Angelina

Angelina


LXII

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No me atreví a pedir licencia para ir a Villaverde, aunque las noticias recibidas esa tarde no eran buenas. Tía Carmen había tenido calentura muy ligera. Un resfriado, en concepto del doctor, y nada más. Sin embargo, no estaba yo tranquilo.

Trabajamos en el escritorio hasta las ocho de la noche y al sentarnos a la mesa me dijo don Carlos:

—Mañana, después de misa, escribirá usted esas cartas, y por la tarde haremos la liquidación esa. Quiere Gabriela unos papeles de música. Me dice que están en el piano; recójalos usted y mándeselos. Ahí en la mesa está la lista…

Cenamos alegremente. El señor Fernández estaba de buen humor, y durante la comida charló a su gusto de las fiestas de Villaverde. Después habló de trabajos agrícolas y de las obras del camino de hierro.

—Es de sentirse —decía— que el ferrocarril no pase por Villaverde. Pluviosilla será la ciudad que saque más provecho. En sus aguas y en sus ríos tiene una fuente de riqueza… ¿Cuántas fábricas tiene ahora? Una… Pues de aquí a veinte años ¡ya verán ustedes!… Sería oportuno adquirir terrenos en Pluviosilla, particularmente cerca de los ríos… dentro de pocos años han de valer el doble de lo que ahora cuesten. Pluviosilla será, no hay que dudarlo, la primera ciudad fabril del Estado y de la República…

Los criados se habían retirado ya. De pronto apareció Mauricio en el comedor, diciendo que alguien me buscaba.

—¿A mí? —pregunté sobresaltado.

—Sí, traen una carta…

—¿Quién la trae?

—No lo conozco.

Me levanté precipitadamente en busca del desconocido. Me traía dos cartas: una de Linilla y otra de tía Pepa. Corrí a leerlas.

—¿Qué pasa? —preguntó don Carlos—. ¿Algo de cuidado?

Abrí el pliego. No contenéa más que unos cuantos renglones.

Carmen está muy grave. Ya el doctor mandó que se disponga y a las cinco recibirá el Viático. Vente luego, luego; pide permiso, que el señor don Carlos no te lo ha de negar. Considérame.

Puse la cartita en manos de don Carlos. Leyóla de una ojeada, y exclamó:

—¡Pues que ensille Mauricio y váyase usted!

Y dirigiéndose al mozo agregó:

—Te vas con el señor.

Media hora después íbamos, y a buen paso, camino de Villaverde.

La noche estaba oscura. Allá en el corazón de la Sierra fulguraba lejana tempestad. Oíanse truenos lejanos, muy lejanos, y de cuando en cuando, a la luz de los relámpagos, descubríamos las cimas de los montes más distantes. El cielo parecía envuelto en una red de rayos.

Amenazábanos la lluvia, caían gruesas gotas, y en el bosque cercano resonaban las arboledas como al paso de impetuoso viento. Silbaban las serpientes entre los matorrales del camino, zumbaban mil insectos entre las hierbas, y el ruido del aguacero se aproximaba rápido y pavoroso. Los árboles me parecían espectros; las luces de las chozas cirios que ardían delante de un cadáver.

Íbamos al trote. Yo iba silencioso y angustiado; Mauricio me seguía diligente y respetuoso. La lluvia no invadió el valle, se detuvo en las montañas, descargó allí, y pronto fue despejándose el cielo. Allá, rumbo a Villaverde, centelleaban las estrellas del Carro. La tempestad seguía batallando, pero ya floja y desmayada, en lo más remoto de la Sierra.

¡La muerte! —pensaba yo, mientras Mauricio silbaba entre dientes un canto melancólico—. ¡La muerte! Voy a verla llegar… acaso ha llegado a esta hora… ¡nunca creí que los míos, los que yo amaba, pudieran morir!…

Me dolía el corazón, y mi pensamiento iba de una cosa a otra sin detenerse en ninguna. Complacióme el recuerdo de mejores años, de venturosos días; suspiraba yo por la tranquilidad del Colegio en que pasé dos lustros, y me parecía que las alegres memorias de la infancia alejaban de mí pesares y dolores. ¡Angelina! ¿Dónde estaba Angelina? ¡Cómo lloraría por la enferma! ¡Gabriela! ¡Qué dulcemente consolaría a su amigo! Pero luego caía yo en un abatimiento tal y tan grande, que no acertaba yo a guiar la caballería. «¿Por qué se mueren las gentes ¡Dios mío! por qué? —repetía yo—. ¿Por qué quieres llevarte a la pobre anciana?» ¡Necio de mí que no acerté a pensar que la muerte estaba tan cerca! No, sí, lo pensé; lo pensé muchas veces; pero siempre la vi lejos ¡muy lejos!… ¡Y ahora venía de pronto, insidiosa, inesperada… cruel… terrible!… El que se muere —me decía yo— es como un náufrago arrebatado por las olas: lucha por ganar la orilla, todos los que le aman quieren salvarle y no pueden, y es imposible, todo esfuerzo es inútil… y el infeliz pide socorro… y ¡parece que no le oyen!… ¡Horrible! ¡Horrible!

Angustiado, trémulo, me dirigía yo a Dios pidiéndole ayuda, pidiéndole un milagro… El corazón, rendido de cansancio, quedaba insensible; la inteligencia entorpecida no acertaba a fijarse en nada… hasta que recobraba fuerzas el corazón. Entonces me ocurría que todo aquello era una pesadilla espantosa, de la cual despertaría yo consolado y feliz. Pero ¡ah! la realidad estaba allí, delante, cruel, implacable. Y oraba yo devotamente, lleno de fe, con fe de santo, y acudían a mis labios las oraciones que aprendí de niño, y las recitaba yo cuidadosamente, poniendo el alma y la vida en cada frase, en cada palabra, en cada sílaba. Deseaba yo llegar a Villaverde, y me sentía tentado de volverme a la hacienda y huir, huir a las montañas, a los bosques, a ciudades remotas, para no saber nada, nada de lo que acontecía en mi casa. Quería yo verme rodeado de mis amigos, de todos mis amigos, de todos, para refugiarme en su afecto como en un puerto de salvación… Tenía miedo de estar solo, y a cada rato miraba yo si Mauricio iba cerca de mí…

No sé qué hora sería cuando entramos en Villaverde. Pasada la garita seguimos por la calle Principal. ¡Estaba desierta! No podía ser de otra manera, pero yo esperaba que estuviese llena de gentes, de amigos que vendrían a mi encuentro para decirme: «No temas ¡todo ha sido un sueño!…»

¡Y no había nadie, nadie! Aullaba un perro en una callejuela. Los serenos que dormitaban en las esquinas, sentados cerca de su linterna, se levantaban al oír el paso de los caballos, saludaban, y se iban a lo largo de las aceras perezosos y distraídos… Los faroles mortecinos brillaban de trecho en trecho con luz rojiza en la oscuridad de las calles, como cirios en funeraria pompa.

Unos cuantos minutos y estaría yo a la cabecera de la enferma. Las pulmonías y las fiebres perniciosas son terribles en Villaverde, pocos ancianos las resisten, y mi pobre madrina, achacosa, débil, extenuada por largos padecimientos, tendría que sucumbir. Pero no, por qué, si la queríamos tanto… si era tan buena, tan cariñosa… ¡si era una santa!

—Por aquí, señor, por aquí llegaremos más pronto… —me dijo Mauricio, que iba a mi lado—. Yo conozco muy bien las calles, porque antes venía yo todos los días a vender leche.

Le seguí sin oír lo que el mancebo decía. ¡Cómo resonaba en la calle desierta el paso de las cabalgaduras!

—¡Aquí! —exclamó Mauricio, deteniendo el caballo.

—No es aquí…

—Sí, señor.

—El zaguán estaba abierto. Por una de las ventanas salía un torrente de luz.

Lo comprendí todo. Sentí que se me desgarraba el corazón, que la sangre se me subía al cerebro. Al apearme del caballo vi, sin quererlo, el cadáver de mi madrina. Estaba velado con un lienzo blanco.

Andrés me recibió en sus brazos.

—¡Bien te lo decía el corazón!

Vacilante, sin saber lo que hacía, me dirigí a la sala, apoyado en el noble servidor que no podía contener los sollozos.

Tía Pepa salió a mi encuentro, reclinó en mi hombro la encanecida cabeza y sin decir una palabra me abrazó fuertemente.

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