Angelina

Angelina


LV

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Gracias a las advertencias de Gabriela que me pusieron en guardia contra los caprichos del niño, Pepillo fue siempre dócil y cariñoso conmigo. Todas las mañanas iba al escritorio, me pedía lápiz y papel, y se pasaba las horas pintando monos y casitas. Tenía el corcovadito ciertas aptitudes para el dibujo, cierto espíritu observador, y en dos por tres, de un rasgo, con dos o tres líneas trazaba la silueta de un buey o de una vaca, sus animales predilectos, predilectos porque les tenía miedo. No así con otros; había declarado la guerra a las palomas y a las gallinas, se entretenía en atormentar los insectos que caían en sus manos, y de ellas no escapaban con vida ni mayates ni mariposas. El gato, un gato regalón, muy querido de todos en la casa, huía del niño como del agua fría. Sólo Leal, el terranova pacífico y bonachón, el favorito de don Carlos, le sufría paciente y resignado. El corcovadito le maltrataba de diario, aguzaba el ingenio para atormentarle, y todos los días inventaba nuevas diabluras contra el pobre animal que, cansado de las fechorías del muchacho, escapaba, gruñendo, para volver a poco, cariñoso y sumiso, a lamerle las manos. Así quería Pepillo que fuesen con él las personas y criados que le trataban y servían; así quería que fuese Gabriela, la cual no cesaba de corregir en el niño cuanto en él observaba contrario a una buena educación. Pero el pobre niño no sufría las reprehensiones de su hermana, se revelaba contra ella y la colmaba de insultos. La joven apelaba a sus padres pero éstos rara vez la escuchaban.

—¡Cosas tuyas, Gabriela! —exclamaba la señora—. ¡Nada le toleras a Pepillo! Niña: piensa que el pobrecillo está enfermo… Recuerda que es muy desgraciado…

El jorobadito y yo hicimos buenas migas; yo compadecía su miseria, y él me respetaba y me quería. A fuerza de paciencia y de dulzura conseguí que fuese amable con su hermana, y aunque de tiempo en tiempo renovaba su odiosidad, en algo mejoré las atroces tendencias del niño. Mucho me agradeció la señorita mi empeño en dulcificar el carácter de su hermanito, y esta gratitud hizo que cada día fuese Gabriela más y más obsequiosa con su amigo. Me hizo una confidencia; me refirió que había estado enamorada de un joven muy rico y apuesto, mas, por desgracia, dado al juego y a los vicios. «¡Le quise mucho! —me decía entristecida— pero fue preciso olvidarle… ¿Olvidarle? No, no le olvido aún. Fue preciso poner término a esos amores que no eran del agrado de mi papá; pero le confieso a usted, Rodolfo, que le quise mucho, ¡mucho!… Se parece usted mucho a él. Cualquiera que los viese juntos diría que son hermanos. Una vez, acaso no lo recuerde usted, estaba yo tocando, pasó usted y se detuvo en la ventana. Yo no pude contenerme y corrí a la reja… usted siguió su camino… Desde ese día me simpatizó usted. Pregunté ¿quién es ese joven? Y Angelina me dijo: se llama Rodolfo… ¿Si supiera usted lo que pensé? ¿Sabe usted qué? ¿A que no adivina? Que Linilla estaba enamorada… ¡Bonita pareja! —pensé—. Ahora estoy segura de que usted también está enamorado. Cuando hablamos de Angelina no puede usted dominar su emoción. ¡Sean ustedes felices! Yo… ¡no volveré a querer a nadie!…».

La hermosa señorita bajó los ojos y suspiró tristemente. No supe qué decir y me quedé contemplándola. Después de un rato de silencio, durante el cual me sentí dominado por la soberana belleza de la joven, murmuré:

—Gabriela… Usted merece ser dichosa. ¿Llora usted muerta la más dulce ilusión? Ya renacerán en esa pobre alma dolorida las flores de la esperanza. Amará usted… ¡y será feliz!

Levantó Gabriela su gallarda cabeza y fijó en mí sus ojos. Me estremecí. Una imagen que no se aparta de mi memoria surgió de pronto ante mis ojos… Así, así me miró muchas veces la hermosa niña rubia, objeto de mi primer amor…

Dejó Gabriela el libro que tenía en las manos y se dirigió lentamente hacia un extremo de la sala, abrió el piano y me llamó, diciendo:

—¿Ha oído usted esta sonata?

Y no hablamos más aquella noche. Al acabar la pieza llegó don Carlos:

—Vamos, amiguito: un partido de ajedrez…

Desde ese día me persiguió a todas horas el recuerdo de Gabriela; me pasaba yo el día pensando en ella, y las horas eran instantes cuando estaba yo a su lado. Entonces sí que solía yo olvidarme de Angelina. ¿Amor? ¿Amistad? ¡Amor, si, amor!… ¿No ha dicho Byron que «la amistad es el amor sin alas»?

Puse gran empeño en saber lo que pasaba en mi corazón. ¿Qué sentimiento era aquél que no me apartaba de Angelina, y que, sin embargo, me arrastraba hacia Gabriela? Me acusaba yo de infidelidad para con Linilla; repasaba yo mis actos uno por uno, y aunque me hallaba yo inocente, me condenaba yo con la severidad del juez más recto y me proponía alejarme de Gabriela. ¡En vano! No se me pasaba un instante sin pensar en ella. Era para mí luz, alegría, juvenil regocijo, primera aspiración de amor; ilusión de niño que yo creía perdida para siempre y que de pronto aparecía delante de mí; esperanza malograda que, ebria de vida, sacudía sus alas de mariposa en el fondo de mi corazón, reanimada por la luz de los ojos azules de la niña.

Y, preciso es decirlo aunque nadie lo crea, aunque estas páginas hagan sonreír a los lectores: no estaba yo enamorado de Gabriela, no; mi corazón era de Linilla, de la huérfana tierna y cariñosa, que allá, en un rincón de la Sierra, vivía pensando en mí… No sabía yo qué fuerza misteriosa me arrastraba hacia Gabriela. ¿Su belleza, su elegancia, su discreción, el fraternal afecto con que me distinguía? Acaso todo esto, y algo más, de lo cual no me daba yo cuenta, y que era poderoso, irresistible; secreto impulso contra el cual no podía yo luchar. ¡Y qué noches de insomnio! ¡Y qué días tan penosos! A las veces me reía de mí; sí, reía de mi locura y maldecía yo de aquella pasión que poco a poco me iba subyugando, que me tenía intranquilo, y que ante mi propia conciencia me hacía parecer despreciable y desleal. ¡Cuánta razón tenía Linilla para dudar de mí!

Procuré dominarme, me decidí, aun a trueque de que Gabriela me creyera descortés, a huir de ella, y me mostré durante varios días desabrido y huraño. Me pasaba yo en el escritorio las horas de descanso, fingiendo ocupaciones extraordinarias, o me iba yo, como escapado, a vagar por la llanura o a tenderme en la hierba, bajo los árboles del río. Varias veces me llamó la señorita para enseñarme sus dibujos y una linda acuarela, pintada en obsequio mío —un ramo de violetas puesto en una copa de cristal— y tardé en acudir a su llamado. Por la noche, a la hora en que nos reuníamos en la sala, permanecía yo lejos de Gabriela, hojeando los periódicos; hasta que al fin, comprendiendo ella que algo grave me tenía pensativo y cabizbajo, me dijo cariñosamente, como una hermana que trata de consolar al pequeñuelo preferido:

—Vamos, Rodolfo… ¿qué tiene usted? ¿Enojos de Linilla?

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