Angelina

Angelina


V

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V

Arrodillado delante de la enferma conversé largo rato. La pobre anciana, aunque dulce y cariñosa, en realidad fue siempre áspera y severa, acaso agria. Contábase en la familia, que en su primera juventud se distinguía de mi madre y de mi tía Pepa en lo festivo de su conversación, en lo dulce de su trato. Alegre y bulliciosa, muy dada a fiestas y saraos, encanto de toda buena sociedad, a los veinte años se tornó silenciosa, reservada, melancólica. ¿A qué se debió tal cambio? Ello es que la Carmelita (así la nombraba el abuelito) renunció a los espectáculos, moderó su lujo en el vestir, se apartó del trato de sus compañeras, y engrosó las filas de las solteronas, innumerables en Villaverde. Pero no era, como ellas, murmuradora y amiga de censurar a todo bicho viviente, vicio de cortijos y poblachones, donde no se vive más que para espiar a los vecinos y relatar diariamente cuanto éstos hacen o dejan de hacer. En mi tía Carmen no arraigó la murmuración ni halló tierra propicia la maledicencia, acaso porque a la nobleza de su alma repugnaba todo lo bajo y miserable. Por lo contrario, en todas ocasiones salía en defensa del ausente, desgarrado en su buen nombre por las tijeras del gremio solteril. De aquí que todos la quisieran y la respetaran; de aquí, sin duda, que nadie, o muy pocos, gustaran de penetrar en los misterios de aquel cambio de carácter, para ninguno inadvertido, que más que tal era resultado de una resolución hija de una voluntad inquebrantable y firme.

Se dijo —así me lo contó una vez don Basilio— que todo provenía de un desengaño amoroso. Tía Carmen no tuvo, como todas las muchachas de Villaverde, muchos novios. Para la festiva y bulliciosa señorita el amor era cosa muy grave y muy seria, con la cual no debía jugarse, sino algo único en la vida, que se alcanza vivo, noble, duradero y dichoso; que asegura la felicidad o resulta malogrado, pasajero e infeliz, y al cual todo corazón bien puesto, toda alma elevada debe permanecer fiel en todos los instantes de la vida, hasta la hora de la muerte. Fue el caso —responda de la historia el señor alcalde— que mi tía residió en Pluviosilla varios años, a la sazón que mi abuelo desempeñaba allí un importante papel político. Como era natural, no le faltaron a la tía Carmita muy finos galanes, donceles amartelados que no la dejaban ni a sol ni a sombra; que desde la esquina le hacían unos osos fenomenales; que la seguían a todas partes, lo mismo a las distribuciones piadosas en la iglesia de San Francisco, que, todos los domingos, a la misa de diez en el templo de San Juan de la Cruz, que era, en aquel antaño, la preferida de todas las muchachas lindas y en privanza, como ahora, en estos felices días, la misa de ocho en Santa Marta.

En un paréntesis agregaba el señor alcalde, que mi tía era uno de los palmitos más codiciados de la piadosa y próspera Pluviosilla. Y no lo dudo: en la familia se conservó, durante muchos años, una miniatura hecha en Jalapa por Castillo, una miniatura, que, al decir de mi abuelo, era de mérito singular, en la cual aparecía la Carmita con una hermosura y una cierta majeza, dignas del pincel de Goya. Majeza y hermosura que nada tenían de ordinario, vulgar y provocativo; cierta gracia andaluza, sevillana, que robaba las miradas y cautivaba el corazón.

Había que verla en aquel retrato: amplio el escote, corto el talle, desnudo el torneado brazo, ricillos en las sienes; rica, donairosa mantilla, y ladeada peineta de boca de olla. ¡Ni más ni menos que la reina doña María Luisa! ¡Con razón los pisaverdes y lechuginos de Pluviosilla se bebían los vientos por mi hechicera tía!

Sucedió lo que tenía que suceder (aquí entra lo más importante de la historia del señor alcalde) que un gallardo capitán, guapo, discreto, elegante como el que más, logró clavar una saeta en aquel corazoncito de roca, y consiguió que la rubia Carmita pusiera alma y vida en tan brillante y codiciado oficial. Hallósela éste en un sarao; bailó con ella una contradanza y una ceremoniosa cuadrilla, declaróle su atrevido pensamiento, y la señorita dijo, terminantemente, que estaba dispuesta a dar la blanca mano a su admirador, siempre que el afortunado galán (que la escuchaba atusándose el audaz bigote) se dirigiera, como hacerlo debe todo caballero de altas prendas, al jefe de la familia, al señor mi abuelo. El galán, a quien abonaban no sólo particulares prendas sino también nobilísimo abolengo, habló a su jefe, y con toda solemnidad pidió la mano de la señorita. Todo se arregló a maravilla; disponíase ya la boda cuando estalló en el Interior un pronunciamiento. El regimiento tuvo que salir de Pluviosilla, y el matrimonio quedó aplazado. De todo esto nada se sabía en la ciudad. La familia hizo de ello un misterio, y los murmuradores se contentaron con repetir que el capitán Fuenleal estaba loco por mi tía, pero que ésta, envanecida y orgullosa de su hermosura, jugaba con el corazón de su amartelado, sin dejarse coger en las amorosas redes, sin dar prenda que la comprometiese más tarde. Pasaron los días, los meses y los años, y nada supo Pluviosilla del capitán Fuenleal. Unos contaban que había muerto en campaña, después de batirse como un héroe; otros que pereciera en un duelo a que le llevó una aventura escandalosa; quiénes, que se había casado en Guadalajara con una rica heredera; quiénes que estaba procesado por un delito que la Ordenanza castiga con pena de muerte. Hasta que un día la rubia Carmita dio en vestir lutos, y lutos fueron por toda su vida. Parece cierto —así lo asegura don Basilio— que Fuenleal pereció en un duelo; pero no garantiza que fuera por causas de escandalosos amoríos ni por altos motivos de pundonor militar. Mi tía permaneció fiel a la memoria de su único amor, fiel a su brillante y apuesto capitán.

Esta es la historia de la pobre anciana; a esto se atribuía su cambio de carácter, la melancolía de su rostro, sus vestidos de luto, su acritud y su aspereza aparentes. «¡Es una rosa —decía don Basilio— una rosa que de un día para otro se convirtió en cardo!»

Siempre agria e intolerante conmigo hasta que dejé la casa paterna, hoy, acaso fuera por los sufrimientos de la enfermedad, se mostraba dulce, afable, tierna. Se afanaba en mimarme, se complacía en satisfacer el menor de mis caprichos, y no sabía qué inventar para tenerme contento.

—No, hijito —decía— nosotras hemos sido contigo lo que debíamos ser: hemos hecho las veces de madre. Haz lo que quieras; estás en cu casa; eres como el jefe de la familia. Aquí estamos para servirte y obedecerte. Pero qué ¿vas a salir con ese traje? —agregó viendo el mío empolvado y sin aliño—. No, vístete otro mejor.

Andrés trajo ya el baúl… Vístete; sal a pasear, a que te vean…

Y al oirme decir que deseaba yo ir a vagar por los ejidos de Villaverde y por las márgenes del Pedregoso.

—Pero, díme: ¿estás loco? No: ¡eso será otro día! Ahora, ponte elegante, y sal a visitar a los viejos amigos. Ni un día ha pasado sin que pregunten por ti. Visita a don Román, tu maestro; al doctor Sarmiento, que es tan bueno con nosotras; a don Basilio, que te quiere tanto; al señor Fernández… No; a ése no, porque no te conoce. Es el dueño de la hacienda de Santa Clara. ¡Muy buena persona! Ya irás con Pepa. Ya verás: ¡tiene una hija como una plata! Aquí no le faltan pretendientes… Ya lo conocerás… ¿Almorzaste bien? Pues anda, vístete, y sal a pasear.

Hubo que obedecerla. No venía muy provisto el baúl; no había en él mucho con que engalanarme; pero en dos por tres, con ayuda de tía Pepa y de Angelina, saqué la ropa, y pronto me presenté delante de la enferma hecho un veinticuatro.

—¡Eso es, así, como persona decente! —dijo. Tía Pepa y Angelina me seguían. Una me veía de arriba abajo con aires de satisfacción maternal. La doncella, desde la puerta del corredor, donde los pajarillos cantaban alegremente, me miraba con interés. Cuando yo volvía el rostro, ella fingía componer una planta que lucía en el pretil hermosos ramilletes de encendidas flores.

Ya en la puerta me gritó tía Pepa:

—¿A qué hora vuelves? Te esperamos a comer…

Al fin de la calle me ocurrió regresar para ir a la casa del dómine. Angelina estaba en la ventana. Sin duda había salido a verme.

Al pasar la saludé. Díjele algo que la hizo sonreír.

¿Qué había en el rostro de la doncella que me trajo a la memoria la angelical figura de Matilde, la dulce niña de mi primer amor?

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