Angelina

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XL

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XL

Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para ir al Juzgado.

—Amigo —me dijo muy gestudo y mollino— ya me cansé de esperar… ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué viene usted a esta hora? Recuerde usted que el deber es lo primero. Déjese usted los amoríos para los ratos de huelga.

Me sentí herido, y murmuré una disculpa que no calmó la cólera de don Juan, sino que, por lo contrario, le impacientó, porque, interrumpiendo mis excusas, agregó en tono despreciativo:

—¡Bien! ¡Bien! ¡Qué no se repita esto!… Me voy al Juzgado. Avise usted a las muchachas que no me esperen… Volveré entre cuatro y cinco. Ahí en mi bufete está un escrito… Cópiele usted.

Se compuso el sombrero, y se fue. A poco, cuando principiaba yo a escribir, oí en el zaguán voces femeninas que distrajeron mi atención. Luisa y Teresa (no eran otras las que hablaban) aparecieron en la puerta del escritorio. Venían muy majas y de ataque.

—¡Papá! —gritó la rubia, asomando su vivaracha cabecita—. ¡Papá! ¡Ya estamos de vuelta!

Luego que supieron que don Juan había salido y que no volvería hasta la tarde, las dos muchachas se colaron de rondón en el despacho, y tomaron asiento en la banca de los clientes. Se abanicaban furiosamente y se miraban y sonreían como deseosas de decir algo que no les cabía en el cuerpo.

—¿No le robamos el tiempo? —preguntó la morena.

—No, señorita.

—¿De veras? —dijo la rubia.

—No.

—Pues entonces —prorrumpió Luisa— deje la pluma y charlemos un rato.

—Como ustedes gusten.

—¿A que no sabe usted de dónde venimos?

—De la iglesia; de las tiendas; vendrán de comprar perendengues y moños.

—¡No! —exclamaron a una.

—No acierto…

—Adivine usted!… —dijo la morena.

—Adivine usted!… —repitió la rubia.

—No acierto, señoritas…

—¿Oyes, Luisa? ¡No acierta! Pues nosotras sabemos dónde estuvo usted hace media hora…

—¡Ah! No es difícil saberlo. Acabo de llegar y ustedes me verían salir de casa…

—¿Oyes, Tere? ¡De… casa!

—Pues de allá salí hace una hora.

—¿Conque de casa, eh? —murmuró la morena—. ¡De casa!

Se miraron discretamente y sonrieron.

Luisa, para lucir sus lindas manos, se compuso el peinado, afirmando las horquillas con la punta de los dedos. Teresa se acomodó en el asiento dejándome ver los pies, primorosamente calzados; luego, cerró de un golpe el abanico, fingió que arreglaba las varillas, bajó los ojos y, después de un rato de silencio, repitió, viéndome de hito en hito:

—¿Conque de casa, eh?

Me eché a reír. Aquel conque era la muletilla de las señoritas Castro Pérez, y en Villaverde cuando de ellas se hablaba, todos decían: «las niñas Castro Conque.»

—¿De qué se ríe usted? —preguntó contrariada la rubia.

—De nada. Son ustedes muy maliciosas…

—¡Conque de casa! —volvió a decir—. ¡No sabíamos que vivía usted allí, en el pa… la… cio de la marquesita! ¿Por qué no avisa usted cuando muda de casa?

La tormenta estaba encima.

—Son ustedes muy maliciosas. Es cierto que estuve en la casa del señor Fernández… ¿y qué?

—¡Vaya! ¡Vaya! Confiesa usted… —exclamó Luisa, abanicándose.

—Nada tiene de extraño. Ya saben ustedes que los negocios,… Fui a recoger una firma.

—¡Puede! Si nosotras estábamos allí… Fuimos a pagar la visita. Ya nos daba vergüenza ver a Gabriela. Figúrese usted que hace más de un año que vino acá. Papá decía a cada rato: «Niñas… ¿ya pagaron esa visita?» Nosotras no queríamos ir… porque… la verdad…

—No la digas —interrumpió la morena— no la digas, ¡que Rodolfo es de los interesados!

—¡Adiós! ¿Y por qué no? Una es muy dueña de decir lo que quiera…

—Sí; pero… ¡no a todo el mundo! ¿No ves que Rodolfo…?

—¡Diga usted, Teresa, diga usted!

—¡No, Tere! —suplicó Luisa.

—¡Pues lo he de decir!… Pues ¡vaya, que… esa señorita nos… choca!

—¿Y por qué?

—¡Friolera! —exclamó Luisa—. ¿No la ve usted tan pagada de sí y tan orgullosa, que a todos desprecia, y que dice que todas las villaverdinas somos unas payas… unas ridículas?

—Vean ustedes, señoritas: pienso que esa niña no es orgullosa, ni está pagada de sí; pienso que no desprecia a nadie y que, por lo contrario, es muy amable con todos; y de seguro que es incapaz de decir eso que ustedes le atribuyen…

—¡Usted qué ha de decir!… Usted la defiende porque… ¡vaya! ¡Porque está usted enamorado de ella!

—¿Yo, Teresa?

—Sí.

—¿Quién ha dicho eso?

—¡Todo el mundo! ¡Todo el mundo lo dice!

—Pues todo el mundo dice mentira.

—¿Mentira? ¡Que me azoten en la plaza y que no lo sepan en mi casa! Usted dirá lo que guste… pero si no es verdad eso que cuentan, usted tiene la culpa de todo, porque le hace usted unos osos terribles… Noche a noche va usted a oírla tocar… Allí se está usted horas y horas, en la baranda de la Plaza. Y por eso Gabriela, que sabe que tiene… au… ditorio, no se quita del piano… Y por cierto que… (¡no se enoje usted!) ¡por cierto que la pobrecilla lo hace bien mal!… ¿Verdad, Luisa?

—¡Por Dios, Tere! —exclamó la morena.

—¡Cállate tú! Ahora verá usted, Rodolfo: le dijimos que tocara, y tocó la Sonámbula de Talberg. ¡Jesús nos asista! ¡Qué Sonámbula!

—No, hija, no; no digas eso… Gabriela tocó sin pasión, sin compás… pero en cuanto a ejecutar… ¡ejecuta mucho! ¡Ya quisieran muchos, de esos que se llaman profesores, ejecutar como Gabriela!

—Pues, mira, Luisa ¡yo ni eso le concedo! ¿Qué chiste tiene eso de aporrear el piano? Si aquello me parecía un pleito de perros.

Y la rubia se tapó las orejas.

—Teresa, por Dios ¡ten caridad! —dijo en tono compasivo la morena—. No hables así; dirán que decimos eso por… ¡envidia!

—¿Envidia yo? ¿Y de qué? ¿Yo? ¡Gracias a Dios que no toco el piano!

—No; pero pensarán que tú no haces más que repetir lo que yo digo.

—Y dirán la verdad. Quién me dijo ahora, al salir de allá: «¿Viste, oíste? ¡Eso no es tocar! ¡Lástima de piano!» ¿No fuiste tú? Pues entonces ¿de qué te espantas? Yo diré lo que me dé la gana. Ya lo sabes ¡tan fea como tan franca!

Me indignaba la murmuración de aquellas niñas tan mal educadas y tan cursis.

—¿Fea? ¡Nada de eso! ¿Quién ha dicho que es usted fea? No lo digo yo, ni lo dice nadie, y menos… Ricardo Tejeda.

Encendióse la rubia al oír este nombre… Ricardo había sido su novio, lo sabía yo muy bien, él mismo me lo dijo en el Colegio, y Teresa no le perdonaba a mi amigo que, a poco de terminar con ella, hubiera visto con demasiado interés a la elegante y encantadora señorita. De aquí el odio a Gabriela; de aquí que murmurase de su hermosura; de aquí el que afeara todo en la señorita Fernández.

—Sí —contestó vivamente Teresa— ya sé que en Ricardo tiene usted un rival…

La maldiciente polluela estaba enamorada de mi amigo; le quería, a su manera, le amaba como loca, y no podía olvidarle.

—Sí, ya sé que Ricardo está enamorado de Gabriela, lo sé; y sé también que por eso no habla con usted, ni le busca como antes. ¡Antes tan amigos! ¡Ahora enemigos a muerte!

—¿Enemigos? ¿Quién ha dicho eso?

—Sí, se pasan pero no se tragan… Pero esté usted tranquilo, Rodolfo; Ricardo no es temible… ¡no es temible!

—Vea usted, señorita: si Ricardo está creyendo que yo pretendo a Gabriela, es porque alguno le ha engañado… ¡Alguno que ha querido burlarse de nosotros…!

Luisa nos escuchaba atentamente, jugaba con el abanico y sonreía al oírme. Teresa se quedó un instante pensativa.

—Oiga usted, Rodolfo ¿me quiere usted hacer un favor?

—Véamos ¿cuál?…

—¿Tiene usted amores con esa señorita?

—Ño.

—¿De veras?

—De veras.

—Pues, enamórela usted, enamórela usted. Yo conozco muy bien a las mujeres, como que soy del sexo. ¡Enamórela usted! ¡Yo le aseguro que en dos por tres se arreglan ustedes!

—¿Y Ricardo? —pregunté con mucha serenidad.

—¿Ricardo? ¡Que rabie! ¡Quién le manda ser tonto!

Las muchachas se levantaron, chacharearon dos o tres minutos y se fueron. Ya en la puerta se detuvieron. Teresa se volvió hacia mí y con tono entre suplicante y malicioso me dijo:

—Rodolfo ¡enamórela usted!

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