Angelina

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XLVII

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XLVII

A las cuatro de la tarde ya todo estaba listo. Tía Pepilla arregló mi petaca en dos por tres, y concluida la faena me dijo cariñosamente, echándome los brazos:

—Rorró… ¿no vas a despedirte de tus amigos?

—¿Amigos?

—Sí; el doctor, tu maestro, Ricardito Tejeda…

—Sí, iré, es natural… tiene usted razón. Pero no veré a Ricardo…

—¿Por qué, Rodolfo? Te quiere mucho… desde niños fueron amiguitos. Si tú vieras… cuando estabas en el Colegio, siempre que venía a vacaciones, o de paseo, no dejaba de visitarnos. Y nos decía: «Doña Pepita: yo quiero mucho a Rorró, mucho; somos muy buenos amigos; siempre andamos juntos. ¿Necesita algo? Yo se lo doy. ¿Yo lo necesito? Él me lo da. ¡Como dos hermanos!».

—Pero, tía ¿no ve usted que no viene a verme, ni me busca? ¿Cuántas veces ha venido?

—Sí, eso es cierto; pero la verdad es que no ha estado aquí. Su mamá me dijo que en Pluviosilla tiene unos parientes con quienes ha pasado todo el mes. Vas a visitarlo… ¡Antes tan amigos… y ahora…! Mira, vas; irás porque yo te lo ruego. Sus padres han sido muy buenos con nosotros. ¿Verdad que irás?

—Tía ¿para qué he de mentir? No.

—¿Por qué, dime, por qué? ¿Han tenido ustedes algún disgusto?

—No, tía; pero no es decoroso que yo le busque, cuando él se muestra conmigo desdeñoso y frío.

No insistió la anciana; sospechó, tal vez, que motivos muy justos me obligaban a no visitar a mi amigo, y se limitó a decirme:

—Bueno; harás lo que quieras… pero no dejes de ir a la casa de don Crisanto; no dejes de ver a don Román…

—¡Iré, iré de mil amores!

El doctor no estaba en su casa; Le encontré en la calle, cerca de la Parroquia, y hablamos largamente.

—¿Te vas mañana? Me alegro; es preciso que salgas de aquí. Comprendo lo que ha pasado; todo lo sé; en la botica me lo dijeron todo. Yo hablaré con Castro y le diré cuántas son cinco. Nada de eso me ha causado extrañeza; me lo esperaba yo. Por eso te recomendé que no dijeras nada y te dije: «¡Chitón!». Así es Castro Pérez. Se le ha metido en la cabeza que el señor Fernández le quita todos los escribientes, cuando el buen señor es incapaz de semejante cosa. Además, quiere que le sirvan de balde y no paga debidamente a quienes le sirven. No te apenes: esa murmuración es aquí común y corriente, y nadie pára mientes en ella…

—Sí; pero temo que el señor Fernández desconfíe de su nuevo empleado…

—Tienes razón. ¡Calma, muchacho, calma! A fin de semana estaré en la hacienda; iré a ver al niño, a ese pobre chiquillo que está muy delicado, y entonces, delante de ti, arreglaremos eso. Nada tengo que decirte. Visitaré a tus tías, cuidaré de ellas… Puedes irte tranquilo. ¡Verás qué bien te va…! ¡Adiós, muchacho; dame un abrazo, y que Dios te bendiga!

Don Román me recibió cariñosamente, como de costumbre:

—¡Gracias a Dios! Me duele en el alma que te vayas; pero ¿no es cierto que de cuando en cuando vendrás a visitarme? Eres mi único amigo. ¿Quién me hubiera dicho que tú, el chiquitín que yo conocí de este tamaño, que cabía en un azafate, sería mi amigo? Ya sabes cuánto te quiero y cuánto te estimo, y los buenos ratos que pasamos aquí, charlando de mis cosas y de las tuyas; de mis tristezas mortales y de tus alegres esperanzas; de tus penas de niño y de mis desengaños de viejo… Sí, me apena que te vayas. Ya me acostumbré a verte por aquí… Oye ¡se me olvidaba! ¿Quieres tomar chocolate? ¡Con franqueza!… Si quieres… llamaré a María para que te haga el chocolatito. ¿No? Pues tú te la pierdes. Ven a visitarme, aunque sea de cuando en cuando, y un ratito, para que no digan las tías que te alejo de allá. Sí, ven; mira que el mejor día sabrás que me dio un supiritaco y estoy de muerte, o enterrado, y que no volverás a ver a tu maestro. Tú no quieres creer que ya estoy viejo. ¡Pues, hijo mío, nada más cierto! Las piernas están más débiles cada día; la cabeza no anda de lo mejor… ¡Ya es tiempo! ¡A mi edad todo es decadencia!

El pobre anciano me dirigía miradas tristísimas, tenía húmedos los ojos y le temblaba la voz. Traté de consolarle, y él me interrumpió:

—¡Tú que has de decir! Me quieres, me amas, me respetas y deseas consolarme. ¡Gracias, hijo mío! ¡Gracias! ¡Resígnate con la voluntad de Dios! El vela por sus criaturas. Recibe humildemente cuanto Él te mande; mira que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios. El hombre no puede explicarse por qué padece y llora; pero no hay mal que por bien no venga. El señor Fernández es muy fina persona… Sírvele con empeño, procura agradarle… Estoy seguro de que sabrá estimar tus buenas cualidades. ¡Me alegro, me alegro de que te vayas! He observado que el amor a las letras, que es en ti tan vivo y constante, como lo fue siempre en este pobre viejo, suele quitar a las gentes el sentido práctico. Los literatos no entienden sino de libros, de su arte, y no sirven para otra cosa. Déjate un poco de versos y libros, y aplícate al trabajo. Serás más feliz que yo.

Don Román me abrazaba y me acariciaba la frente, apesarado y conmovido.

—¿Cuándo te vas? ¿Mañana? No podré ir a decirte adiós… ¿Te vas a caballo? ¡Cuidado, niño! Mira que esos animalitos hacen de las suyas el mejor día. Pero, en fin, si sales tan jinete como tu padre, no hay que temer por ti…

Cuando llegué a mi casa, a eso de las siete, me entregaron una carta del señor Fernández:

«Mañana —decía— a las seis en punto irá por usted mi caballerango. Si trae usted algún bulto mándelo a mi casa, para que a mediodía se lo traigan los arrieros».

Andrés estaba en la sala con mis tías. Al verme exclamó:

—¡Aquí está el campirano! ¡Ya lo verán ustedes mañana, qué plantadote, con el sombrero charro y el pantalón ceñido!

Y me tomó del brazo y me llevó a mi cuarto.

—¡Vaya! Aquí está todo. Me parece que todo está bueno. Mira ¡qué bonito salió el pantalón! La chaqueta y el chaleco no pueden ser mejores… El sombrero… Vamos ¿qué dices del sombrero? Está decentito. Tú lo quisieras galoneadote… Ya lo comprarás así. Ahora toma… Mi manga de hule… Las gentes de campo la necesitan mucho. Este joronguito es para que te lo pongas cuando haga frío… Es fino, de muy buena clase. ¿Te gusta? Te lo regalo… Para ti lo compré hace mucho tiempo, cuando eras catrín, y por eso no te lo di. Ahora te servirá. Te falta una pistola… pero tus tías no quieren que andes armado. Aquí la traigo; escóndela, y mira lo que haces mañana para que no te la vean. La pistola es necesaria… causa respetillo, y a un hombre armado no se le atreve cualquiera. ¡Allá con los mozos no estará de sobra; que te la vean, para que no te falten al respeto! ¡Hay gente mala… eres muy muchacho, y bueno es que sepan que tienes esto para defenderte! Ponte la ropa; vístete de charro; quiero verte, porque mañana no podré venir…

Quise darle gusto, y procedí a mudar de vestido. Andrés me ayudó. Pronto estuve listo. Zapato vaquerizo, ceñido y bien cortado pantalón, chaquetilla gentil, sombrero bien ladeado, y joronguillo al hombro.

—¡Buena facha! ¡Eso es! ¡Bien plantado! Pero… ¡Ven, para que te vean tus tías!

Echóme el brazo y me condujo hacia la sala. Al entrar exclamó:

—¡Aquí está el hombre! Vamos a ver… ¿qué le falta?

Tía Pepilla sonreía regocijada. La enferma me veía apenada y triste.

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