Angelina

Angelina


VI

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VI

Villaverde es una ciudad de ocho mil habitantes. Situada entre los repliegues de una cordillera, en valle pintoresco y dilatado; circundada de risueñas colinas y de montes altísimos, Villaverde, como la isla de Calipso, goza de una constante primavera. No agostan calores estivales la mullida grama de sus dehesas, ni los vientos glaciales del Citlaltépetl marchitan la exuberante lozanía de sus florestas. Para ella no hay más que dos estaciones: la que engalana los campos con los dones de abril, y la pluviosa que renueva los no empalidecidos verdores de las selvas y de las llanuras.

Allá por las últimas semanas de septiembre acaban las lluvias diarias y copiosas, los cielos se despejan, y principia lo que suelen llamar los villaverdinos «el veranito de octubre», frescos y hermosos días, cuyas alegres y límpidas mañanas y cuyos crepúsculos áureos y nacarados vienen a ser como la nota regocijada de la elegiaca sinfonía otoñal.

Después las brumas entristecen los paisajes, y con ellas, puntuales mensajeras del plañidero noviembre, llegan a las dehesas y se esparcen por laderas y rastrojos las flores amarillas.

Repentinamente, una mañanita, los campos aparecen como espolvoreados de oro de Tíbar, y los picachos y las cumbres se envuelven en gasas cenicientas.

Así durante los meses invernales. A fines de febrero las nieblas se remontan, y se van, para que las montañas luzcan sus nuevos trajes, el vistoso atavío con que se engalanan los árboles al advenimiento de la primavera, la cual se acerca precedida de arrasantes huracanados vientos, que se llevan las frondas caducas, siegan las ramas muertas, hinchan con su hálito vivífico yemas y brotes, y aceleran el desarrollo de los capullos.

Estos vientos huracanados recorren los valles, bajan al fondo de las hondonadas, barren las llanuras e inundan de mil aromas la ciudad: olores de líquenes y musgos, esencia de azahar, suave fragancia de liquidámbar y de mil flores campesinas.

Id entonces al Escobillar, subid a la cercana colina, y gozaréis del más hermoso panorama; trepad a lo más alto, y tendréis ocasión de admirar la fecunda vega del Pedregoso, celebrada mil y mil veces por los poetas de Villaverde, y cantada en exámetros latinos y en liras arcaicas por el «pomposísimo Cicerón».

Imaginaos una llanura siempre verde, limitada en todas direcciones por oscuras montañas y risueños collados. El tono subido de los bosques hace resaltar el tinte alegre de los prados y de los campos de caña sacarina.

El Pedregoso, gárrulo y cantante en las quebradas, sesgo y cerúleo en los planíos, corta en dos partes la ciudad. Sinuoso aquí, recto allá, corre como una serpiente hacia la barranca de Mata Espesa, libre de arboledas en algunos sitios, oculto en otros por las alamedas y los naranjales.

Desde lo más alto de la colina del Escobillar veréis la ciudad como un juego de dominó esparcido en un tapete verde, cortada por la cinta plateada del río a cuyas márgenes se agolpan caserones y templos.

¡Singular alegría la de aquel valle! ¡Espléndido panorama el de aquel paisaje en que se mezclan y confunden las serenidades de la tierra fría con la vegetación abrumadora de las regiones cálidas! Pero ¡ay! no busquéis en los habitantes de Villaverde una alegría placentera, como pudierais esperarla, en armonía con la naturaleza; no busquéis allí caracteres regocijados, espíritus afables y risueños. Villaverde es la ciudad de los espíritus desalentados y melancólicos; es la ciudad de las «almas tristes».

¿Cosa del clima? No; porque ciudades de la misma región y de naturaleza idéntica son animadas, alegres, festivas, jucundas, como decía el «pomposísimo Cicerón». Los villaverdinos son de semblante triste, y en sus labios tiene la risa dolorosa expresión, como en gentes contrariadas y pesimistas. Se me antojan prematuramente envejecidos; seres desventurados para los cuales murió en crisálida la mariposa azul de las juveniles esperanzas.

Esta tristeza de las almas, en contraste con el risueño aspecto de los campos, trasciende a todo: a los edificios, a las calles, a los trajes, a las personas, a su trato, a sus maneras y a su lenguaje.

Los villaverdinos no se entusiasman por nada; hay en su vida algo —o mucho— de la inmovilidad budística, sólo comparable con esas lagunas adormecidas, en cuyas aguas, eternamente límpidas y serenas, se retratan como en espejo clarísimo las copas de los árboles, los pompones de la enea y la oscuridad de las cercanas espesuras; lagunas perdidas en lo más recóndito de los bosques, muertas, heladas, sin peces ni ovas, que cualquiera creería de cristal, que no se estremecen al beso de la luz meridiana, cuyo reposo no turban cefirillos juguetones ni huracanes bravíos.

Son los villaverdinos un tesoro de virtudes. En su mirada se trasparentan la mansedumbre y la benevolencia; es en ellos ingente la piedad, y al par de ésta sobresale la resignación. Pero el sentimiento religioso no es en las almas villaverdinas plácido y activo, sino, por lo contrario, lúgubre, apocado, meticuloso. La abnegación y la caridad, las grandes virtudes del cristiano, fuente de alegría en todas partes, en Villaverde, aunque espontáneas, tienen algo que en ocasiones causa disgusto y repugnancia.

De todo recelan los villaverdinos; a nadie conceden su confianza; todo se lo temen de los extraños, tanto lo malo como lo bueno; nada les place, todo lo censuran; a nada se atreven por miedo a los demás; viven con el día y nunca piensan en lo venidero.

De aquí que no prosperen ni adelanten; de aquí su mezquindad y su pobreza vergonzantes. Son una especie de «cristianos fatalistas». Lo que ha de suceder, sucederá, y no sucederá de otra manera. Por eso no medran ni progresan; por eso lo malo se perpetúa y reina soberano en Villaverde; por eso los alcaldes son allí eternos, y las bodas muy raras, y por eso allí nada cambia ni varía. Villaverde es una ciudad en petrificación. Pueblo por excelencia agrícola, mira cultivados sus campos como hace cien años, rinde los mismos productos, cosecha los mismos frutos, y gasta y consume hoy lo mismo que gastaba y consumía hace veinte lustros.

Las casas como cortadas por el mismo patrón; los trajes iguales, las caras parecidas, unísonas las voces. Los varones, agrios, displicentes, huraños, sombríos; las mujeres, tímidas, asustadizas, amables, pero con amabilidad monjil. La vida como las casas y las personas.

Pero en medio de esta rara inmovilidad, secreta y silenciosa como la sorda y lenta labor de la polilla, una guerra sin treguas ni victorias, una guerra de pasiones bajas, rastreras y mezquinas, ruines y dolosas, en que todo bicho viviente toma participación; los unos capitaneados por la envidia, los otros acaudillados por la codicia, todos azuzados por la murmuración y aguijoneados por la maledicencia de los que se dicen ajenos a toda rencilla y enemigos de chismes y rencores.

En Villaverde se murmura de todos y de todo; se averigua qué hacen y en qué se ocupan los demás; se lleva cuenta y razón de los actos de cada vecino; nadie ignora hasta lo más secreto de la vida de los otros, y quien vive más alejado de los mentideros —que los hay a docenas, en boticas y tiendas de ultramarinos— pudieran inventariar de memoria las ropas de quienes no pisan los umbrales de su casa más que por Corpus y San Juan.

Puede afirmarse que todo villaverdino, al meterse en la cama por la noche, sabe de cualquiera de sus paisanos cuántas cucharadas de sopa se engulló ese día, así se trate del vecino más conspicuo como del bracero más humilde.

Villaverde no pasará nunca de perico perro. ¡Qué ha de pasar! Si a sus hijos todo los alarma; todo paso adelante o atrás los inquieta, y ni por la gloria celestial —que es cuanto hay que ofrecer— fijarían un clavo fuera del sitio en que le fijaron sus abuelos.

Me diréis: ¿Y los extranjeros? ¿Y los que de fuera vienen no dan a esa ciudad en petrificación ideas nuevas, nuevas costumbres, savia de vigor que, trasfundida en ese organismo, le rejuvenezca y reviva? ¡Ay! No; el extranjero se aviene pronto al medio. Enriquece en pocos años, explotando a los villaverdinos, y se va a gozar a otra parte de los duros atesorados. Algunos, pocos, lo hacen así; los más, a los dos o tres años de haber llegado, son ya unos villaverdinos completos, ni más ni menos que si allí hubieran nacido; como si de rapaces hubiesen guerreado en homéricas pedreas al pie del cerro del Cristo, en pro o en contra de la Escuela del Cura; como si hubieran salado en las dehesas del Escobillar, y aprendido latines en los bancos del «pomposísimo Cicerón». A poco en nada difieren de mis paisanos; reúnen los cuatro reales, se prendan de alguna villaverdina modesta, hacendosa y pacata —que las hay lindas como una rosa y buenas como el pan de gloria— y… lasciate ogni speranza voi che entrate!

La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura!

De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina. En su localismo se advierte una originalidad digna de ser apuntada. Alardean de recibir bien al extraño; pocas veces alaban y ponderan las cosas de la tierra, antes por el contrario las apocan y menosprecian; miran con indiferencia cuanto hay en la ciudad: la belleza de los campos y la hermosura de las mujeres; critican acerbamente cuanto tienen; fingen que nada de otras partes les sorprende; y podéis, con toda libertad, hacer trizas cualquiera cosa de la tierra en presencia de un villaverdino, seguros de que no dirá nada en contrario, antes bien, acentuará la nota burlesca. Pero si observáis con detenimiento a mis paisanos no tardaréis en descubrir que viven pagados y enorgullecidos de sus cosas; que para ellos no hay otras como las suyas, y que no las quieren distintas porque creen, de buena fe, que no las hay mejores.

De lo que sí no hacen misterio, de lo que se muestran francamente satisfechos, es de la ingénita lealtad que atribuye a los villaverdinos la leyenda de su viejo blasón. Muéstranse merecedores de cuantas lindezas les dice el mote; prodigan en todas partes la heráldica presea, en edificios, sellos, telones, marcas de tabacos y botellas de cerveza; repiten la empresa en inscripciones castellanas y latinas, en discursos, en documentos oficiales, en periódicos —que también tiene periódicos Villaverde— y hasta en los sermones sale a relucir el famoso lema, concedido a mi querida ciudad natal por la Muy Católica Majestad del Rey don Felipe IV. Fuera el consabido lema poderoso estímulo para mis paisanos, si éstos entendieran las cosas a derechas, pero Villaverde es la tierra de las ideas falsas, y el mote lisonjero de su blasón sólo sirve para que los villaverdinos vivan estacionarios y no suelten los andadores para entrar, libres y decididos, por los amplios caminos de la vida moderna.

«En Villaverde —dicen sus hijos— no se hace política.» Y sí se hace, pero por debajo cuerda, a la callandita, de modo vergonzante, sin riesgos ni peligros, sin temor de verse derrotados y blanco de odios, rencores y venganzas. Y como por buenos que sean los diestros que están en el tendido, si los lidiadores son malos, mala resultará la corrida; para los buenos villaverdinos no hay chupa que les venga, ni capote que les salga a gusto. Así no consiguen nunca lo que desean y viven condenados al perpetuo alcaldazgo de don Basilio, conspicuo villaverdino, reflexivo y listo, que intriga más de lo que parece y que sabe más de lo que suponen sus paisanos.

Estos son muy celosos de sus glorias y admiradores fidelísimos de sus hombres ilustres. No son los tales muchos, ni muy conocidos, pero los villaverdinos traen a cuento sus nombres, en toda ocasión, vengan o no vengan al caso.

Dos son los principales. El uno, general victorioso en no sé qué batallas, que la Historia olvidadiza habrá registrado en sus páginas inmortales, antiguo cosechero de tabaco, hombre nulo, cuya habilidad consistió en rodearse de media docena de ambiciosos villaverdinos, los cuales le encumbraron, a fuerza de charlatanismo y demasías, hasta donde propios méritos y altas dotes de inteligencia nunca le hubieran elevado. El general cayó pronto del encumbrado puesto, y acabó sus días, triste y descorazonado Cincinato, en miserable ranchejo, cuidando de unas cuantas vacas tísicas y estériles. En aquel retiro fue hasta el último día dechado de patriotas, modelo de firmeza política, y allí murió, como Napoleón, de una enfermedad hepática, despreciando a los villaverdinos, y burlándose de sus antiguos partidarios —a quienes atribuía el fracaso que le echó por tierra— y siendo objeto de la incondicional admiración de todos sus paisanos.

—Para que tan ilustre nombre pasase a los pósteros —así lo dijo en cabildo pleno el «pomposísimo Cicerón»— el apellido ilustre del general fue aplicado a todo establecimiento público, escuela, teatro, hospital, paseo, etc., etc.

Una lápida conmemorativa —los villaverdinos se perecen por la epigrafía— señala al viajero la casa en que nació el grande hombre. La Escuela Nacional se llamó: Escuela Pancracio de la Vega; el hospital: Hospital Pancracio de la Vega; el teatro —un teatrillo en proyecto, nunca concluído y frecuentemente visitado por volatines y comicotes— Gran Teatro Vega, y así lo demás.

La otra gloria villaverdina fue un buen clérigo que nunca se acordó de su pueblo natal; un sacerdote austero, sencillo y trabajador, gran teólogo —al decir de don Román López— que llegó a canónigo angelopolitano, y después a obispo, honor a que nunca aspiraron los villaverdinos; que nunca pensaron alcanzar, y que los llenó de alegría. ¡Obispo un hijo de Villaverde! ¡Cielos! ¡Qué dicha! Desde entonces sueñan mis paisanos con que Villaverde llegue a ciudad episcopal. Y lo será; sí, señores, lo será. Eso, y más, se merecen sus piadosos hijos.

No digáis en Villaverde que no tiene grandes hombres; no lo digáis, por vida vuestra, porque luego os replicarán mis paisanos, así sean jornaleros, o abogados, o médicos, o propietarios vuestros interlocutores: «¿Y el señor general don Pancracio de la Vega? ¿Y el limo, y Reverendísimo señor don Pablo Ortiz y Santa Cruz, obispo in pártibus de Malvaría?»… Si está presente el «pomposísimo» os dirá: «¿El general de la Vega? ¡Gran político! ¡El mecenas de todos los poetas veracruzanos! ¿Mi maestro el Ilmo, señor obispo de Malvaría? ¡Gran teólogo! Amigo, amigo… ¡no hay que darle vueltas! ¡El Melchor Cano de Villaverde!»

Mi querida ciudad natal es pobre, «paupérrima», como decía don Román. Una agricultura descuidada es para ella la única fuente de riqueza, gracias a las lluvias, que allí, como en Pluviosilla, no escasean. El suelo es fértil, pero le falta riego. El Pedregoso con su cauce hondísimo no basta para las necesidades de la tierra.

A la pobreza debemos atribuir la indiferencia de los caracteres y la tristeza de las almas. En Villaverde nada se desea y a nada se aspira; todos están contentos con su suerte. El porvenir es oscuro, y anhelarle risueño sería una locura. El alcalde perpetuo, don Basilio, dice, cuando de esto se trata: que en esa falta de aspiraciones está la dicha de Villaverde y la felicidad de sus gobernados. Él vive muy satisfecho. Con el producto de seis u ocho solares y de un rancho cafetero le basta y sobra para vestir a la señora alcaldesa y a su hijo, un muchacho idiota hinchado de vanidad.

En Villaverde se trabaja poco, lo suficiente para comer, no andar desnudo, pasar el día, y ¡santas pascuas! Quien se excediese en el trabajo sería un tonto de capirote. No por eso ganaría más. Así dejara el alma en la tarea no se guardaría en el bolsillo, ni achocaría para el arcón media docena de duros. En Villaverde se gana poco, y la vida es cara. Los méritos de un servidor, de un empleado, son mayores y más estimados cuando gana poco. Aquello parece una escuela de franciscana pobreza, una hermandad de miseria voluntaria. En Villaverde nadie paga, ni aunque le ahorquen, más de lo que pagaron sus abuelos, allá en los tiempos felices del estanco del tabaco, época venturosa para mi querida ciudad, lo mismo que para Pluviosilla, su vecina afortunada y próspera.

Pero me diréis: «¿Y esas haciendas, esas fincas, que, como Santa Clara y Mata Espesa, levantan prodigiosas cosechas?» ¿Santa Clara, Mata Espesa, dijisteis? Pues queda dicho todo. En ellas cifran los de Villaverde prosperidad y bienestar.

«El pomposísimo Cicerón», en sus días de murria, cuando no tenía un real y se olvidaba de los grandes autores del siglo de Augusto, y renegaba de Villaverde, y no se le daba un ardite la susodicha empresa del glorioso blasón, me decía de sus paisanos:

—¡Unos verónicos! ¡Unos verónicos! ¡Ni buenos ni malos! Para ellos… ¡ni pena ni gloria!

Y añadía, mesándose el copete ralo y encanecido:

—¡Está en la sangre! ¡En la sangre!

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