Angelina

Angelina


XLII

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XLII

Aquellos veinte días fueron muy amargos para mí. ¡Más de medio mes sin ganar un peso! Nuestros gastos habían subido considerablemente; hubo que pagar a una criada, y fue preciso comprar no sé que medicinas muy caras que recetó Sarmiento, y vino de suprema clase para la enferma. Andrés, generoso como siempre, acudió en mi auxilio.

—No te aflijas —me decía— el tenducho da para mucho. ¡Toma!

Y puso en mis manos un rollo de pesos.

Mi salida de la casa de Castro Pérez, salida que además de enojosa me pareció ofensiva para mi buen nombre, me puso abatido y desalentado.

Todos aquellos que me veían en la calle, sin ocupación ni empleo, y que antes me vieron en el despacho del abogado, pensarían, sin duda, que Castro Pérez me había despedido por algo vergonzoso. Dime a cavilar en esto y me resolví a no salir de casa. Me pasaba yo el día leyendo, escribiendo y cuidando del jardín. Las plantas que Angelina y yo habíamos sembrado prosperaban a maravilla; los rosales recobraban su lozano follaje; las violetas macollaban que era una gloria, y el cuadro de no-me-olvides parecía una alfombra de felpa.

Cierto día, aburrido de pasar el tiempo entre cuatro paredes, tomé el sombrero y me fui de tertulia a la casa de don Procopio. Allí estaban los pedagogos y el padre Solís. No bien me vieron mis críticos se pusieron a sonreír como si de mí se burlaran, como si recordaran que me habían puesto de oro y azul en sus periódicos. Los mancebos que trabajaban detrás del mostrador, el uno triturando cierta sustancia fétida, y el otro copiando una receta, se miraron, se hicieron una seña de inteligencia, que no pasó inadvertida para mí, y de buenas a primeras me preguntaron por qué causa me «había despedido» el jurisconsulto. Dominé la cólera que en mí provocó aquel ataque, que ataque era y muy audaz, puesto que la palabreja usada era ofensiva, y en pocas palabras, con mucha cortesía, expliqué los motivos de mi separación. Ocaña y Venegas me oyeron con indiferencia, casi con desprecio, pero los boticarios dieron muestras de que se interesaban por mí.

—¡Ya! —exclamó el más parlanchín—. ¡Ya me lo imaginaba yo! Así son las cosas. Se lo dije a éste y a don Procopio. Me alegro de saber la verdad del caso. Ahora ya no daremos crédito a Ricardo ni a don Juan.

De seguro que uno y otro contaban a su manera lo sucedido, y en perjuicio mío. Pronto supe todo; los chicos de la botica no me ocultaron nada. Ricardito les dijo que el jurisconsulto me había despedido por abuso de confianza; «no lo aseguraba… así lo decían… algo habría de cierto; el dinero es pegajoso; no es difícil que al contarlo se le pasen a uno dos o tres monedas falsas, o, lo que es más fácil todavía, que le falten a uno cinco o… más duros». Pero Ricardo repetía que era yo persona honradísima, incapaz de faltar a la confianza que depositaran en mí; éramos condiscípulos, amigos, y él me defendería contra viento y marea.

Me irritó la maldad de mi amigo, me indignó su hipocresía; pero no había remedio, no le había, era justo que agradeciera yo a mi condiscípulo defensa tan brillante.

Don Juan, interrogado en la botica acerca de la causa de mi separación, se limitó a decir:

—Es muchacho inteligente, trabajador, tiene bonita letra, muy bonita, y aunque de cuando en cuando se le escapan algunas faltas de ortografía, escribe bien, ¡muy bien! No sabía nada cuando entró en mi despacho, y pronto se puso al corriente.

—Bueno —le replicaron— ¿entonces… por qué se ha separado de la casa de usted?

Castro no respondió, hizo un gesto, y después de un rato de silencio murmuró:

—¡No me convenía tenerle en casa!…

Todos callaron y nadie se atrevió a inquirir el motivo de mi separación. Unos pensaron que, sin duda, no veía yo con malos ojos a Teresa o a Luisa; otros que, acaso, no cumplía yo con mis deberes, y todos que… ¡No me atrevo a repetirlo! Todavía, después de tantos años, ahora que de nadie necesito, ahora que si no soy rico, por lo menos vivo cómoda y decentemente, sin pensar en el dinero para el día de mañana, cuando recuerdo la hipócrita calumnia de Ricardo y las reticencias de don Juan, siento que me ahoga la sangre.

Me retiré de la botica triste y afligido. ¿Y si la calumnia aquella, corriendo de boca en boca, llegaba a oídos del señor Fernández? Este me cerraría las puertas de su casa, me negaría el empleo, ordenaría que me vigilasen los demás empleados… ¿Y si la calumnia llegaba hasta mis tías?… ¡Las pobrecillas se morirían de pena!

Es la calumnia como los miasmas de los pantanos: se levantan del fango en leve, imperceptible burbuja; se extienden, se difunden, envenenan los aires y llevan la muerte a todas partes. En todas partes nos acechan: en el aire, en el agua, en los frutos incitantes que esmaltan los follajes, hasta en el aroma de las flores.

Muere el calumniado, pero la calumnia sobrevive, como para perseguir a la víctima hasta más allá de la tumba. La calumnia es la fetidez de las almas corrompidas. El corazón del calumniador es un esterquilinio.

Corrí a mi casa, me encerré en mi cuarto y me tendí en la cama. Mis sienes ardían; el corazón se me hacía pedazos. Volviéndome y revolviéndome en mi lecho pasé dos o tres horas. ¡Odio, odio terrible, deseos insaciables de venganza, que era preciso satisfacer!… Las pasiones más horrendas se agitaban en mi alma; las tinieblas del mal se agrupaban en torno mío, y al entonar los ojos percibía yo fulgores rojizos, relámpagos de sangre. Aborrecí la vida; maldije de ella; pedí la muerte; quise morir, morir, y no para escapar de mis enemigos, sino para libertarme de aquellas pasiones tempestuosas que entenebrecían mi espíritu y batallaban dentro de mí como legiones de irritados demonios. Pensé con alegría en la muerte. Dulce, amable, consoladora, surgió ante mis ojos como una doncella pálida, de rostro tristemente risueño… Sin darme cuenta de lo que hacía yo, mis labios repetían estos versos de Leopardi, leídos pocos días antes, en las notas de un libro francés:

Solo aspettar sereno

quel di ch’io pieghi addormentato il volto

nel tuo virgineo seno.

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