Angelina

Angelina


LIX

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LIX

El día dos, al caer la tarde, llegó Mauricio. Me trajo una carta de tía Pepilla:

Tu madrina sigue bien. Don Crisanto me dijo ayer que ya pasó el peligro; pero que el estado de Carmen no es bueno. Me ofreció venir a verla cada tres días. ¡Bendita sea la Santísima Virgen que nos ha sacado con bien! Los ramilletes salieron lindísimos, y ya estarán en el altar. Se llevaron de avíos más de cinco pesos, pero, eso sí ¡son de papel muy fino! No han escrito de San Sebastian, ni Angelina ni el Padre; será porque han tenido mucho a que atender con las fiestas de Semana Santa. Ahora tienen huéspedes; Castro Pérez anda por allá con motivo de que fue a dar posesión de unos terrenos a don Pedro Amador, uno de los ricos de por allá. ¡Qué ocurrencias de don Juan! ¡Ir cargando con las muchachas! El Juez se va mañana. Como vive aquí enfrente vimos que ya le trajeron los caballos. ¡Tú dirás! En San Sebastián no hay más que jacales, y toda esa gente habrá posado en la casa del Padre. No sé lo que harán para colocar a tantos en una casa tan chica y tan incómoda, ni qué darán de comer a tanta boca. Mandarían por víveres a Pluviosilla. Antier a las seis de la mañana pasaron por aquí las Castro Pérez: iban a caballo, con sombreros jaranos. ¡Buena visita! ¡Pobre de Angelina que habrá tenido que lidiar con ellas!

A la una, cuando volvía yo de misa, me encontré a don Carlos. Iba con Gabrielita. ¡De veras que la muchacha es hermosa! Me dijeron que el día cinco vendrás a la fiesta. Nosotras estamos contando las horas. Carmen te manda un abrazo, y también Juana y Andrés.

Sabes cuánto te quiere tu tía

MARÍA JOSEFA

Esta carta de la tía me devolvió la tranquilidad. Todo quedaba explicado. Angelina no había escrito por los quehaceres de la Semana Santa y por los huéspedes. Pero escribiría, sí, escribiría. De seguro que al llegar a Villaverde tendría yo carta de Linilla, y acaso dentro de pocas semanas vendría el Padre, y con él Angelina. ¡Bueno era el santo señor para no traerla!

Después de la cena, luego que los empleados se retiraron a sus habitaciones, me fui a la sala, abrí el balcón, y sentado en una mecedora, gozando del fresco de la noche, una hermosa noche de luna, me puse a pensar en Linilla. Sí, sí ¡ella sería la dulce compañera de mi vida! Me la imaginaba yo vestida de blanco, cubierta con vaporoso velo, coronada de azahares, tímida, sonrojada, trémula, radiante de alegría. Ya me parecía verla a mi lado, de rodillas, delante del altar.

Por el balcón, abierto de par en par, llegaban hasta mí, en alas de la brisa, los rumores del río, el susurro de los árboles, el zumbido de los insectos, el silbido de los reptiles, la voz vibrante de alado trovador. Delante de mí se abría dilatada calle de árboles. La luz de la luna pasaba a través del follaje y dibujaba en la arena blanquecina círculos vagarosos. En los vecinos naranjales se abrían los últimos azahares.

¡Hermosa noche! ¡Qué dulcemente que susurraban los vientos! Pero, ay, ¡qué solitaria y triste me pareció la sala!… Estaba fría como una tumba, desolada como una alcoba de la cual han sacado un cadáver. El piano mudo; los pinceles olvidados; las rosas, pálidas y desfallecidas, se inclinaban al borde del rico tazón de Sèvres, y cuando el viento las movía dejaban caer, uno a uno, sus pétalos marchitos. Aún quedaba en el aposento el aroma de los vestidos de Gabriela… El rumor de las hojas secas que caían en el balcón remedaba el roce de una falda de seda…

Se había ido la hermosa señorita. No vivía para mí, no me amaba, no podía amarme, y, ay ¡me había robado el corazón!…

Pensé muy seriamente en la vida. ¡La vida! ¡Un crepúsculo espléndido que dura unos cuantos minutos! Después… sombras y oscuridad. Todo nos engaña… la fortuna, la gloria, la amistad, el amor. Amamos, queremos ser amados, caemos a los pies de una mujer y le ofrecemos el corazón, la vida, el alma, y luego, cuando somos correspondidos, cuando la dicha y la felicidad nos sonríen, olvidamos nuestras promesas más sinceras, nuestros juramentos más sagrados.

Me sentí desalentado y triste; comprendí que aquel amor que poco a poco iba apoderándose de mi alma, era un delirio, una locura que me arrastraba hacia la ingratitud y la infidelidad.

¡Pobre niña desgraciada, huérfana, víctima del infortunio! Me amaba; había escuchado mis ruegos; me había dado su corazón, aquel corazón hecho pedazos por el dolor, y yo pagaba tanta ternura con el olvido. No ¡mi conducta era infame, inicua, vergonzosa! ¿Qué amaba yo en Gabriela? ¿La hermosura, la discreción? También Angelina era hermosa y discreta. ¿La elegancia? Si Angelina con sus trajes humildes y sencillos era tan elegante como Gabriela… ¿La riqueza? No ¡la riqueza no puede dar felicidad a los corazones!… Tía Carmen me había dicho que la señorita Fernández era rica… sí, pero también me decía: «No seas causa de que una mujer llore un desengaño.»

Ahogaré este amor y viviré para Linilla —pensé— ¡sólo para ella! Le escribiré, iré a verla ¡y le confesaré todo! ¡Es tan buena, tan sencilla, tan cariñosa!… «Mira Angelina, Linilla mía, ¡perdóname! —le diría yo—. He sido infiel a tu cariño, a tu amor. De hoy más ¡te lo juro por la memoria de mis padres, viviré para ti, sólo para ti! ¿Qué haré si me faltas, si me niegas tu cariño? ¿Qué haré abatido y postrado por el dolor si no tengo el consuelo de tus palabras? Eres buena, muy buena, eres un ángel… Yo quiero ser bueno como tú. Sálvame, Angelina. Una palabra tuya puede salvarme. ¿Verdad que me perdonas? ¿Verdad, niña mía, que todo lo olvidarás? Nadie te ha dicho nada, y yo mismo, yo mismo, sin temer tus enojos, vengo a confesarte que durante varios días otra mujer ha sido dueña de este corazón que es tuyo, solamente tuyo. ¡Pero nunca te olvidé, aunque quise olvidarme de ti!»

Linilla me perdonaría, seríamos felices, viviríamos dichosos y veríamos realizadas nuestras más bellas esperanzas.

Pensando en estas cosas pasé dos o tres horas, en lucha conmigo mismo. La codicia, sí, la codicia, porque sólo ella me podía hablar de ese modo, me decía: «¿Dices que Gabriela ama a otro, que vive pensando en otro, que no puede amarte? ¡Ten paciencia, ten calma, que no todo ha de ir tan de prisa como tú quieres! Ese joven a quien ya detestas, aunque no le conoces, no es digno del amor de Gabriela, y tarde o temprano, el mejor día, se casará con alguna señorita más rica que ésta a quien ya amas. Gabriela le olvidará, y entonces… ¡Ten calma! ¡Eres un muchacho sin experiencia! Déjate de melancolías y de novelas; abomina de Lamartine y de Zorrilla, y recuerda que tu poeta favorito fue rico porque se casó con una inglesa millonaria. Ya verás cómo Zorrilla se muere de hambre, sin que le valgan glorias ni laureles, sin que los favores de príncipes y reyes les hayan sacado de pobres. ¡Ya sé lo que vas a responderme! ¿Que eso de casarse por interés te parece indigno de un caballero? ¡Escrúpulos pueriles! Ya procederás de modo que tu buen nombre salga ileso. ¿Que Gabriela no te ama? Espera.»

El amor hablaba noblemente. «¡Eres un villano! ¡No, seas egoísta! Angelina te ama con todo el corazón, con toda el alma. ¡Pobre niña! Piensa que ha sido muy desgraciada; recuerda con qué franqueza, con qué sublime sencillez te contó la triste historia de su vida. Puedes hacerla dichosa. No tiene parientes ni amigos. El día que muera el padre Herrera la hermosa Linilla se quedará sola en el mundo, y se quedará en la miseria… ¡Qué de amarguras se le esperan! Aún no te había visto y ya te amaba. ¡Viniste y desde que tú llegaste fue dichosa! Gabriela es buena, pero Angelina es un ángel. Rodolfo ¡eres un loco! El corazón de la huérfana es un manantial inagotable de ternura. En esa alma dolorida viven el amor con todas sus virtudes, y el desinterés y la abnegación. Estás en uno de los momentos más solemnes de tu vida: ¡mira lo que haces! No eres codicioso ni avaro; no ambicionas riquezas; sueñas con una felicidad modesta y tranquila… Hace pocos días pintabas en una carta bellísimo cuadro. ¿Te acuerdas? Una casa embellecida por Angelina; tus tías, felices complaciéndose en verte; el padre Herrera lleno de alegría; tú y Linilla preparándole una sorpresa; y allá en el jardín dos niños, que parecían dos querubines, jugando con un arillo encascabelado. ¡Eso es lo que tú quieres! Lo tendrás a poco que te empeñes. Oyeme, óyeme: tú eres el único amor de Angelina. Antes de amarte a ti no amó a ninguno… Gabriela ama a otro ¡y acaso no lo olvide jamás!… Supongamos que mañana eres esposo de esa elegante señorita… ¿Quién responde, quién, de que Gabriela, es decir, tu esposa, no piense algunas veces en Ernesto? El otro día le viste escribir una letra… y sentiste celos ¡celos horribles! ¿Me pides consejo? Haz lo que quieras; pero antes consulta con tu conciencia.»

Esta me acusaba de ingrato. La conciencia quedaría tranquila y callaría. La firmeza de mis propósitos y mi conducta futura lograrían dejarla satisfecha. Linilla no sabría nunca que su Rodolfo le había sido infiel.

Me asaltó entonces horrible presentimiento. Las señoritas Castro Pérez estaban en San Sebastián… ¡Eran tan indiscretas! Pero, en suma ¿qué podrían decir? Los embustes que todos repetían en Villaverde ¡y nada más!

Cuando me levanté de la mecedora para cerrar el balcón, daban las doce en el reloj del escritorio. Allá, en el fondo del jardín, seguía cantando el trovador alado.

Al atravesar la sala aspiré con delicia el aroma de las flores que se morían en el tazón de Sèvres; el piano de Gabriela me pareció como todos los pianos; los pinceles esparcidos en la mesa de trabajo, junto a la acuarela principiada, nada me dijeron de la rubia señorita.

Dormí tranquilamente. Así deben dormir los que tienen una buena conciencia.

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