Angelina

Angelina


XXXII

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XXXII

Despidióse el año, como suele despedirse en Villaverde y en la vecina Pluviosilla, con nieblas y brumas. Montañas y valles permanecen velados durante algunas semanas, y sólo de cuando en cuando, de mañanita, asoma el sol su rostro paliducho a través de las gasas, como para decir a los villaverdinos que no ha muerto, que ya le tendrán, el mejor día, muy guapo y rozagante.

Acabó diciembre, nos dijo adiós, y se fue, casi sin ser visto, mientras la gente corría hacia los templos a dar gracias, a pedir mercedes para el año nuevo, o se entretenía, alegre y divertida, jugándose los cuartos en polacas y loterías. Desde la noche de Navidad no fui a la Plaza. No tardaría en llegar el padre Herrera y, como era posible que Angelina se fuera con él, quería yo gozar de los pocos días de felicidad que me quedaban. La pobre niña no volvió a hablar de viaje. Se apresuró a disponer la recámara de su protector. Convinimos en que mi habitación era la más cómoda, y, aunque las tías se empeñaron en dejarle la suya, decidióse que el huésped ocupara la mía.

En dos por tres quedó arreglada y lista, con su cama que albeaba, y su escritorio y su lavabo, y cuanto era indispensable. Nada faltaba allí, ni el reclinatorio. El padre Solís nos prestó uno muy elegante, con un crucifijo muy devoto.

—Venga a cualquiera hora —decía la joven— que venga ¡que todo está listo!

Linilla sonreía alegremente, pensando en la próxima llegada de su protector; pero no podía disimular su tristeza. A cada rato bajaba los ojos, y se ponía pensativa y suspiradora. La atormentaba, sin duda, la idea de que iba a separarse de la enferma, y como si quisiera dejarle grato recuerdo de sus cuidados, la pobre niña se extremaba en todo cuanto a la anciana se refería.

—¿No lo ves, Rorró? —solía decirme al oído la tía Pepa—. ¿No lo ves? ¡Esta niña es un ángel! Mira, mira cómo atiende a tu tía… ¡Qué mimos! ¡Qué paciencia!

No sólo Angelina estaba triste; yo lo estaba también. Sólo de recordar que se iba se me oprimía el corazón, se me oscurecía el mundo. ¿Qué haría yo sin ella? ¿Qué sería de mí sin la palabra consoladora de Angelina? Ella era la única que poseía el secreto de mis tristezas; sólo ella sabía darme aliento y ánimo.

Frecuentemente me encerraba yo en mi recámara para dar rienda suelta a mis cavilaciones y melancolías. Allí pasaba yo horas y horas.

—¿Estás enfermo? —me preguntaban las tías—. Di qué tienes…

«¡Vaya si soy desgraciado! —pensaba yo, tendido en el lecho—. Llegué a mi casa descorazonado y abatido, y cuando creía encontrar aquí dichas y alegrías, no hallé más que penas y tristezas. Angelina ha sido para mí como un ángel salvador. A ella he confiado mis pesares; en ella he puesto mi cariño; me amó, me ama, y cuando su amor iluminaba mi alma con celestes claridades; cuando de ella recibía mi corazón vigor y fortaleza, se va y me deja… Se irá, y en esta casa se acabará toda alegría… ¡Adiós amorosas pláticas! ¡Adiós gratas lecturas! Las plantas que los dos hemos sembrado prosperarán, se cubrirán de follaje, se llenarán de flores… ¡Y Linilla no las verá!…» Y volviendo a mi manía poética me daba yo a repetir aquello de nuestro Carpio:

De qué me sirven las jacintos rojos,

el lirio azul y el loto de la fuente…

Pero Angelina no se olvidará de mí; ni yo la olvidaré; me escribirá y le escribiré, cada semana… ¡todos los días! Pero ¡ay! no la veré en muchos meses, tal vez en muchos años, porque al padre Herrera no le gusta separarse de su parroquia. Puede suceder que Linilla no me escriba; no habrá quien traiga las cartas, y pasarán días y más días, y yo… ¡sin saber de Angelina!”

A decir verdad, estaba yo enamorado como un loco. No era mi amor aquel amor de niño, tímido, vago, ensoñador, que me inspiró Matilde; cariño melancólico, nacido en un juego, alimentado por las predilecciones de una chiquilla graciosa y admirada, y breve y fugitivo en sus anhelos; dulce amor que dulcificó la vida del pobre estudiante; pálido fulgor de la aurora juvenil que inundó de reflejos primaverales los claustros solitarios de un colegio sombrío; amor que no conseguí arrancar de mi alma en muchos años; que aun suele estremecer mi corazón, porque ni atrevidos devaneos, ni abrasadoras pasiones, ni crueles desengaños lograron aniquilarle en mí. Ahora todavía, después de tantos años, suspiro a veces por la donairosa niña, objeto de mi primer amor. Matilde ha sido, viva y muerta, temida rival para cuantas me han amado. Su nombre se me ha escapado de los labios, involuntariamente, cuando iba yo a decir el de otra mujer, y acaso sea el último que salga de mi boca a la hora de morir.

El amor que Angelina me inspiraba no era ése que nos promete dichas y venturas, lisonjeando nuestra vanidad, halagando nuestro orgullo y despertando risueñas esperanzas; ni ese otro abrazador, apasionado, que nos encadena a las plantas de soberbia beldad, sumisos a su capricho, esclavos de su hermosura, desesperados si nos desdeña, locos de felicidad si nos favorece con una sonrisa. No; era purísimo y desinteresado afecto; sentimiento de profundo dolor que sólo parece traer desgracias, que sólo nace y vive para llorar, y que libre de sensuales impurezas es una eterna aspiración al cielo. Amaba yo a Angelina, la amaba con toda el alma, y no por hermosa, sino por buena y desgraciada. Creía yo que mi madre bendecía desde el cielo aquellos amores sencillos, puros, inmaculados como el lirio silvestre que abre su nítida corola al borde de un abismo, entre los iris de espumosa cascada, allí donde no ha de tocarle la mano del hombre. Amaba yo a Angelina, y quería yo ser digno de ella, para que la pobre huérfana compartiera conmigo sus desgracias y su orfandad, y tuviera en mí un amigo, un hermano, un compañero de infortunios. Acaso algún día, andando el tiempo, se mudaría mi suerte, y me sería dable ofrecerle cuanto el hombre gusta de poner a los pies de la mujer amada.

Pero hasta allá no iban mis deseos sino vagamente. Amor, abnegación, sacrificio; estos eran los móviles de mi cariño, nobilísimos sin duda, y que no han vuelto a conmover mi corazón. Después… he amado, he amado muchas veces, pero nunca, como entonces, me he sentido capaz de tamaños heroísmos.

¡Romanticismo! ¡Locura! —exclamarán muchos al leer estas páginas—. ¡Idealismo! —dirán los desengañados, los hijos de esta generación egoísta y sensual. Pero aquellos que hace cinco lustros eran jóvenes, esos dirán que los mozos de entonces eran más felices que los de ahora; que aquella juventud aparentemente melancólica, plañidera y sentimental, valía más por la pureza del sentimiento y la hidalguía del corazón, que ésta de los actuales tiempos, tan alegre al parecer, y en realidad tan triste y desconsolada, precozmente envejecida y prematuramente codiciosa.

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