Angelina

Angelina


XLIII

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XLIII

Entró la noche, llegó la hora de la cena y tía Pepilla vino en busca mía.

—Muchacho ¿qué tienes? ¿Estás enfermo?

Tocóme en la frente y en las mejillas para ver si tenía yo calentura, y acariciándome dulcemente prosiguió: —¿Qué te pasa? Dímelo, muchacho, dímelo… No hay en tu rostro la serenidad de siempre. Algo ha pasado que te apena… Tú padeces… ¡Habla, Rorró, habla por Dios! ¿Con quién has de quejarte si no es con nosotras?

—¡Nada, tía, nada!… He dormido toda la tarde y la modorra me tiene así. ¡Vamos a la mesa!

Salté de la cama, ofrecí mi brazo a la anciana, y paso a paso nos dirigimos al comedor. Afectando la más alta corrección, como la de apuesto caballero que asiste y corteja en un baile a gentilísima dama, bromeaba yo con mi tía:

—Señorita… ¡es usted encantadora! Dígnese usted escucharme. Ya no puedo, ni debo callar… ¡Amo a usted!… ¡La adoro!

La anciana reía, reía a su sabor, y contestaba a mis requiebros con frases entrecortadas, como si fuera presa de profunda emoción. Al entrar en el comedor, exclamó, deteniéndose y separándose de mí:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Eres atroz! Ni de muchacha, hice yo esto… ¡Suelta! ¡Suelta!

Al sentarme a la mesa oí la voz de Andrés el cual conversaba con la enferma. Hablaba de mí y de mi separación. No tardó en venir a charlar conmigo.

—¿Te vas, no? ¿Cosa decidida? —me dijo ocupando su asiento—. ¿Te vas? ¡Me alegro! ¡Me alegro! ¡Mejor! ¡No habías de pasarte lo mejor de la vida escribiendo papelotes en casa de don Juan! En la hacienda estarás muy bien; ganarás buen sueldo, porque ese señor sabe pagar a los que le sirven; vendrás a vernos cada quince días, y todos estaremos muy contentos.

Tía Pepa entraba y salía. En momentos en que no podía oírnos me dijo Andrés:

—Las señoras están muy tristes porque te vas, tan tristes que ni el sol las calienta. Pero no tengas cuidado; no tengas cuidado… Ya se les pasará la aflicción.

Luego prosiguió en alta voz:

—Oye ¿y tú no sabes montar a caballo, verdad? Ya me parece que te veo. ¡Qué figura! Como la del padre Solís cuando se va a la dominica… Mira: procura salir buen charro; tu papá se pintaba para eso, y les daba cartilla a muchos de esos que se la echan de buenos cuando no son más que unos «cachaletes.» ¡Cuidado, Rorró! ¡Cuidado, amito! ¡No dejes mal puesto el pabellón! Aprende a sentarte bien en la silla; para que no parezcas colegial o sacristán que va diciendo: «¡Para la misa de doce!»… Pon cuidado; te sientas a plomo, naturalmente, sin echarte ni para atrás ni para adelante; nada de estirar las piernas como un gringo, sueltas, sueltas… Ya veremos. Si lo haces mal me voy a reír de ti, y te harán burla las muchachas. Procura que si las obras son malas la facha sea buena. ¡Siquiera la facha! ¡Ya me imagino al charro! ¡Ja, ja, ja, ja!

El buen servidor gustaba de bromearse conmigo; se complacía en tratarme como a un niño en quien conviene apagar las llamaradas de una vanidad jactanciosa. Acaso no cuadraban con el carácter de Andrés, grave, formal, modesto, casi adusto, ciertas genialidades y ligerezas del mío. Muy parlanchín y comunicativo hasta los diez años, volvíme después huraño, reservadísimo y melancólico. Ya he dicho que la vida del colegio, áspera, fría, monótona, entenebreció mi espíritu; ahora es bueno apuntar que la excesiva severidad de mis maestros, no siempre oportuna y atinada, me hizo desconfiado y receloso. Recelo y desconfianza inútiles y que nunca me salvaron del egoísmo y de las arterías de amigos y extraños. Me creía yo persona de experiencia, conocedor del mundo y descubría a todos mi corazón, a nadie ocultaba yo mis sentimientos, y así era yo víctima de todos.

Confieso que el buen servidor con sus burlas y fisgas me hizo rabiar muchas veces. Hería mi vanidad en lo más vivo, lastimaba mi amor propio y provocaba mi cólera. Sólo el cariño me hacía callar, que si no, habría recibido de su «amito» muy dura reprensión. ¡Pobrecillo! Le hubiera yo matado.

—Bueno —me dijo ese día, al acabar la cena— acompáñame. Toma tu sombrero y vente conmigo. Tengo que decirte muchas cosas.

Caminando hacia el Barrio Alto, Andrés a la derecha, yo a la izquierda, conté al buen viejo cuanto me pasaba; los dichos de Castro Pérez, la hipócrita calumnia de Ricardo y, por último, le hablé de mis esperanzas.

—No te apenes —me decía conmovido— no te apenes, que no hay para qué; eso es cosa diaria y corriente en Villaverde. Mira, yo podría estar muy bien en cualquiera parte; entiendo de tabaquería y muchas veces han querido destinarme… pero no, no quiero; en el tendajón estoy mejor; allí mando yo; y como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como. ¿Crees tú que todos los amos son como tu padre y tu abuelo? No hagas caso de esos falsos testimonios; no, muchacho, no hagas caso de esas cosas; desprécialas, desprécialas, porque nadie ha de creer en ellas. Y vete, vete a Santa Clara, que allí estarás muy bien. Y, oye: ya que de eso hablamos ¿tienes plata?

—¿Plata?

—Sí ¿que si tienes dinero?

—¿Dinero? Para esta semana y… ¡nada más! Yo contaba con ganar algo en estos quince días… pero ya lo sabes… Castro Pérez me obligó…

—Hiciste bien. ¡Bien hecho! ¿De modo que necesitarás algo?

—¡La verdad… sí! —respondí sonrojado.

—No te apures, Rorró. Mientras ganas en tu nuevo destino, no te apures. Además… creo que necesitas ropa para ir a la hacienda. No has de ir vestido de catrín. Ahora arreglaremos eso.

En esto llegamos a la tienda de La Legalidad. Andrés, abrió la puerta, me hizo pasar, encendió una lámpara, me dejó un rato, y volvió con un rollo de pesos.

—Toma, aquí tienes cuarenta grullos. Con esto basta para que te hagas dos trajes de charro y para que te compres un sombrero jarano. La ropa… Mira: de dril. El dril es fresco, y se lava. El sombrero… sencillito. No quieras lujos. Para que la ropa salga buena, bien cortada, te recomiendo al sastre que vive aquí, a la vuelta, frente a la iglesia; trabaja bien y es baratero. Yo te daré una pistola para que vayas armado. ¿Entiendes de eso de armas? ¿No? Pues yo te enseñaré. Ahora, en cuanto a tus tías… ¡yo me encargo de todo! Después te tocará a ti. Por ahora ¡déjame, déjame a mí! Y no vuelvas a pensar en esos chismes. Vete a la hacienda, ya verás. Luego que el señor Fernández te conozca te ha de querer mucho, mucho, porque tú te lo mereces todo. Me das lástima; ¡me da lástima que vayas a servir en casa ajena! ¡Yo siempre le pedí a Dios que te librara de eso…! pero, ya lo ves ¡no hay remedio! Él dispone otra cosa.

Y esto me lo decía impulsándome a salir y abriendo la puerta.

—Vete; ya es muy tarde… Tengo que madrugar… Mientras tú estás roncando… yo tengo que trabajar en el changarro.

Me despedí del buen anciano y tomé calle arriba, hasta el cementerio de San Antonio. Subí la escalinata y de codos en la verja me puse a contemplar la ciudad. La noche estaba oscura; negras nubes ocultaban el horizonte. Apenas se descubrían los picachos de la Sierra, dibujándose sobre un claro de cielo, en el cual centelleaban con pálidos fulgores unas cuantas estrellas.

Mi pensamiento voló en busca de mi Angelina.

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