Angelina

Angelina


LX

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¡Valiente fiesta! Villaverde fue imperialista hasta la medula de los huesos, y por aquellos tiempos hizo alarde de su hostilidad al partido imperante. En mi querida ciudad natal todos eran conservadores, y al advenimiento del gran régimen monárquico más de un budista villaverdino soñó con títulos y blasones.

Ya se comprenderá, por lo dicho, que las fiestas del Cinco de Mayo no podían ser en Villaverde ni populares ni lucidas. Los patrioteros alborotaban al cotarro, pero sin resultado alguno.

Repiques y disparos de morterete al amanecer, a medio día y a la caída de la tarde; procesión cívica a las once de la mañana; discurso de Jurado y versos de Venegas en la alameda de Santa Catalina, y fuegos artificiales en la Plaza principal, bautizada ese día con el nombre de «Don Pancracio de la Vega.» Éste era el programa acordado por la respetable Junta Patriótica, el cual, impreso en grandes pliegos de papel tricolor, fue repartido profusamente y fijado en todas las esquinas. En un artículo transitorio se decía que «la Junta pedía y reclamaba de los villaverdinos que decorasen por el día e iluminasen por la noche el frente de las casas.»

Pero a pesar de los esfuerzos del H. Ayuntamiento y de la R. Junta Patriótica, presidida por el eterno don Basilio, nadie correspondió a tan cortés invitación. Los edificios públicos, esto es, el Palacio municipal, la Aduana, el Juzgado, la Escuela y el Hospital «Pancracio de la Vega» amanecieron muy adornados con banderas de papel y festones de «rama de tinaja», y así la casa del Alcalde, la de Venegas y la de Jurado.

La procesión cívica o, como dicen en Villaverde, el «paseo», salió muy «rascuacho» y ratonero. Iban en ella los individuos del Ayuntamiento y de la Junta, los empleados, el comandante de la policía, diez o doce gendarmes y los chicos de la Escuela.

Estos llevaban sendas banderitas de papel de China. Cerca de don Basilio marchaban los oradores: Jurado y Venegas. El primero, muy orondo y gravedoso, con vestido negro y sombrero de seda, dejando ver entre las solapas de la levita voluminoso papasal; el segundo no se echó encima el fondo del baúl, iba con el traje diario, pero aseado y limpio, y fingía una modestia verdaderamente angelical.

Leíase en el rostro de todos que la indiferencia del público los tenía contrariados, y que la hostilidad de mis paisanos los hacía rabiar. De seguro que Jurado previo el desaire y se preparó para el desquite, porque en su discurso, que duró cerca de una hora, trato atrozmente a los conservadores, dijo pestes de las testas coronadas y maldijo mil veces de quienes habían vendido a su patria por un «puñado de lentejas.» El tal discurso fue aplaudido calurosamente. No pude oír los versos del pedagogo, porque las doce habían dado ya y me esperaban en la casa del señor Fernández.

—Usted me perdonará —le dije— mis tías me aguardan…

—¡Tiene usted razón! —me contestó—. Pero vendrá usted esta noche. Desde aquí gozaremos de la fiesta.

Me pasé la tarde con mis tías… Andrés fue a comer con nosotros/, y allá como a las seis, me propuso que saliéramos a dar una vuelta. El viejo servidor estaba contentísimo.

—¡Qué gusto! —exclamaba a cada rato—. ¡Qué gusto! Hijo ¿no te lo dije? El señor don Carlos es muy buena persona. Apúrate, aprende esas cosas del comercio que antes no sabías ¡y adelante, hijito! El corazón me dice que antes de morirme te veré establecido y casado.

—¿Casado?

—¡Por supuesto!

—¿Con quién?

—Con una muchacha buena, hacendosa, que te quiera mucho.

—¿Pobre o rica?

—¡Eso será como Dios quiera! Por mi gusto… ¡pobre! Como Angelina… Yo he sospechado… —el buen viejo sonreía maliciosamente, guiñaba los ojuelos vivarachos— yo me sospecho que no le pareces a Linilla un costal de paja… ¡Vaya! Y ella ¡bien que te agrada! ¡Te alabo el gusto, hijito! Trabaja, trabaja con fe, con mucha fe, y cásate. Si tus padres vivieran estarían muy contentos… Las muchachas así, como Angelina, le gustaban mucho a tu mamá. Cásate. Yo no me casé porque cuando pude hacerlo ya era viejo, y además no necesitaba de familia. Con los de tu casa tenía yo bastante. Siempre me quisieron mucho. Lo único que siento es que no he podido pagarles tantos favores como les debo. Amito: si yo fuera rico no tendrías que servir a nadie, nadie te mandaría…

El pobre Andrés me abrazaba enternecido.

Llegamos a la tienda de La Legalidad.

—¿Entras? —me dijo—. ¿Quieres un refresco?

—No; voy a tomar chocolate con las tías y luego a casa de don Carlos.

—¿A qué hora saldrás de allá?

—Después de los fuegos o, si puedo, antes.

—Te aguardaré en la esquina de la parroquia.

—Pasa por mí a la casa del señor Fernández.

—No…

—¿Por qué no?

—¡Bonita facha la mía para ir allá! ¿Qué viene a buscar ese viejo? —dirán.

—¡Andrés!

—No, amito; conocerse no es morirse.

A las nueve y media llegué a la casa de Gabriela. En la antesala jugaban a los naipes varios amigos. Sarmiento, Porras, don Carlos y el padre Solís. La señora y Pepillo estaban todavía en el comedor. No bien saludé a los jugadores cuando apareció Gabriela.

—Rodolfo: usted no gusta del tresillo… Venga usted acá. Le enseñaré unas acuarelas de mi maestro…

Nos dirigimos a la sala que estaba a media luz. Mientras Gabriela fue a traer los dibujos yo me acerqué a la reja.

La plaza estaba iluminada a giorno, como decían los programas de la Junta. En el Palacio ardían centenares de vasos de colores. Cerca de la fuente, en un tablado, la charanga del Maestro Bemoles tocaba una desastrada fantasía de Baile de Máscaras. La concurrencia era numerosa, pero popular, popularísima: gente humilde, la que acude en tropel a los espectáculos gratuitos. Al pie de la balustrada, a lo largo del atrio y a la orilla de de las aceras, puestos de cacahuates, de torrados, de nueces, iluminados con hogueras de ocote, y algunos con mortecinas linternas. En todas partes se oían los gritos de los vendedores: «¡Cuarenta nueces!» «¡Al buen tostado!» «¡A tomar la niii… eve!» «¡De limón y de leche!» En los espacios libres de paseantes jugaban al toro los granujas. Los chicos quemaban petardos y cohetes chinos, y todo era bullicio y confusión. No lejos de mí una vieja de superabundante plasticidad freía sus buñuelos. La fina membrana, blanca, suavísima, iba en pocos minutos de la rodilla de la buñolera, de la servilleta nivea, a la sartén hirviente; chillaba la manteca al apoderarse de la masa, la cual se esponjaba en mil ampollas, y a poco salía el buñuelo incitante y tentador, aunque despidiendo cierta fragancia empalagosa.

De tiempo en tiempo, un cohete de arranque subía rasgando los aires, estallaba en las alturas y se deshacía en chorros de fuego, en luces blancas, verdes, rojas, que esmaltaban con los colores nacionales el oscuro cielo. Tronaban en el atrio los morteretes y disparando marquesas, reventaba la bomba, y se iluminaban con rapidísima claridad, cúpulas y torre.

—¡Aquí, Rodolfo! —me dijo la señorita desde el velador—. Verá usted que linda colección.

Y me mostró veinte o treinta acuarelas: flores, frutas y pájaros, pintados magistralmente.

¡Nunca vi a Gabriela más hermosa! Vestía galano traje azul, de un azul desvanecido, pálido, como el color del cielo en una mañana de otoño.

—Nosotros nos colocaremos en esa ventana. Dejaremos la otra para Pepillo que se divierte mucho con estas cosas…

Repito que nunca me pareció más bella la rubia señorita. Cuando la contemplé a la luz del quinqué la vi como envuelta en una atmósfera de oro. Todos mis proyectos vinieron a tierra; la pasión adormecida se despertó anhelante, y la imagen de Linilla, presente hasta ese momento en mi memoria, se desvaneció de pronto en las tinieblas del olvido. Me sentí sin fuerzas ante la hermosura de Gabriela, vencido, avasallado.

—Sopla un viento muy fresco… cosa rara en este mes. Sin duda ha llovido en la Sierra… ¿No tiene usted frío? Yo sí. Será porque estoy muy nerviosa. Voy por un abrigo.

Se dirigió a la recámara. Mis ojos la siguieron… A poco salió envuelta en un chal anchísimo, de felpa de seda, color de púrpura.

—Vea usted —exclamó, sentándose en una mecedora— cerca tenemos el castillo…

En aquel instante levantaban frente a nosotros, a cincuenta pasos de la acera, un árbol de fuego, la pieza principal, que era saludada por los granujas con jubiloso vocerío. Los discípulos de Bemoles volvían a la carga con festiva polca, Arlequín, muy en boga a la caída del Imperio y popularizada por los famosos músicos de la Legión austríaca.

—Deseaba yo hablar con usted, Rodolfo. Tengo que contarle muchas cosas; tengo que darle muy alegres noticias…

—¿Alegres noticias?

—Sí, muy alegres…

—Veamos cuáles son.

—No merece usted, amigo mío, que yo le confíe dichas de mi corazón. ¡No; ciertamente que no! Usted no ha sido franco conmigo. Creí que usted y Linilla se amaban, y lo dije; quería yo que tuviese usted en mí una amiga, una hermana, a quien le contara usted sus dichas y sus penas… y usted, Rodolfo, no me dijo la verdad…

—Bien —prosiguió alegremente— yo no pago en la misma moneda. Sé bien que el amor, el verdadero amor, es tímido y pudoroso, que no gusta de revelar secretos, que se afana por vivir escondido… ¡merece usted disculpa! Pero sé también que cuando amamos, cuando se ama como yo sé amar, es necesario que hablemos con alguno, de la persona amada. Se entiende que con alguno que sepa sentir como nosotros. Yo me había soñado que seríamos muy buenos amigos… usted sería el confidente de mis tristes amores; yo, de los venturosos amores de usted. Pero el caballero don Rodolfo no tuvo confianza en Gabriela, en la pobre Gabriela que amaba y no era feliz. Y me decía yo: ¡Dichosa Linilla! ¡Ama y es amada!…

En aquellos momentos principiaron los fuegos. Ni Gabriela ni yo volvimos el rostro hacia la calle. Ardían ruedas y ruedas, tronaban las marquesas, surcaban el aire vistosos cohetes y nosotros no mirábamos nada.

Gabriela prosiguió:

—Dígame usted… ¿no es verdad que está usted enamorado de Linilla?

No pude articular una palabra.

—¿No es cierto que ustedes se aman? ¡Respóndame, Rodolfo!

—Oiga yo antes, Gabriela, esas noticias alegres que tienen a usted tan contenta.

—¡Ah! —prorrumpió la hermosa señorita, iluminada por los reflejos multicolores de las luces de Bengala—. ¡Tan contenta!… ¡Quiero que usted participe de mi dicha!

Presentí lo que Gabriela iba a decir. Un ser invisible lo murmuró a mis oídos. Entorné los ojos, deslumhrado por el incendio general del árbol de fuego, y a través de la mancha rojiza que percibían mis lastimadas pupilas, me pareció ver el rostro de Angelina pálida y llorosa.

—Diga usted, Gabriela… —dije muy quedito…

—¡Me ha escrito! ¡Me ha escrito! ¡Una carta muy tierna, una carta muy sentida!

—¿Quién?

—Ernesto.

—¿Sí?

—¿Le sorprende a usted?

—No… pero no lo esperaba. La resolución de usted… los deseos de don Carlos…

—Mi padre cederá… En cuanto a mí… soy mujer, esto es, soy débil. ¡Ernesto me ama, estoy segura de ello!… Ahora me escribe, implorando mi perdón. Ruega, suplica y no puedo despreciarle porque le amo… Puede mucho una mujer… Yo mataré en el corazón de Ernesto esa pasión funesta… yo seré su ángel tutelar… y cuando le vea yo regenerado, cuando haya dejado para siempre ese vicio horrible… ¡le daré mi mano! Dicen que soy hermosa, dicen que soy inteligente, que soy amable… pues bien, todas esas cualidades me servirán para redimirle… ¿aprueba usted mi pensamiento?

—¿Y si no consigue usted lo que se ha propuesto?

—Entonces… ¡entonces seguiré amándole como ahora! ¡Si es mi primer amor, mi único amor!

La pobre señorita bajó la mirada y quedó pensativa y silenciosa. Entraba por la ventana un torrente de luz, y la estancia, casi oscura, se iluminó con melancólica claridad lunar. Los fuegos habían terminado. Centenares de cohetes de arranque, disparados a la vez, salían del atrio. Ascendían, trazando en los espacios gigantescas curvas, tronaban en lo alto y de la explosión brotaban raudales de polvo de oro, centenares de luces que al descender semejaban una lluvia de piedras preciosas. La charanga se soltó tocando el Himno Nacional. Dominó Gabriela su abatimiento y me dijo en voz baja, con expresivo acento sigiloso:

—Hoy le contesté a Ernesto. Papá lo ignora, sólo usted lo sabe… dígame, Rodolfo: ¿quiere usted a Angelina, así, como yo quiero a Ernesto?

—Sí.

—¿Y ella le ama a usted?

—¡Sí, mucho! ¡Como no lo merezco!

—¡Pues bien, amigo mío: sea usted digno de ella!

La fiesta había concluido, la multitud se dispersaba, y los tertulios de don Carlos salían en busca de las señoras para despedirse de ellas. Media hora después estaba yo en mi casa. Me encerré en mi cuarto y escribí larguísima carta. ¡Ay! Una carta que nunca llegó a manos de Angelina.

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