay en algunos ricos para con el desgraciado que les sirve y gana poco, de quien se teme todo lo malo y a quien se puede ultrajar impunemente, pues se sabe que el ultrajado tendrá que callar, porque si habla y replica, y rechaza con noble energía la infame sospecha, se quedará sin el mendrugo diariamente ganado a costa de un trabajo penoso.

Hasta entonces paré mientes en que el pobre, el que vive de un sueldo mezquino, está a merced de quienes le pagan. ¿Qué hará si le echan a la calle? ¿Qué hará, si, lastimado en su honradez y en su dignidad, protesta de su inocencia y toma el sombrero, y se va? «¡No hará tal! —dice el amo—. ¿Qué come mañana? Tiene hijos, esposa…». Y fiado en esto le ultraja y atropella sin piedad.

Pero entonces no había caído en mi corazón ni una gota de hiel. La juventud es generosa, es buena y no cree, no quiere creer que los demás son o pueden ser malos; piensa que sólo hay corazones nobles y almas bondadosas.

No olvido ni olvidaré jamás que cierto día, en el despacho de Castro Pérez, recibí una buena cantidad en metálico; conté y volví a contar las monedas, las revisé con el mayor cuidado y estaban completas. Contólas después el jurisperito y le faltó una. No tardó en salir trémulo y colérico.

—¡Aquí falta dinero!… —prorrumpió en voz alta, delante de Porras y Linares.

Volví a contar el dinero en presencia de todos. ¡Cabalito!

—¡Tiene usted razón! —murmuró don Juan—. ¡Usted dispense!

Don Cosme no se dio cuenta de lo que pasaba. Porras me detuvo al paso y, poniendo sus manos en mis hombros, me dijo dulcemente:

—¡Este hombre no tiene remedio! ¿Quién le manda a usted gastarse esas corbatas?… ¡Tan bonitas! ¡Paciencia, joven! ¡Paciencia!

Dieron las seis, recogí algunos papeles que tenía yo en el cajón de la mesa, di las gracias a Castro Pérez por sus bondades para conmigo y me lancé a la calle.

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