Angelina

Angelina


LVI

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LVI

A fin de semana recibí una carta de tía Pepa. En ella me decía que la enferma había sufrido un ataque horrible; que el doctor se mostraba muy alarmado e inquieto, y que la cosa iba mal, muy mal.

Yo quiero que estés aquí, en Caso de una desgracia, para que me acompañes y me ayudes. Juana hace cuanto puede. La pobre ya no sirve para cuidar a un enfermo y la criada no tiene modo. ¡Qué falta me hace Angelina! Si estuviera aquí no sería tan grande mi inquietud. No por eso vengas; Sarmiento dice que vamos bien, que el peligro pasó ya y que, Dios mediante, no hay que temer una desgracia, por ahora. Pero yo veo las cosas de otra manera: Carmen no puede durar mucho; eso no es vivir, y de día en día la veo más débil y caída. Antes comía muy bien, pero ahora me cuesta mucho trabajo conseguir que tome alguna cosa; un triunfo cuesta el que acepte las medicinas. Considérame: estoy muy acongojada, apenas duermo, y vivo en constante zozobra. Don Román vino a verme y vino también tu amigo don Quintín. Es un joven muy bueno. Me preguntó si en algo podía serme útil y si necesitaba yo alguna cosa. Le dije que no, y le di las gracias.

También vinieron las niñas de Castro Pérez, me preguntaron por ti y me encargaron que te diera memorias de parte suya y de su papá. No me simpatizan esas niñas, ya te lo he dicho. ¡Qué murmuradoras y qué indiscretas! ¡Tú dirás! Le preguntaron a Carmen, sin considerar el estado que guarda, que si era cierto que eras novio de la señorita Fernández y que te ibas a casar con ella. A mí me dio mucha cólera eso; porque comprendí que sólo por averiguar y saber la verdad habían venido. Se estuvieron aquí más de tres cuartos de hora, charlando como unas cotorras. Si vuelven, que no volverán, se quedarán en la sala, y por nada de esta vida las dejaré entrar en la recámara.

No te inquietes ni te aflijas; si hay algo grave te escribiré para que vengas. Sarmiento me ha ofrecido decirme la verdad. Ayer le escribí a Linilla con unos músicos que fueron a San Sebastián a tocar en los oficios de la Semana Santa. ¡Qué Semana Santa voy a pasar, hijito! Y yo que deseaba ir a todo. Va a predicar un padre nuevo. Dicen que lo hace muy bien. Las siete palabras van a estar magníficas. En la casa de Castro Pérez están ensayando el Stabat Mater.

Pero a nada de eso iré yo. El pobre de Andrés viene todas las noches, luego que cierra su tienda, y dos veces se quedó acá para acompañarme. A mí me agrada eso, porque así no estoy tan sola, y si se ofrece algo hay quien vaya a la botica o a llamar al médico; pero temo que una noche, mientras él está aquí pase algo en la tienda.

Tengo la esperanza de que Angelina venga con el Padre, luego que pasen los días santos. ¡Dios lo haga!

No quise enseñar esta carta al señor Fernández, ni hablé de ella; pero Gabriela que me vio pensativo y triste inquirió la causa de mi abatimiento, y yo le conté todo.

—¡Pues dígaselo usted a papá!

Me negué a ello. No era necesario. Más tarde sería preciso ir, cuando la situación fuese verdaderamente grave.

Así las cosas llegó el Miércoles Santo. La familia se fue a Villaverde, y sólo nos quedamos en la hacienda el mayordomo, yo y Mauricio, el caballerango, un muchacho muy simpático y muy servicial. Iba a la ciudad todos los días, muy de mañana, para traerme noticias de la enferma. El peligro había pasado, tía Carmen mejoraba y las cartas que recibía yo eran satisfactorias.

Gabriela volvió el Lunes de Pascua. ¡Dichoso el momento en que la vi! Aquellos cinco días de ausencia fueron siglos para mí. ¡Cómo eché de menos a la joven! Recorría yo la casa en busca de ella; me iba yo a vagar por el jardín, imaginándome que allí la encontraría, y tornaba yo a mi cuarto desconsolado y abatido. El piano, la mesa de dibujo, los periódicos que Gabriela leía y las plantas que ella cultivaba me hablaban de la joven, y a solas, en la sala, me complacía yo en recordar sus palabras, en cerrar los ojos para fijar en mi mente la imagen de la niña.

Y sin embargo aseguro que mi corazón era de Angelina, porque a las veces, en mis ensueños, no veía yo a Gabriela, sino a Linilla; a Linilla que me miraba tristemente, como si fuera a decirme:

«¡Ingrato! ¿Por qué te olvidas de mí?».

Aquello era una locura, un delirio, algo como un hechizo que me dominaba y me poseía.

Me decía yo: «¿Estás enamorado de Gabriela?…».

¡Y mi corazón contestaba que no, que no! Jamás me hubiera atrevido a murmurar en sus oídos una frase amorosa; nunca hubiera sido capaz de decirle: «Gabriela… ¡vivo para usted!». No, porque amaba yo a Linilla; para ella soñaba yo dichas y venturas; en ella pensaba yo cuando en el silencio de la noche, de codos en el balcón, meditaba yo en lo porvenir. Y hasta me ocurría que si mis deseos se realizaban, si un día me era dado llevar a Linilla al pie de los altares, Gabriela y don Carlos apadrinarían nuestra boda…

¿Ser amado de Gabriela? No lo pensaba yo, y si alguna vez llegó a ocurrírseme tal idea, la aparté de mi mente como un pensamiento criminal. Pero no se me ocultó que aquella alegría que embargaba mi ánimo al ver a Gabriela, al estar a su lado, al conversar con ella, en la mesa o en la sala, y la tristeza que se apoderaba de mi espíritu cuando me veía yo lejos de la encantadora señorita eran indicios de que en mi pecho se encendía irresistible amor.

«¡No —me dije— no, es preciso ahogar esta pasión que apenas nace y ya me quema! Huiré de Gabriela; seré con ella desdeñoso, indiferente, frío; procuraré hacerme odioso; quiero que me aborrezca…». ¡Vanos propósitos! ¡Empeño inútil! Me refugiaba yo en el recuerdo de Angelina, como en un puerto salvador; me repetía una y mil veces cuanto ella me había dicho, sus palabras más tiernas, sus frases más doloridas, las expresiones que más hondamente habían penetrado en mi corazón, y cuando me creía yo victorioso y alardeaba yo de haber triunfado de mí mismo, la voz de Gabriela, el eco de su piano, el ruido de su falda, el aroma de sus vestidos, cualquiera cosa suya me hacía estremecer y, me sentía yo débil como un niño, impotente para resistir una mirada, la más indiferente, de sus ojos azules.

Me resolví a confiar a Gabriela mis amores con Angelina. Así —pensaba yo— me salvaré y no podré decirle nunca que la amo. «Usted, amiga mía, amiga cariñosa —le diría— usted sabrá, antes que nadie, que en la dicha de esa joven, que es y ha sido muy desgraciada, cifro todas mis ilusiones, todas mis esperanzas. ¡Estoy lejos de ella, muy lejos; hace mucho tiempo que no la veo, y necesito oír su nombre, necesito que alguno sepa que la amo, que la adoro!…».

Pero llegaba el momento deseado, y mis labios permanecían mudos y el corazón quería salírseme del pecho.

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