Angelina

Angelina


XLVIII

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XLVIII

Faltaban pocos minutos para las cinco cuando desperté. Ya señora Juana andaba por la cocina disponiéndome el desayuno. Tía Pepa no salía aún de sus habitaciones.

El sur soplaba furioso, y la campanita chillona de San Francisco sonaba alegremente, llamando a misa.

Me vestí el famoso traje de charro, cerré el ropero, y cuando me dirigía yo al comedor, la tía Pepilla me detuvo.

—Rorró…

—Buenos días, tía…

—¿Me haces un favor?

—Mande usted.

—Coge el sombrero y corriendito te vas a oír misa. Oye: están llamando; es la misa del padre Solís, que es ligera… ¡Anda, ve, pídele a Dios que te vaya bien!

Obedecí a la anciana, corrí al templo, y oí la misa muy devotamente. Media hora después estaba yo de vuelta. Cuando llegué, los caballos me esperaban a la puerta. El criado se adelantó, y descubriéndose me dijo:

—¿Usté es el señor que ha de ir a la hacienda?

—Sí.

—Pues… ¡aquí están los caballos! Cuando usté lo disponga…

Entré y me desayuné muy de prisa, sin apetito, abatido, silencioso. Tía Pepa se sentó a mi lado. Trataba de animarme y hacía esfuerzos para disimular su pena.

Llegó la hora de partir. No quise irme sin decir adiós a la enferma. Aun estaba en el lecho la pobrecilla. Al verme sonrió tristemente.

—¿Ya te vas? —murmuró con voz muy trémula.

—Sí, tía —le contesté, abrazándola— ya es hora de irnos; ya dieron las seis y me están esperando…

—Bueno… ¡vete, y que Dios te bendiga! Escribe luego que puedas. Saludas de nuestra parte al señor Fernández y a la señorita. Escribe con frecuencia. Acaso tengas que tratar con los mozos… Te encargo mucha prudencia, mucha seriedad… ¡Vamos, dame otro abrazo, y que Dios te lleve con bien!

La pobre anciana tenía los ojos arrasados en lágrimas, y hacía grandes esfuerzos para aparentar calma y serenidad. Tía Pepa nos miraba y sonreía tristemente. Abracé a la enferma, le di un beso en la frente, y salí de la estancia. Me puse al cinto la pistola, dije adiós a mi casita, y a mis libros, mis buenos amigos, mis cariñosos compañeros, y me dirigí a la calle. Mientras el mozo arreglaba la silla y ataba a la grupa la manga y el joronguillo, salió mi tía Pepa y tras ella señora Juana.

—Vamos, hijo mío ¿no me dices adiós? ¿Te olvidas de mí?

—¡No, señora, cómo!

—¿Cuándo vendrás?

—No sé. Acaso dentro de ocho o quince días.

—¿No me haces ningún encargo? —me preguntó entre llorosa y risueña.

—Sí, tía. La ropa limpia. Con ella el traje nuevo.

—¿Y nada más?

—Nada más. ¡Ah! Si escribe Angelina mándeme usted las cartas. Las mete usted en otra cubierta. A mi buen Andrés muchas cosas. Y adiós, tía, que no hay tiempo que perder… Vaya ¡un abrazo, señora mía! ¡Otro a usted, señora Juana! Cuide usted de mis pájaros y mis flores.

Monté a caballo y eché a andar. El criado, un mancebo vivaracho y listo, me miraba de hito en hito, como si dudara de mis aptitudes para la equitación. Cuando puse el pie en el estribo sonrió maliciosamente. Sin duda decía para sí:

—Éste es un «cachalete»…

Me avergoncé. El mancebo me seguía a corta distancia. Tomé por las calles más apartadas y solitarias, temeroso de que las gentes me vieran a caballo. «Charrito de barro, charrito de agua dulce!… —dirían—. ¿De cuándo acá?»

La idea de que podía yo ser objeto de risas y de burlas me atormentaba cruelmente. Ya me parecía oír a los murmuradores villaverdinos en la botica de don Procopio.

—¿Saben ustedes la gran noticia?

—¿Cuál? —preguntarían en coro con Ricardo, Venegas y Ocaña.

—¡Gran noticia! Asómbrense: ¡Rodolfo a caballo! Yo lo he visto; lo hemos visto nosotros…

—¿Y qué tal?

—Mala facha y mala ficha. ¡Muy vestido de charro, tamaño sombrerote, y al cinto una pistola que parece un cañón!

Por fin me vi fuera de la ciudad, al principio de aquel camino por donde pasé diez años antes acongojado y lloroso, una fría mañana del mes de enero. Recordé aquellos días amargos en que por primera vez me alejé de los míos, niño tímido y medroso, en quien cifraban sus tías las más risueñas esperanzas. ¡Cuán distinto me pareció el camino! Entonces le vi ancho, anchísimo; ahora angosto, como una vereda montañesa. Entonces miraba yo en el último término del viaje una ciudad populosa, brillante, de todos alabada, para todos alegre y festiva, hasta para el niño que con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón hecho pedazos acababa de salir de la casa paterna. Ahora… ¿adónde iba yo? A ganar en ajena morada, entre desconocidos y extraños, un pedazo de pan. ¡Cuántas ilusiones malogradas! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

Ni la hermosura del paisaje ni el aspecto incomparable de las montañas, coronadas por el Citlaltépetl con brillante cono de nieve, ni la belleza sin igual del Pedregoso que corría gárrulo y cantante, distrajeron mi menté y ahuyentaron de mi alma la tristeza…

Pocas horas después me apeaba yo a las puertas de la hacienda. Estaba yo en Santa Clara.

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