Angelina

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XXI

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XXI

Villaverde se regocija de cuando en cuando, y tiene sus fiestas y sus paseos populares. No siempre ha de estar triste y malhumorada.

El día tres de Mayo acuden los villaverdinos a la herbosa alameda de Santa Catalina. Pasan la mañana en los callejones del Escobillar, recorren todo el barrio, se reúnen en los «solares», y allí comen el tradicional mole de guajalote y los tamales de frijol, a la sombra de los naranjos y de los jinicuiles rumorosos. Por la tarde, hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y niños, suben a la colina del Escobillar, donde un viejo borrachín, ya medio loco por el aguardiente, y muy conocido de mis paisanos, clava una gran cruz de madera en una roca de la vertiente oriental, al són de las músicas, al estallido de los petardos y al disparar de los morteretes.

Pero el paseo más hermoso es el dos de Noviembre, en un pueblecillo cercano situado en el borde izquierdo de la Barranca de Mata Espesa, no lejos del punto en que rápido y espumante se despeña el Pedregoso, formando pintoresca cascada.

Recorred ese día las calles de Villaverde y las veréis desiertas. Todo el mundo está de gira; el pobre lo mismo que el rico. Vánse con sus familias, muy de mañana, antes de que el sol caliente, después de oír dos o tres misas por los difuntos.

Allí, en las húmedas y boscosas calles de Barrio Viejo, encontraréis a todos los villaverdinos: unos a caballo, luciendo el potro rijoso y bien enjaezado, el pantalón ceñido, el sombrero suntuoso y el sarapte de mil colores; otros, en viejos y desvencijados carruajes; los más, caballeros en el corcel de San Francisco.

Desde la entrada del pueblo principian los puestos —las vendimias, como dicen en Villaverde— las fondas y los figones, improvisados bajo un toldo de manta o a la sombra de una enramada. Por todas partes vendedores de frutas, de torrados, de cacahuates, de tepache, de bizcochos y de dulces. Helados, refrescos, aguardiente, todo tiene allí salida. Hay allí cosas para todos los gustos. Desde lejos percibiréis el olor del mole que hierve en grandes cazuelas, y os dejarán aturdidos el incesante vocerío de los vendedores, el gritar de los chicos y el cantar báquico de los artesanos que han cogido la zorra. Los habitantes del pueblo, indígenas viciosos y haraganes, ven invadidas sus casas por la multitud, y los indizuelillos andan asustados en los cafetales o se asoman a través de los vallados de hierba para mirar a los transeúntes. Llamadlos, y al punto echarán a correr como gamos perseguidos. En los jacales huele a copal quemado, y de la calle a la puerta de las cabañas un reguero de cempaxóchiles os guiará hasta el lugar en que estuvo la ofrenda dedicada a las almas de los que dejaron para siempre este mundo de dolor.

Es curioso notar que mis paisanos, los budistas villaverdinos, nunca se alegran y regocijan como en día tan lúgubre y de tan penosas memorias. No podía suceder de otra manera en la ciudad de las «almas tristes».

¡Cómo suspiré en el Colegio por aquella fiesta y aquel paseo! Así es que al ver que tía Carmen seguía bien me encaminé hacia Barrio Viejo. La tarde era espléndida, una linda tarde de otoño, fresca y luminosa. Hormigueaba la multitud en la ancha calle; puertas y ventanas estaban cuajadas de muchachas bonitas, y era aquello un conjunto de gentes festivas y alegres, tan pintoresco y hermoso, que no le olvidaré jamás. Unas que iban bulliciosas y parlanchinas; otras, que volvían cansadas, arrepentidas, cargando el cesto de la comida. Mozos encandilados por el alcohol, que se detenían para requebrar a las chicas; honrados padres de familia que bregaban con la prole máxima, mientras la esposa traía en brazos al mocoso rebelde y llorón. Más allá, un viejo, de capote antes negro y ahora tornasol, cofrade de la Vela Perpetua, hermano de la Tercera Orden de San Francisco; el panadero de flamante azulada camisa, faja purpúrea flecada de blanco, y sombrero a lo terne; unos rancheros muy orondos con la calzonera de pana y el sombrero galoneado; unas lavanderas, que hacían ruido de huracán con sus enaguas tiesas; unos gachupincillos, vendedores de ropa o dependientes de El Puerto de Vigo, inocentones, recién llegados, toscos de pies, mirando a todos con airecillo protector; una media docena de pisaverdes villaverdinos, jinetes en buenos caballos, y al fin, solo, en el overo acabado de comprar, el hijo del alcalde.

Esa tarde pude admirar la hermosura de las muchachas más lindas de Villaverde. Sencillas, vestiditas modestamente, ajenas a las modas y a los figurines de París; modositas, tímidas, pacatas, tristes, como si a los quince años empezaran a envejecer; niñas grandes, que me parecían sin ilusiones ni esperanza, y para quienes el mundo se reducía a la silenciosa ciudad nativa. Las más aristocráticas —que también tiene aristocracia Villaverde— avanzaban lentamente. No irían hasta Barrio Viejo ni visitarían la cascada; se quedarían a medio camino, en la casa de cualquier amigo: allí les darían asiento, e instaladas en la acera alfombrada de césped se divertían con los paseantes.

Los carruajes pasaban dando tumbos mortales, y los jinetes sacando chispas del empedrado, al caracolear de la escarceadora caballería. De trecho en trecho, un mozo de cordel, un artesano o algún hortera, pasaditos del fuerte, dando mayatazos.

Ni una nube en el cielo. El cielo de un hermoso azul; el sol poniéndose detrás de la colina del Escobillar, y al noroeste soberbias montañas, el pico nevado del Citlaltépetl.

Avanzaba yo entretenido con el espectáculo de aquella regocijada multitud, cuando columbré a Castro Pérez. Venía cansadísimo, fatigado, como perro jadeante, apoyándose en el bastón de puño de oro, arrollada sobre los hombros la española capa, echado hacia la nuca el sombrero de copa. Había ido a pasear por los callejones de Barrio Viejo su esponjada prosopopeya.

Al verme se detuvo:

—Amiguito ¿va usted adonde todos, no es eso? ¡Vengo medio muerto!

—¿Llegó usted hasta la cascada?

—¡Guárdeme el Cielo! No pasé de la puerta, y ya no puedo con mi humanidad.

Echóse para atrás, y mirándome por sobre las gafas agregó:

—Ayer escribí a López… Tendré mucho gusto en darle a usted el empleo. Me gustan los jóvenes como usted. ¡Ya veremos! Ya veremos si encuentro en mi nuevo amanuense lo que deseo y he buscado siempre: un joven inteligente, activo y útil

—Mañana me tendrá usted por allá.

—¡Bien! ¡Bien! A las nueve… ¡A las nueve en punto!… Me gusta mucho la exactitud.

Iba yo a seguir la conversación; pero el abogado me interrumpió bruscamente y tendiéndome la mano me dijo:

—¡Adiós! ¡Que usted se divierta!

No bien me separé de Castro Pérez, cuando oí a mi espalda un ruido de carruaje ligero. No sonaba como los otros vehículos de Villaverde, como carro viejo o diligencia desvencijada. Resonaba con ese ruido uniforme, compacto, de los trenes suntuosos, que nos hacen presentir mujeres hermosas y en privanza. Volví la vista y me encontré con un carruaje abierto, nuevo, flamante, de ruedas altas y ligeras en las cuales centelleaba el sol.

Ocupaban el coche un caballero de noble aspecto, de barba gris, y una señorita que atraía las miradas de la multitud por su hermosura y la elegancia de su traje. Vestía de color oscuro y llevaba cubierta la cabeza con un gorro de blondas sobre las cuales resaltaba una rosa de Alejandría. Un grupo de galanos jinetes se detuvo para saludarla. Era Gabrielita. El coche pasó como un relámpago. Me detuve un instante y seguí con mirada curiosa a la encantadora señorita, deslumbrado a veces por el reflejo del sol poniente que centelleaba en las brillantes ruedas del carruaje.

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