Angelina

Angelina


XVI

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X

V

I

Estábamos a fines de octubre, mediaba el otoño, y los campos reverdecidos por las lluvias hacían gala de sus follajes. Las mañanas eran límpidas, frescas, pródigas, de luz; los crepúsculos breves, espléndidos, incomparables.

Me placía vagar por los alrededores de Villaverde. Cien veces recorrí las márgenes del Pedregoso, y otras tantas vi, desde lo más alto de la colina del Escobillar, la puesta del sol. Mi sitio favorito, a donde iba yo todas las tardes, era una roca casi plana, que parecía derrumbada del último picacho, y que ladeada sobre un peñasco, me brindaba cómodo asiento que circundaban buvardias coralíneas, cebadillas de suave fragancia, helechos maravillosos y vaporosas gramíneas que, mecidas por el viento, esparcían el pardo plumón de sus espigas maduras.

¡Qué panorama tan hermoso! A mis pies las primeras calles de la ciudad, como extendidas en una alfombra de felpa amarillenta; la alameda de Santa Catalina; los edificios apiñándose a proporción que se acercaban a la Plaza; el poblado dividido por el río, y a orillas de éste el convento franciscano, lúgubre y sombrío, desolado y triste, como si llorara la ausencia de sus mendigos.

Del lado del norte, las lomas de San Antonio, los potreros del Escobillar, las casucas del Barrio Alto, ocultas en la espesura de los jinicuiles y de los naranjales.

Al oriente, lo más pintoresco de la vega. A derecha e izquierda las montañas de Mata Espesa, cubiertas con la exuberante vegetación de las tierras calientes; el cerro de los Otates que, visto desde el punto en que yo estaba, parece un camello que postrado en la arena aguarda el soplo abrasador de los desiertos.

Entre ambas alturas el llano entenebrecido; el cielo dividido en dos fajas horizontales y paralelas: la superior cerúlea y transparente, la inferior teñida de color de violeta. Sobre esta zona se dibujaban los perfiles suaves y ondulados de lejana cordillera, y la arrogante cúpula de la iglesia del Cristo, domo correcto y presumido, rematado con una cruz de hierro, en torno de la cual trazaban círculos interminables algunas docenas de rezagadas golondrinas.

En el cenit cúmulos níveos flecados de plata, celajes de tul, girones de gasa incendiados por la luz poniente, retales de brocado que ardían enrojecidos, cintas nacaradas, aves de fuego, serpientes de gualda que se retorcían y se alargaban; esquifes con velas de encaje, que bogaban como cisnes en el inmenso zafirino piélago.

El sol iba ocultándose lento y majestuoso en un abismo de oro, entre montañas de brillantes nubes, a través de las cuales pasaban las últimas ráfagas que subían divergentes a perderse en los espacios, o bajaban a iluminar con misteriosa claridad purpúrea las solitarias dehesas, los gramales de las laderas, los plantíos de caña sacarina, los carrizales cenicientos del río, las arboledas que dividen las heredades, y el tupido bosque de una aldea cercana, cuyo campanil recién enjalbegado surgía de la espesura como un pilar ruinoso.

Y aquí, y allá, y más allá y por todas partes, en sabanas, vertientes y rastrojos, áureo centelleo de amarillas flores, precursoras de los días lúgubres y melancólicos de la primera semana de noviembre.

Los últimos fuegos del moribundo sol fulguraban en la tranquila ciudad, en los azulejos de las cúpulas y de los campanarios, y espejeaban en las vidrieras, y prestaban brillos argentados al Pedregoso. Las aves volvían raudas a sus nidos, millares de pajarillos cantaban en los matorrales de la colina, y el viento susurraba en las gramíneas.

Me abismaba yo en la contemplación de aquel espectáculo encantador. Se despertaban en mi mente dulces memorias, y estremecían mi corazón sentimientos y ternuras del amor primero. De mis labios se escapaban las más bellas estrofas de mi poeta favorito; mi mano trazaba en la tierra rojiza un nombre amado, y entre las sombras que bajaban en tropel hacia la llanura creía yo ver la silueta donairosa de gentil doncella.

A tales delirios —que delirios eran, y nada más— sucedía en mi alma cierta melancolía dolorosa que me arrancaba suspiros y humedecía mis ojos. Y buscaba yo, entre las mil casas de Villaverde, la humilde casita de mis tías. Ahí estaban las buenas ancianas que tanto me querían; ahí estaba Angelina, la pobre huérfana objeto de mi amor. Quedito, muy quedito, temeroso de que alguno me oyera, decía yo el nombre de la dulce niña, como si ella estuviera cerca de mí y pudiera escucharme y fuese yo a decirle: «¡Angelina: te amo, te amo! ¡Ámame! ¿Eres desgraciada? Yo también soy desgraciado. Vivamos uno para el otro; seamos, como dice el poeta:

“Dos almas con un mismo pensamiento

y palpitando acorde el corazón.”»

Confieso que al ir copiando estas páginas, escritas hace cuatro lustros, y tanto tiempo olvidadas, torna y se apodera de mi alma árida y triste aquella plácida melancolía de mi penosa juventud; confieso que al copiar los capítulos de esta historia amorosa, viene a mi memoria el recuerdo de aquellos días, y de mis ojos, que ya no saben llorar, rueda una lágrima…

Y sin embargo, me río de mis tonterías juveniles, de mis locuras de enamorado, de aquel fantasear de mi mente que malogró en mí fuerzas y energías que debieron ser útiles a los demás. Pero no me burlo de mis ensueños juveniles impunemente; cuando me río de ellos me duele el corazón.

Ahora vivo la vida prosaica de quien no fía en humanos afectos, de quien llama las cosas por sus nombres, de quien sólo gusta de la poesía en teatros y academias, y no quiere que el mundo y la sociedad sean como los pintaban los novelistas de antaño, los soñadores lamartinianos, los grandes ingenios de la legión romántica. ¡Ay de mí que malgasté en vanas imaginaciones las energías de mi alma, y despilfarré los más nobles sentimientos, y cansé mi fantasía, y dejé en los zarzales del camino pedazos del corazón!

A las veces renuncio a copiar páginas envejecidas en la gaveta, y que acaso no serán entendidas de la generación presente, que ha de leerlas de prisa en el folletín de un periódico. Me ocurre echarlas al fuego para entretenerme en ver las llamas que las devorarían en pocos minutos; pero me es imposible resistir al deseo de que sean conocidas estas memorias, escritas por un pobre muchacho, admirador incondicional de aquellos escritores gallardos y de aquellos poetas amables y sentidos que fueron delicia de nuestros padres. He dado en creer que su lectura será provechosa para la actual generación.

Me ocurre preguntar: ¿será interesante para ella este modesto libro que acaso peca de indiscreto? ¿No será acogido con menosprecio y risas burlonas? Yo quiero que los muchachos que ahora empiezan a vivir, sepan cómo sentían y pensaban los jóvenes de aquel tiempo. Sea como fuere, prosigamos la tarea, y que la mocedad de hoy, agitada y turbulenta, tristemente precoz, falta de nobles ideales, prematuramente envejecida y nunca saciada de placeres, sepan cómo eran, qué pensaban y qué sentían los jóvenes de entonces.

Permanecía yo en mi sitio predilecto hasta que las sombras invadían la ciudad, hasta que se apagaban en los horizontes y en las cimas los últimos reflejos del sol, y Villaverde encendía sus luces, y Véspero, el amado Véspero, bañaba la vega en apacible y misteriosa claridad. Entonces, apoyado en nudoso tallo, cortado a la subida, bajaba yo lentamente, cargado de flores: irídeas de subido escarlata, que a millares crecen entre las piedras de la vertiente;

patas de león, simpáticas moradoras de las umbrías; buvardias que se me antojan talladas en coral; helechos que parecen tiras de raso; musgos raros, frutos desconocidos, guías enflorecidas de cierta campánula blanquecina que huele a miel virgen.

Ya sabía yo que Angelina me saldría al encuentro. Al llegar me la encontraba yo en la puerta, cariñosa, sonriente, como toda niña delante de aquel a quien ama, cuando sospecha que es amada.

—¿Qué me trae usted?

—Lo más hermoso que pude hallar.

La huérfana recibía las flores y corría a examinarlas. Mirábalas una a una, aspiraba su aroma, y en la corola de la más bella, en el ramillete más lindo, dejaba un beso silencioso que yo me apresuraba a recoger.

Por aquel beso hubiera yo subido entonces, en busca de flores, hasta lo más encumbrado de la sierra; ahora no caminaría yo cien metros en busca de una rosa, así fuese para obsequiar a la mujer más bella. Llamo a un jardinero, le encargo un ramillete y… ¡listo!

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