Angelina

Angelina


LXI

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LXI

A las siete, cansado de esperar a mi tía Pepilla, me senté a la mesa. Juana se apresuró a servirme. En esos momentos llegó la anciana.

—¡Ay, Rorró! ¡Qué dirás de mí! ¡Pero, hijito de mi alma, qué misa tan larga! ¿Ya te desayunaste? ¿No? Pues aquí tienes compañera… ¡Vamos, Juana; pronto, prontito, vea usted que Rorró tiene que irse!…

Tía Pepilla puso en un extremo de la mesa el libro y el rosario, y quitándose el pañolón le arrojó sobre el respaldo de una silla.

—¿Te vas hoy?

—Sí, tía; luego que acabemos. Ahí en mi mesa está una carta para Linilla. Mándela usted con el que venga de San Sebastián. Hoy o mañana vendrá el muchacho…

—Si tú vieras, Rorró —contestó mi tía prepicipitadamente— que ya voy entrando en cuidado. Hace más de quince días que no tenemos noticias de Angelina. Antes… ¡vaya!… la Semana Santa… luego los huéspedes… ¡pero ahora!… Las niñas Castro Pérez llegaron desde antier… ¿por qué no escribió con ellas?

—¡Así la dejarían de aburrida!

—Tal vez… ¿Quieres mantequilla? Juana ¡traiga usted la mantequilla! Yo voy a escribir esta tarde, para que si alguno viene no tenga que esperar… luego tengo que andar a las carreras.

—Oiga usted, tía: si Angelina me escribe, ya lo sabe usted, luego, lueguito, me manda usted la carta. Le diré a Mauricio que pase por acá todos los días.

—¡Bueno! Con él te mandaré la ropa. Ese Mauricio tiene cara de buen muchacho. ¡Qué respetuoso! ¡Qué bien hablado!

Y la tía se soltó charlando alegremente. Estaba muy contenta, contentísima.

—¡Qué gusto, Rorró, qué gusto! Nada de lidiar con los chicos… desde el día primero voy a descansar… ¡Ya los niños me tienen hasta aquí! ¡Para eso Angelina!… ¡Lo mismo que para cuidar de un enfermo!… Ya te lo he dicho, Rorró; si Angelina no se casa ha de parar en hermana de la Caridad. ¡Tiene vocación, hijo, tiene vocación! El otro día se lo dije al padre Solís y me contestó: «¡Tiene usted razón!».

—¡Vaya con usted y con el padre Solís! ¿Angelina monja? ¡Dios nos libre! Linilla será esposa y madre de familia…

Miróme fijamente la anciana y, sonriendo, me dijo:

—¿Te casarías con Linilla?

—¡De mil amores!

—Ese casamiento sería muy de mi gusto. Dicen por ahí, pero yo no lo creo, que estás enamorado de Gabriela…

—¡No, tía! Ya sabe usted que las gentes dicen cuanto se les ocurre…

—¡Pues mejor, hijo, mejor! ¡Yo quiero mucho a Linilla!… Gabriela será muy elegante, muy bonita, muy rica ¡cuanto tú quieras! pero donde está Angelina…

Era preciso irse.

—Bien, tía… —dije levantándome— ya es hora de montar a caballo…

—¿No te despides de tu madrina?

—Sí ¡cómo no!

Nos dirigimos a la recámara.

Tía Carmen estaba cerca de la cama, sentadita en su sillón. Me recibió risueña y cariñosa.

—¿Ya te vas?

—Sí, tía quiero llegar temprano.

Nunca la vi más pálida ni más débil; apenas oíamos lo que decía. La parálisis era casi completa. La pobre anciana tenía un brazo completamente inmóvil y los dedos contraídos. En las extremidades inferiores no había fuerza; los pies estaban hinchados.

—Rorró —exclamó tía Pepilla— dile a tu madrina lo que te recomendó el doctor.

—Sí, tía; ejercicio, mucho ejercicio; siquiera una vuelta por la sala todos los días. ¡Una vuelta, una sola, madrina! ¡Eso de estar así, sentada, todo el día sentada, no puede ser bueno!…

—¡Pero… si… no puedo! —murmuró.

—Un esfuerzo…

Tía Pepa me hizo una seña para que viera yo los pies de la enferma. Los tenía tan hinchados que apenas cabían en los pantuflos.

—¿Verdad, madrina, que hará usted todo lo que le mande el doctor?

Me respondió que sí, moviendo la cabeza.

—¿Verdad que tomará usted las medicinas?

Sonrió e hizo un movimiento afirmativo. Tía Pepilla tenía húmedos los ojos. Me acerqué, y arrodillándome junto al sillón quise abrazar a la anciana.

—¡Adiós, tía! Vendré la próxima semana.

—¡Bueno… bueno! —dijo con mucha dificultad y con voz tan débil, que apenas la oíamos.

—¡Quiera Dios que me encuentres viva! Estoy muy mala… pero… ni ésta ni Sarmiento quieren creerlo.

—¡No tía! —prorrumpí, riendo—. Está usted nerviosa y por eso se siente usted tan débil…

—Vaya… vaya —me dijo sonriendo dolorosamente— dame un abrazo…

Cuando me levanté y me incliné para darle un beso en la frente, vi que por las pálidas mejillas de la enferma rodaban dos lágrimas, dos lágrimas de esas que en el rostro de un cadáver parecen gotas de rocío en el seno de una rosa blanca.

Salí del aposento con el corazón hecho pedazos. Tía Pepa me seguía silenciosa y cabizbaja…

Por fin habló:

—¿Qué dices de eso?

—Nada, tía; que si por mí fuera… ¡no me iría yo!…

—¿Cuándo vuelves?

—El domingo… pediré licencia.

—Sí, sí, ven… ¡mira que estoy sola, muy sola!…

—Dígale usted a Andrés que venga todas las noches…

—¡No dejes de venir el domingo!

—Aquí estaré.

No quise irme sin hablar con Sarmiento. Le hallé en su casa.

—Vaya, muchacho… ¡ten valor!… Fía en mí… Si algo tenemos que me parezca grave, no tardaré en avisarte… pero no quiero que vivas engañado… todas las cosas tienen su fin… El estado general de tu tía es malo, malísimo, pero repito: por ahora no hay que temer… Más tarde, cualquier día… en fin… ¡Dios dirá! Vete con Dios.

Al pasar hablé con Andrés.

—No tengas cuidado, amito. Iré todas las noches… vete tranquilo… anoche estuve con tu tía y estaba muy contenta.

Y tomé el camino de la hacienda. El corazón me iba diciendo que tía Carmen no viviría mucho… ¡Siete años de enfermedad! ¡Ya era tiempo!…

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