Angelina

Angelina


LI

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LI

La rubia Gabriela era franca, alegre, expansiva, y había en ella cierta sencillez infantil muy en armonía con el azul violado de sus ojos y el áureo color de sus joyantes cabellos. Destrenzados, sueltos, atados con una cinta de seda, se me antojaban un haz de mies madura.

Gabriela subyugaba las almas con la dulzura de su carácter, mejor que con su delicada y elegante belleza. Y era lindísima: fisonomía suave y aristocrática, perfil correcto, labios ingenuos, expresivos, como entreabiertos levemente por una exclamación de sorpresa; las mejillas con los tintes de la rosa, la cabeza artística y gentil, el cuello delgado y donairoso. Poseía la blonda señorita, algo, o mucho, de la singular belleza de dos mujeres muy célebres y admiradas entonces: Adelina Patti y la emperatriz Eugenia.

Alta, delgada, esbeltísima, ideal, como acostumbran a decir los poetas, en Gabriela se juntaban maravillosamente la frescura de una arrogante juventud y los encantos misteriosos de una belleza apacible y casta.

Durante los primeros días la joven se mostró conmigo seria y ceremoniosa, lo cual, a decir lo cierto, no fue muy grato para mí. Procuré portarme de la misma manera; correspondiendo así a la reservada actitud de la doncella; pero el trato diario en la mesa, en la tertulia, en el paseo y en las horas de descanso nos acercó poco a poco, y pronto hubo entre los dos cierta confianza decorosa y afable de la cual nació una amistad placentera y cordial.

Entonces pude admirar en Gabriela no sólo la sencillez de su alma, sino lo que en ella valía más, la nobleza de su corazón.

Habituada al trato de personas cultas y distinguidas; educada con esmero, rodeada de cuanto la opulencia y el amor paternal pueden ofrecer a una niña de su clase y condiciones, la señorita Fernández ni estaba engreída con su elegancia ni pagada de su hermosura, ni satisfecha de sus raras habilidades. Tocaba el piano como una profesora y se creía una pobre aficionada; dibujaba magistralmente, pintaba lindas acuarelas, frutas, flores, pájaros, paisajes, y no se daba cuenta de sus aptitudes artísticas, ni de que sabía robar a la naturaleza la línea, el tono, la expresión, el ambiente que aísla y destaca las figuras, el rasgo oportuno que anima los objetos, la tinta desvanecida, vaga, vaporosa, que hace resaltar las imágenes sin endurecer los contornos.

Obediente, sumisa a la voz de sus padres, jamás se oponía a sus mandatos, como suelen hacerlo las señoritas de las clases elevadas que gustan de ser caprichosas y se complacen en ser mimadas por los suyos. La vida de Gabriela estaba consagrada a sus padres. Obsequiarlos, tenerlos alegres y contentos era su único deseo, y de seguro que nunca dejó de agradarlos. Sufría con paciencia ejemplar al infeliz jorobadito en quien estaban reunidos todos los defectos morales y todas las desgracias físicas. El pobre niño, lisiado, enfermizo, horrendamente precoz, era ruín, mezquino, insolente, atrevido y deslenguado. Como todos le halagaban y le complacían, y no había capricho que no consiguiera ni falta que no le fuese perdonada, imperaba en aquella casa como soberano absoluto, como señor de vidas y haciendas, siempre dispuesto a hacer el mal, complaciéndose en atormentar a los animales que caían en sus manos, gozándose en insultar y calumniar a los criados, en burlarse de todos, y en repetir las palabras más soeces aprendidas en la calle o de labios de los cocheros. La señorita Gabriela, objeto frecuente de las iras del niño, a causa, sin duda, de que sólo ella le corregía y le castigaba, pasaba ratos muy amargos. El corcovadito la aborrecía de muerte, como a todos cuantos se oponían a sus caprichos y deseos, y a la menor corrección la insultaba con dichos y palabras de taberna.

La joven solía implorar en su defensa la autoridad del señor Fernández.

—¡Papá! —decía suplicante y apenada—. Oye a Pepillo… Abrió una jaula, atrapó un canario y le ha quebrado las alas… Le reprendo… y me contesta con unos dichos y unas palabras…

—¡Perdónale, hija! —respondía el padre—. ¡Pobre niño!…

El corcovadito quedaba victorioso, fingía arrepentimiento, se acercaba a la joven para acariciarla y darle un beso, y luego que se iba el señor Fernández volvía a los improperios y a las obscenidades. Reía, se mofaba de su hermana e inventaba nuevas fechorías.

Una tarde, después de una escena de éstas, fuimos al jardín. Fernández y la señora se quedaron con el niño en un merendero; Gabriela y yo nos perdimos, a lo largo de una calle de fresnos, en busca de violetas. La niña lloraba y no levantaba los ojos.

—No llore usted, Gabriela…

—¿Que no llore? —murmuró enjugándose los ojos—. ¡Cómo no he de llorar? Quiero a Pepillo con toda mi alma. Día y noche le tengo en la memoria… Su desgracia es la eterna amargura de mi vida. ¡Deforme, enfermizo y… malo! Sí, Rodolfo: ese niño es malo. ¿A quién ha salido? ¿De quién ha heredado esa perversidad de corazón? ¿Qué será de él si llega a hombre? Me odia, me detesta, y yo le amo… Ya usted ha visto cómo me trata… ¡Y todas las gentes me envidian,' y todos dicen que soy la más feliz de las mujeres!… ¿Feliz?

—Debe usted perdonar a Pepillo…

—Le perdono… pero no puedo permitir que sea así… La perversidad de ese niño crece de día en día… ¡Por fortuna no vivirá mucho!… No le deseo la muerte, no ¡Dios me libre de ello! Pero ¿a dónde iremos a parar si Pepillo sigue con esos instintos crueles y depravados? ¡Si viera usted cómo tiemblo al pensar que el mejor día, por cualquier motivo, será usted objeto de las iras de esa infeliz criatura!

—No tema usted… Me quiere, hacemos buenas migas…

—No, Rodolfo, es mi hermano, le quiero mucho, pero le conozco; no hay que fiar de ese niño…

Entonces Gabriela me refirió mil incidentes desagradables y me hizo comprender, muy claramente, que temía que Pepillo dijera el mejor día algo que me lastimara y me ofendiera, y con este motivo la pobre niña me abrió su corazón.

—Todos me envidian y codician mis riquezas, pero, a decir verdad, amigo mío ¿de qué me sirven lujo, comodidades y bienestar, si en medio de todo eso soy víctima de ese pobre niño, de mi hermanito, de mi único hermano a quien amo y compadezco?

De pronto, como si aquella conversación le fuese penosa, varió de asunto y deteniéndose al pie de un árbol se puso a contemplar, entre el follaje las últimas luces del día, el cielo dorado, sobre el cual se dibujaban, límpidas y claras las ramas de un gran fresno desnudo, mientras yo ataba un haz de violetas.

—¡Hermosa tarde! ¡Quién pudiera trasladar al papel el espléndido cuadro que tenemos delante! Usted está triste… ¿por qué? Nosotras deseamos verle contento. ¿A qué ese rostro abatido y melancólico? Papá nos ha dicho que ha sufrido usted mucho…

Ciertamente, me rendía la tristeza. ¡Pensaba yo en los míos, en mi pobre casita, en las buenas ancianas cuyo recuerdo me era tan querido, y en Linilla, en mi dulce Linilla!

—No, señorita… —murmuré sonriendo—. A las veces se me va el pensamiento hacia Villaverde, en busca de los que me aman…

—Y más allá… más allá… detrás de esas montañas que atraen las miradas de usted.

Sonrió la niña, y me señaló a lo lejos los picos más altos de la Sierra y agregó:

—Diga usted. ¿No es en aquellos valles donde está el pueblo de San Sebastián?

—Sí.

—Pues… ¡allí está Angelina!

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