Angelina

Angelina


VIII

Página 12 de 69

V

I

I

I

Atravesó el dómine por entre la doble hilera de bancos, diciendo a los chicos que tomaran asiento. Los muchachos le obedecieron cuchicheando. Se felicitaban, sin duda, de mi llegada. Don Román vestía su eterno traje, su traje típico: pantalones anchos; larga levita negra, verduzca y mugrienta; chaleco blanco, pringado de rapé en las solapas; el cuello de la camisa altísimo, arrugado, sin almidón; ancho y apretado corbatín. Así le conocí cuando era yo niño, cuando mis buenas tías me confiaron a la férula resonante de aquel buen anciano, maestro de dos o tres generaciones de villaverdinos. Esto de la férula no es figura retórica; el «pomposísimo» la tenía, y muy sólida, de perdurable zapotillo, ennegrecida por el uso. Verdugo diligente e implacable, dispuesto a vengar en las manos infantiles el menor desmán, cualquiera osadía contra los poetas del siglo de Augusto, don Román no se andaba con chicas, ni tenía piedad; quien la hacía la pagaba, así fuera el hijo del alcalde.

Don Román se detuvo a dos pasos de mí. Me vió atentamente, y componiéndose los anteojos me preguntó en tono de notario aburrido.

—¿Qué mandaba usted?

No tardó en reconocerme, y abriendo los brazos exclamó:

—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Tú por aquí? Ya sabía yo que de un día a otro llegarías… ¡Bendito sea Dios! ¡Y qué crecido estás! ¡Alabado sea el Señor que me concede verte hecho un varoncito, un lechugino de lo más guapo! Y… ante todo ¡ya lo sé! ¡ya lo sé! Como siempre estoy preguntando por ti. Ya sé que has salido muy aprovechado… No como estos asnillos que para nada sirven. Ni uno solo de estos bribones sacará buey de barranco.

El pobre anciano, loco de alegría, se complacía en mirarme, y me abrazaba, y pasaba por mis mejillas sus manos larguiluchas y exangües.

—Pasa, muchacho; vamos a la sala… Tengo muchas ganas de platicar contigo. ¿Y tus tías? Como siempre ¿no es eso? Las pobrecillas siempre afligidas y achacosas… A toda hora pensando en el sobrinito, en el sobrinito mimado. ¡Quiérelas mucho, Rodolfo! Por ti… ¡hacen milagros!… Pero ¡qué tengo que decirte, cuando eres tan bueno y tan noblote! ¡Pasa, muchachito, pasa!

Decía esto acariciándome e impulsándome hacia adelante, entre la doble hilera de bancas. Los chicos abrían tamaños ojos para verme, como sorprendidos de la rara dulzura de su maestro. Cerca de la mesa se detuvo don Román, volvióse hacia la chiquillería y prorrumpió solemnemente, en tono de sermón:

—Éste, éste, que ven ustedes, es uno de mis discípulos más queridos. Muchas veces, muchas, os he hablado de él. Es inteligente, bueno, estudioso… Tomadle por modelo. Este sí que no me daba, como ustedes, tantos disgustos; éste sí que no hacía concordancias gallegas, y se sabía al dedillo los pretéritos, y entendía, como un maestro, al «dulce Virgilio, al conciso Tácito, y al asiático y pomposísimo Cicerón».

Ya me lo esperaba yo. Milagro que no acabó el discurso con algún exámetro oportuno. Los chicos, al oír el consabido epíteto, sonrieron maliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotros, diez años untes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unos a otros con caritas de diablillos regocijados.

—Vamos —prosiguió— os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegada de mi discípulo muy amado. Pero, oídme: nadie se irá hasta que suenen las doce. Quedaos aquí, sin cometer faltas. El mejor día volverá este joven, y os examinará, y ya veremos, ya veremos cuáles son vuestros adelantos en la hermosa lengua latina.

Don Román levantó la cabeza y agregó:

—Tú, Pancho Martínez…

Un mozuelo trigueño, vivaracho, de simpático aspecto, salió al frente.

Mientras el niño acudía al llamado de su maestro eché una ojeada por el salón. En nada había variado. Los mismos muebles, los mismos objetos; las papeleras manchadas de tinta, con letreros en las tapas, grabados a punta de cortaplumas; el pizarrón, el mismo pizarrón de otro tiempo, en su caballete verde; la mesa del dómine ocupada por los mismos libros, todos muy bien colocados. Allí estaba la campanilla, con el mango roto, y el tintero circundado de plumas de ave —don Román no usaba de otras— y al lado la palmeta de zapotillo. En las paredes, ennegrecidas y desconchadas, dos o tres mapas amarillentos; arriba del sillón magistral, muy pulido y resobado, la Virgen de Guadalupe, la patrona de la escuela; delante de la imagen una lamparita, un vaso azul lleno de aceite oscuro, en el cual sobrenadaba una mariposilla moribunda.

No bien entramos en la salita se oyó el vocerío de la turba escolar festiva, retozona. Ruidos, carcajadas, estrépito de libros cerrados de golpe, las mil y mil voces, francas y alegres de la dichosa libertad infantil.

El anciano retrocedió colérico. Abrió la puerta; por ella se precipitó desbordado, recordándome felices años, un torrente de ingenuas carcajadas. Don Román, severo e irascible, dictó nuevas órdenes, amenazó con duros castigos, y fuego, haciendo un gesto de dolor, pronto borrado por una expresión resignada de tristeza, vino al estrado.

—Siéntate, siéntate aquí, en este sillón. ¡Qué gusto me da verte! Cuando te fuiste creí que no me volverías a ver… Estoy ya muy viejo. ¿No me ves? En febrero cumpliré los setenta y dos. Los achaques me tienen triste y desmazalado. Tú consideras todo esto ¿no es verdad? ¡Viejo, enfermo, solo y pobre! ¿No te parece cosa triste, cosa que parte el alma, esta situación mía después de haber trabajado tanto? Todos ustedes se van logrando. Tengo discípulos en toda clase de oficios y profesiones. Unos, en altos puestos de la política, los que fueron más desaplicados (muchos no pasaron del

quis vel quid); otros en la Iglesia (dos me han dado ya la comunión); otros, médicos, y buenos médicos; otros abogados; ¡otros, como tú, en camino de ser gente de provecho!

A decir verdad, nunca valí gran cosa ni por la conducta ni por la aplicación; de seguro que pocos estudiantes dieron más guerra que yo al «pomposísimo» maestro. Pero tal era de bondadoso el señor don Román. Cuando estaban en sus bancos, todos eran flojos, incapaces, asnillos; luego, con excepción de aquellos por extremo perdularios, todos resultaban excelentes, cumplidos, aprovechados.

Pero es lo cierto que don Román me quiso siempre como a un hijo; que me trató con suma benevolencia; que pocas veces sintieron mis manos los golpes de su férula, y que el buen anciano, no obstante su pobreza, me dió lecciones durante dos años, sin exigir de mis tías estipendio alguno.

Me apenó ver a mi maestro tan triste y abatido, cuando estaba tan cerca del sepulcro. Hubiera yo deseado ser rico, riquísimo, para ampararle contra la miseria, darle cuanto quisiera, y comprar para él, si tal cosa fuese posible, salud y mocedad.

—¿Te he dicho que estoy pobre? Pues estoy más pobre de lo que tú puedas imaginártelo. Tengo pocos discípulos. ¡Ya viste cuántos! Sólo faltaron dos; unos bribones que se van a salar todos los días; unos pícaros que no tienen remedio. ¡Qué hemos de hacer! Hijo mío, nadie quiere que sus hijos aprendan el latín. ¡Tú dirás! ¡El latín que es la llave de las ciencias! Ni latín, ni otras cosas; todo lo que puedo enseñar, todo lo que sé, cuanto aprendiste aquí! Dicen que estoy atrasado; que mi manera de enseñar es

anacrónica, ¿has oído?

¿anacrónica? Eso lo dicen los pedantes de hoy en día; y todo porque mascullan el francés. Eso dicen los que aquí aprendieron todo lo que saben, y que ahora no quieren confesar que me lo deben todo. Dicen que ya no sirvo para nada… ¿Para nada? ¿Pues a que no se ponen delante de mí, y abren el Tácito, o el Terencio, y traducen el pasaje que yo les señale? ¡Pero eso sí, sin que se ayuden de versiones francesas!… Oye: lo que más me duele, lo que me llega a lo más vivo, lo que me desgarra el corazón, lo que siento aquí, como la hoja de un puñal, es que dicen… —el pobre anciano quería llorar; el rostro se le contraía dolorosamente, su voz se iba poniendo trémula, en sus ojos asomaba una lágrima— dicen… —hizo un esfuerzo y acabó— ¡que estoy chocho!

Me partía el corazón ver al pobre anciano. Lloraba como un chiquillo. Deseoso de alivio y de consuelo, vejado por la maldad y la ingratitud, abría su alma, sencilla y llena de dolores, a un pobre muchacho que años antes fue su discípulo y del cual esperaba frases compasivas, palabras cariñosas.

—Y como dicen que estoy chocho, y como andan repitiendo eso por todas partes, me faltan discípulos, y faltándome discípulos me falta trabajo; y sin trabajo como tú lo comprenderás, me falta dinero. ¡No hay remedio! Me moriré de hambre, y me enterrarán de limosna. Diez o doce discípulos, que pagan poco ¡y es cuánto! Unas leccioncitas ¡y nada más!

—Don Román —respondí— no hay que abatirse. Nada es eterno; los tiempos varían… el mejor día…

—¡Sí, hijo mío, variarán los tiempos, quién lo duda pero no para mí! No me queda más que prepararme para morir cristianamente. Pobrezas, miserias, hambres, contumelias, todo lo sufro con paciencia. Lo que me apena y me amarga, lo que me contrista y conturba es la ingratitud.

—No hay que abatirse, señor maestro. En cambio tiene usted la gratitud y el amor de muchos.

—¿Abatirme? ¡Eso no! —replicó en un arranque de energía—. ¡Eso no! Nadie me verá rendido. Al contrario: altivo, con soberbia dignidad. Por eso no me quieren. Siempre que se ofrece les ajusto las cuentas a esos ingratos, a esos charlatanes. ¡Que lo diga Agustín, ese macuache, que aprendió aquí, aquí, todo lo que sabe, y que ahora está de Director (¡yo no sé lo que podrá dirigir!) de Director de la Escuela Nacional! El otro día —aquí sonrió satisfecho el buen anciano— el otro día, publicó en

La Voz de Villaverde (el periódico ese que sacaron cuando las elecciones del Jefe Político) un papasal, dándosela de espíritu fuerte, de libre pensador, y yo —el dómine habló quedito, como temeroso de que le oyesen— ¿qué hice? Tomé la pluma, y burla burlando le puse de oro y azul. Mandé a

El Montañés tres comunicados de chupa y daca. Hijo: mi hombre vio lumbre, y gritó, pateó, rabió. Pero no escarmienta, y sigue disparatando a su gusto en esa

Voz de Villaverde que no es voz ni cosa que lo valga, sino un papelucho asqueroso, indigno de una ciudad que, como la nuestra, es patria de tantos hombres ilustres, como el General de la Vega, y mi respetable y siempre respetado maestro el Ilustrísimo señor don Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo

in pártibus de Malvaria! El mejor día, luego que me deje el reuma, le largo un artículo morrocotudo, en latín, en latín crespo y ciceroniano, y entonces ya veremos, ya veremos si es capaz de entender una palabra… ¡una sola! ¡Y el otro! ¡Otro que bien baila! ¿Ocaña, Jacinto Ocaña, el que vino de Pluviosilla tan sabio como un guardacantón, y que ahora regentea la «Escuela del Cura»? Ese no habla mal de mí en los mentideros, ni me insulta en los periódicos, ni se burla de mis canas en la botica de Meconio, no; pero un día, en

El Puerto de Vigo, en la tienda de mi compadre don Venancio, cuando ya se acercaban los exámenes, dijo que no quería que yo fuese de sinodal a su escuela porque mi método es

anacrónico. ¿De dónde habrá sacado la palabreja? ¡Así dijo, y eso que yo le hice el discurso que pronunció el 16 de Septiembre! Yo no fui a los exámenes. El señor cura, que es persona excelentísima, me invitó; pero ¡mamola! ¡no fui, no fui!… ¡Qué había de ir este pobre viejo! Ocaña vino después a darme satisfacciones, y con mil hipocresías me negó lo dicho… ¡Embustero! Si yo lo supe todo por boca de Santiaguito, el hijo de mi compadre don Venancio, que es mi discípulo. El chiquillo me contó la cosa del pe al pa. Pero, hijo mío: no hablemos más de eso. Estoy muy contento; me da gusto verte tan grande! Dime: ¿has aprendido bien? ¿Vas a seguir los estudios? Síguelos, síguelos, que harás buena carrera. Todavía te acordarás del latín ¿verdad? Ya la veremos. Vendrás, y veremos si puedes traducir una cosita que tengo guardada por ahí: una oda sáfica al Pedregoso, nuestro rojo Tíber. Te gustará, estoy cierto de que te ha de gustar!

Dieron las doce en la torre de la Parroquia, y en las demás iglesias de Villaverde. ¡Las campanas de la ciudad natal! Grave y solemne la de la Parroquia; gritonas y disonantes las del Cristo; destemplada la de San Antonio, y muy compasada y majestuosa la del convento franciscano.

Otra vez la bulla, el vocerío, el cerrar de libros y el estrépito de gavetas.

—¡Voy a ver a esos diablejos! —dijo contrariado el anciano—. ¿Me aguardas o te vas? Mira: ven una noche; de noche estoy aquí, no salgo nunca. De noche no tengo que lidiar con el rebaño; ven y oirás la odita. ¡Pero antes dame un abrazo! ¡Vaya, muchacho, si eres ya un hombre! Di a tus tías que por allá iré.

Ir a la siguiente página

Report Page