Angelina

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Andrés vino a visitarme. Le invité a dar un paseo por las orillas del río, y entonces me declaró que mis tías estaban en la miseria. Para sostenerme en el colegio, sin que nada me faltara, habían hecho toda clase de sacrificios. Redujeron sus gastos a lo menos posible, y trabajaban del día a la noche, cosiendo, confeccionando pastas y conservas, y haciendo flores artificiales. En cierta época torcieron cigarrillos para

El Puerto de Vigo. Pero el mejor día enfermó tía Carmen. Una enfermedad, muy común en Villaverde a la entrada del verano, la postró en el lecho. Pasó la disentería, pero la pobre anciana quedó achacosa. Aunque aparentemente sana, estaba herida de incurable enfermedad. Al principio se presentó un síntoma que no acertaron a explicarse las buenas señoras.

—Algo —decía la enferma— como hormigueo en la columna medular; algo que descendía, rápido como relámpago, hacia las extremidades inferiores. En ocasiones, vértigos que duraban un instante y que dejaban a la paciente cansada y sin fuerzas. Así durante algunos meses. Después no volvieron hormigueos ni vértigos, pero sobrevinieron convulsiones, muy fuertes en el brazo izquierdo, el cual, pasado el acceso, quedaba débil y entorpecido. Vino el doctor Sarmiento: recetó pomadas y bebidas tónicas; prescribió alimentos sanos y nutritivos, ejercicio moderado por la mañana y por la tarde, y durante las horas intermedias sosiego y reposo.

La anciana no quería estar mano sobre mano; pero tuvo que obedecer las órdenes del médico en vista de los progresos de la enfermedad.

Desde entonces pesó sobre la tía Pepa todo el trabajo, el cual, como es de suponerse, no bastó a las necesidades de aquella casa, ni para sostener al sobrino, para sostenerme en el colegio. Tía Pepa dijo: «¡Que se venga! ¡Que no siga estudiando! Aquí le buscaremos un empleo, cualquier destino en que se gane alguna cosa.» Pero la enferma se opuso a ello: «Que acabe el año —replicó— ¡Dios dirá! Acaso para entonces nos paguen la pensión.»

Y así pasó un año, y buena parte de otro. Nunca me faltó nada; nunca dejé de recibir, con toda puntualidad, el dinero que desde un principio me señalaron para atender a mis gastos. Sólo una vez, por mayo o junio, no recibí el dinero en los primeros días del mes. Escribí, y vino orden para que un villaverdino ricacho, de años atrás establecido en la capital, me diese veinticinco duros.

Por Andrés vine en conocimiento de que entonces vendieron la casita, la hermosa casita en que nací, donde murió el abuelito, donde murieron mis padres. Nunca fuimos ricos; teníamos lo necesario para pasar la vida, pero todo se fue acabando poco a poco; aquello era lo último que nos quedaba. En verdad que la tal casita no valía gran cosa; sin embargo, no había en Villaverde otra mejor. Ninguna más amplia, ni más alegre, ni más cómoda. Tenía agua corriente, y un gran patio, que mis tías habían convertido en hermoso jardín, donde se producían hermosas flores y magníficas frutas: naranjas de China, como almíbar de dulces; aguacates, muy afamados en Villaverde; chinenes, blancos como la leche y sin una hebra; jinicuiles riquísimos, anchos, aromáticos, carnudos; guayabas-manzanas deliciosas. Estas las daban unos árboles plantados por el abuelito, quien trajo la simiente de las Antillas.

Vinieron las escaseces, la pobreza y la miseria. La enferma iba de mal en peor. Las convulsiones eran diarias, y duraban dos o tres horas. El brazo izquierdo no le servía para nada; las piernas fueron debilitándose, y la buena señora no pudo caminar sin el auxilio de ajena mano. A las amarguras de la pobreza se juntaron en mi pobre tía otras mayores: las que le causaba ver que su hermana trabajaba del día a la noche, sin que ella la pudiese ayudar. Tía Pepa hacía flores, cosía, y daba lecciones de lectura y de catecismo a una veintena de niños.

No pudieron conseguir que la pensión fuese pagada. El gobierno no estaba en condiciones de hacer esos gastos, decían; pero yo he creído siempre que para quienes entonces estaban en privanza no fueron nunca simpáticas las ideas de mi abuelo. ¡Qué entendían ellos de pelear en defensa de la patria, en Tampico, en Veracruz y en Churubusco! ¡Qué les importaba a ellos que se murieran de hambre unas pobres viejas!

Andrés acudió en auxilio de mis tías; hizo por ellas y por mí cuanto pudo; pero el fiel servidor no tenía mucho: un tendejón insignificante, y paremos de contar.

Mis tías conservaron siempre en su pobreza su amada dignidad. Nunca pidieron ni un real a sus amigos (y eso que los tenían muy ricos y dispuestos a socorrerlas) y prefirieron imponerse las más duras privaciones, antes que molestar a nadie. Se privaron de cuanto les pareció superfluo —y nada superfluo había en aquella casa— y hasta de lo más necesario. Me duele el corazón cuando lo recuerdo; se me humedecen los ojos al apuntarlo aquí: mi tía Carmen se negó a medicinarse para que no me faltase nada.

Con el dinero de la casita hubo para algunos meses. Saldaron un gran adeudo de contribuciones, me proveyeron de ropa, y me adelantaron el importe de mis gastos dos o tres meses.

Entonces vino Angelina a nuestra casa. La infeliz había quedado huérfana. El sacerdote que la tomó bajo su protección la puso allí, al verse obligado a desempeñar la cura de almas en un pueblo de la sierra, que a la sazón estaba infestada de guerrilleros y bandidos.

Algún amigo de la familia habló de mis tías al párroco, y Angelina se quedó con ellas. El sacerdote les pagaba una corta pensión. El cura era pobre, y no podía derrochar el dinero así como quiera. Sin embargo, sobradas pruebas dio de generosidad.

Era preciso renunciar a todo; prescindir de estudiar; no pensar en ser médico o abogado, y perder la risueña esperanza de suceder al Dr. Sarmiento o de heredar la clientela del Sr. Lic. Castro Pérez, el más ilustre jurisconsulto de Villaverde.

No había más que ponerse a trabajar. ¿En qué y cómo? Sólo Dios lo sabía. ¿Cuándo? Cuanto antes. Andrés se encargó de allanar el camino. El desinteresado servidor me propuso que volviera yo a la Capital para continuar los estudios. ¡Sacrificaré —me repitió— hasta el último medio!

Eso no era posible. Convinimos en que hablaría con algunas personas de las más ricas de Villaverde, particularmente al Sr. Castro Pérez, para que me proporcionaran empleo. Cualquiera sería bueno, se ganara mucho, se ganara poco. El caso era trabajar.

¿Sería yo capaz de aliviar de alguna manera la precaria situación de mi familia? ¿Me sería dable corresponder a los sacrificios de aquellas cariñosas ancianas que por verme dichoso habrían dado su vida? Confieso que en aquellos momentos me faltó el valor. ¿Qué haría el inexperto escolar, apenas salido del colegio, convertido en jefe de familia? Respondía de su diligencia, de su abnegación; pero no fiaba en sus aptitudes. Le alentaba saber que en Villaverde todos le conocían, que allí, de tiempo atrás, todos los suyos merecieron consideraciones de los más conspicuos villaverdinos. Le alentaba esto, pero al mismo tiempo miraba en ello cierta dolorosa humillación. ¡Valor! Ayúdate que Dios te ayudará.

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