Angelina

Angelina


LIII

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LIII

Esta carta me causó profunda pena. Linilla padecía y lloraba, temerosa de que Gabriela le robara mi corazón… Oscura nube veló de pronto el cielo de mi dicha, y temblé al considerar que me aguardaban nuevas amarguras. Pero, a decir lo cierto, no me causaron extrañeza ni las palabras de Angelina, ni el tono de su carta.

Desde los primeros días, cuando mi cariño era todavía un misterio para la doncella, pude observar mil veces que nunca le fueron gratos los elogios de mi tía para la gallarda señorita. Y no porque la envidia o el orgullo fuesen causa de ello, que tales pasiones no tenían morada en aquel corazón generoso y sencillo, sino porque debido a las torpes murmuraciones villaverdinas o a presentimientos y recelos, muy naturales en una niña que ama y cree que es amada, la pobre Linilla temió, aun antes de corresponder a mi amor, que yo me prendara de Gabriela, cuya belleza y elegancia no podían ser vistas sin interés por ningún mozo de mi edad. ¡Pobre niña infortunada! El dolor y la desgracia la habían hecho temerosa. Muchas veces me dijo: «Rodolfo: nuestros amores no serán dichosos. Nací condenada al infortunio; nací condenada a padecer, y cuanto es para mí felicidad y ventura perece y se malogra… ¿Me amas? Sí; pues dejarás de amarme. ¿Te amo? Pues, óyelo bien: este amor que es en mí como la aurora de hermoso día; este amor en el cual he cifrado todas mis ilusiones y todas mis esperanzas, no será coronado por la dicha…».

Y la pobre niña no podía ocultar sus recelos y me los confiaba sencillamente, como deseosa de conseguir, por este medio, la perennidad de un afecto que le parecía vano y fugitivo. Después se arrepentía de haber dudado de mi constancia, y llorando me pedía que la perdonara. Mas a poco, cuando calmada por mis palabras y mis promesas sonreía dichosa, y en su pálido rostro irradiaba la alegría, tornaba a sus presentimientos: «No me engaño, no quiero engañarme… Me da pena decírtelo, pero ya sabes que nada te oculto, que no quiero ocultarte nada. Vives engañado; dices que me amas, y no mientes, no, porque eres incapaz de mentir… Dices que me amas y, ciertamente, tu corazón es mío, y a toda hora piensas en mí. Pero no es Linilla, la pobre Linilla, la huérfana recogida en un mesón por un sacerdote caritativo, la niña infeliz fruto de amores que el cielo no bendijo, la que será tu esposa. Te conozco, Rorró. Eres ambicioso; deseas una mujer brillante que a todos cautive con su belleza, que deslumbre en los salones… Sueñas ¡al fin poeta! con dichas que yo no puedo darte… ¿Me amas? ¡Ya me olvidarás!».

Linilla se engañaba. La amaba yo con toda mi alma, y bien sabe Dios que mi corazón era todo suyo; que nunca mis ojos se fueron en pos de otra mujer, y que era yo celoso, en bien de mi amada, hasta de la menor palabra que pudiera salir de mis labios con olvido de Angelina, y fuera para ella como una infidelidad mía. Lo que nunca quise hacer, y de ello me acuso sinceramente, fue borrar de mi memoria el recuerdo de Matilde, la dulce niña de mi primer amor.

Pero, ¡ah!, yo aliviaría las penas de mi amada, desvanecería sus tristezas, le escribiría larguísima carta, y pronto estos temores quedarían disipados.

Me vestí de prisa y me lancé a la calle.

El domingo es alegre en Villaverde; muy alegre si se le compara con los demás días en que las calles y plazas están casi desiertas. La población rural viene a la ciudad con motivo del tianguis, y los villaverdinos salen de sus casillas para ir a misa y al mercado. Las tiendas están abiertas hasta las tres de la tarde, y los rancheros, muy vestidos de limpio, luciendo la camisa planchada y azulosa, suben y bajan por las calles, llenan templos y tiendas, y a eso de las tres se vuelven a sus campos y a sus aldeas.

La misa de doce es la más concurrida; a ella van las muchachas en privanza, muy emperejiladas y lindas, y en el atrio de la Parroquia, bajo los fresnos y los ahuehuetes, se reúne la flor y nata de la pollería villaverdina.

Visité a don Román, el cual se mostró muy afable y cariñoso con su discípulo. Estuve en la casa de Sarmiento; pero no tuve la fortuna de verle, como yo lo deseaba, para darle las gracias por sus eficaces recomendaciones. Le dejé una carta del señor Fernández, en la cual le consultaba no sé qué acerca de las enfermedades de Pepillo, y me fui en busca de Andrés hacia su tenducho de La Legalidad. El pobre viejo se olvidó de sus marchantes, saltó por encima del mostrador y corrió hacia mí, abriendo los brazos. Charló conmigo unos cuantos minutos y luego me dijo, poniendo su mano en mi cabeza:

—Ya ves, tengo muchos marchantes… y ya lo sabes: el que tenga tienda que la atienda… Allá te veré… Esta noche iré a cenar contigo… Vete a pasear… diviértete, que bastante habrás trabajado desde que te fuiste…

Al pasar frente a la botica de Meconio oí que me llamaban. Allí estaban los pedagogos y Ricardo Tejeda. Me fue preciso entrar. Todos se adelantaron a saludarme, menos mi amigo, el cual fingió que estaba muy engolfado en la lectura de El Montañés. Mancebos y maestros de escuela me veían de pies a cabeza, se miraban unos a otros y sonreían maliciosamente. No dejaron de dirigirme algunas bromas.

—Ya es usted charro… —me decía uno de los mancebos—. Todo Villaverde sabe que hace quince días vieron salir, camino de Santa Clara, al ex covachuelista de Castro Pérez, jinete en un corcel brioso, hecho un caballero andante. ¡Vaya! Dejó la pluma por la reata…

Venegas y Ocaña coreaban con ruidosas carcajadas las bromas del imberbe galeno, y Ricardo seguía abismado en la lectura. Después me hablaron de Gabriela.

—Chico —repetían— ¡lograste lo que deseabas! Estás en la arena y junto al río… ¡Buen partido! Te cayó el premio… te casarás… ¿Cuándo es la boda? ¿Cuándo nos das el gran día?

Me indignaban aquellas burlas; pero rechazarlas enérgicamente habría sido una tontería. Hice risa de mi cólera; me burlé de mí, repitiendo los dichos del boticario, y así logré que se calmara la tempestad. Luego se habló de una compañía dramática, recién llegada, y que esa noche daría su primera función en el Teatro Pancracio de la Vega.

—¿Irás?… —me decían—. ¡Buena compañía! Esta noche nos darán Fe, Esperanza y Caridad. No queda una butaca; los palcos estarán llenos y la temporada será magnífica.

En aquellos momentos pasaron frente a nosotros las señoritas Castro Pérez. Entonces empezó la murmuración y el hacer trizas a las pobres muchachas. Ricardo dejó el periódico y salió a la puerta para ver a las señoritas. Las chicas se detuvieron un instante, saludaron, y la rubia exclamó, dirigiéndose a mí:

—¡Rodolfo! (con permiso de los señores)… Acompáñenos hasta la iglesia… Tenemos que hablar con usted.

Me despedí del grupo y acudí al llamado de la señorita. A la sazón salía Ricardo; viole Teresa, y la pobre niña se encendió como una amapola, bajó los ojos y se adelantó. Cuando yo le tendí la mano estaba trémula y sofocada por la emoción. Mi «amigo» la miraba desdeñoso y altivo.

No bien nos alejamos de la botica, se soltó Luisa:

—¡Conque se casa usted! Ya lo sabemos todo… ¡Buena suerte y gracias por el favor!… Tere está muy agradecida… ¿Vio usted a Ricardo? ¡Está que rabia! ¡El que se creía tan afortunado! Estaba seguro de que le correspondería Gabriela… ¡Buen chasco se ha llevado! ¡Muy merecido!…

—Pero, señoritas…

—¡Sí, sí, no lo niegue usted! Ya todos saben que la familia le distingue a usted mucho; que usted y Gabriela están a partir un piñón; que el negocio está arreglado, y que tendremos boda. Será muy lujosa. Gabriela y usted echarán el resto…

—¡Por Dios! —interrumpió la hermana.

Protesté contra la murmuración villaverdina de la cual era yo víctima hacía tantos días; declaré que me indignaba oír tantas mentiras como repetían las gentes, y supliqué a las niñas que no dieran oídos a tales dichos.

—Pues usted lo negará… pero es cierto que Gabriela y usted están arreglados. ¡Todo se sabe!… Para que vea usted que nada ignoramos, le diremos lo que aquí se cuenta. ¿No es cierto que esa niña y usted se pasean en el jardín, solos, solitos?…

—Sí, es verdad… ¿y qué?

—¿Y qué? ¿Pues qué quiere decir cristiano?

—Cierto que todas las tardes paseamos en el jardín; pero no solos, como usted dice, Luisa. Don Carlos y doña Gabriela van detrás de nosotros, y Pepillo nos hace compañía…

—Sí, Pepillo; como quien dice: el bufón del Rey… ¿Sabe usted cómo le llama ésta a Pepillo, a su cuñadito de usted?…

—No.

—¡Rigoleto!

Las chicas se echaron a reír.

Estábamos en el atrio de la Parroquia. Allí, a la sombra de los ahuehuetes, charlaban y reían cinco o seis lechuginos. Entre ellos estaba el joven cuyo destino fui a ocupar. Oí mi nombre y el de Gabriela, y una voz que decía:

—¿Se casarán?

—¡Es cosa arreglada! —exclamó alguno—. Parece que…

Y no escuché más. Hablaron tan quedo que no percibí lo que decían. ¡Alguna infamia!

Las señoritas Castro Pérez entraron en el templo. Yo las seguí maquinalmente…

«Parece que…». Estas palabras resonaban en mis oídos como los rumores de lejana tempestad.

¡Bien sabía yo hasta dónde era capaz de llegar la murmuración villaverdina!

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