Angelina

Angelina


XVIII

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Angelina se mostró conmigo muy reservada y desdeñosa. Ya no me esperaba en el corredor a la hora en que lavaba las jaulas y regaba las flores, y si allí la sorprendía yo parecía más atenta a los quehaceres domésticos que a mi conversación.

—¿Adónde va usted? —me decía—. Ya es tarde… ¡Pronto, pronto! ¡A pasear! Si ha de volver usted para desayunar… ¡a la calle!

Así me despedía. Tomaba yo el portante, y cuando salía muy contrariado y mohíno, al detenerme en la puerta para quitar la aldabilla, sentía yo en pos de mí las miradas de la huérfana. Más de una vez me volví rápidamente, y siempre logré sorprenderla en momentos en que me veía con cariñosa curiosidad.

Después de vagar una o dos horas por los callejones o en la alameda de Santa Catalina, volvía yo a casa. La mesa estaba lista, y la tía aguardándome. Andrés, a quien diariamente mandaban desayuno y comida a su

changarro del Barrio Alto, solía almorzar con nosotros. Me place recordar aquellos desayunos. ¡Qué de veces, en el comedor de fastuoso banquero, he pensado, con triste alegría, en aquellas horas dichosas! Tía Pepa en un extremo; yo a su derecha, y enfrente de mí Angelina. Andrés tomaba asiento lejos de nosotros, en la otra cabecera, siempre distante de sus amos, sin igualarse a ellos, sin confundirse con las personas que creía superiores a él. En vano le instábamos para que se acercara; en vano pretendimos que ocupara a nuestro lado el lugar merecido. Andrés no era un extraño que por clase y condición debía vivir de manera distinta que nosotros. Siempre le vimos como pariente nuestro, como individuo de la familia, igual a mí, igual a mis tías; pero el honrado viejo nunca quiso aceptar tales distinciones; nunca accedió a nivelarse con aquellos que consideraba sus amos.

—¡Aquí estoy bien, Rodolfo! —me contestaba—, aquí estoy bien.

Y sin sentirse humillado, sin desdeñar lo que tanto merecía, se quedaba en el sitio acostumbrado.

¡Como si le tuviera yo delante! Me parece que le veo. Hace tiempo que bajó al sepulcro y no he podido olvidarle.

En este momento creo verle aquí, del otro lado de la mesa en que escribo, muy sencillote y franco, muy recatado y pudoroso para cualquier acto de generosidad, y nunca más tímido que cuando quería averiguar si necesitábamos algo. Paréceme que estoy viendo aquel rostro moreno, tipo hermoso de la raza indígena, afinado por el cruzamiento en dos o tres generaciones: oscuro, muy oscuro el color; estrecha la frente, alto el cráneo, salientes los pómulos; la barba escasa, escasísima; los ojos pequeñitos, negros, muy negros y vivos; la mirada franca, el aire resuelto, como en todo aquel que no tiene en su vida acción que le avergüence, que a nadie teme y de nadie es temido; que así se enternece a la vista de ajenos dolores como rechaza sereno, con dura franqueza, con valerosa resolución, a quien le ofende o desconfía de él. Robusto, ancho de espaldas, dobladote como se dice vulgarmente, tenía una fuerza y un vigor hercúleos. A su edad nadie alardea de vigoroso y fuerte, y Andrés dejaba atónitos a los mozos más fornidos en eso de echarse a cuestas un fardo y levantar y poner en el mostrador un barril de aguardiente. Bajo aquella blusa azul, bajo aquella camisa sin almidones ni planchados ni añiles presuntuosos, se abrigaban una musculatura de acróbata y un corazón de oro. Cada visita de Andrés tenía por objeto hacer bien a la familia de sus amos, a sus amas —mis tías— al amito —yo.

De ordinario, acabado el desayuno, mientras señora Juana retiraba los platos, Andrés se levantaba y se iba a la cocina:

—Señora Juana: vaya usted por allá; tengo muy buen arroz. Vaya usted, que ahora está todo muy bueno en el changarro. Hay una mantequilla que… ¡que ya verá usted cómo se chupa los labios el amito!

Volvía, tomaba asiento y conversaba un rato. Al pasar por la cocina hablaba en voz baja con señora Juana; encendía un puro, y se iba. Jamás se atrevió a fumar delante de mis tías.

Angelina, tan desdeñosa conmigo cuando estábamos solos, en presencia de mis tías se mostraba amable y obsequiosa. Cuando yo no la veía me miraba; cuando yo clavaba en ella los ojos volvía el rostro encendida y ruborosa.

¿Me amaría la doncella? Sí; clarito, clarito que me lo decían su aparente desdén, su cauteloso empeño en mirarme cuando yo parecía distraído y muy atento a la conversación de la anciana.

Después, como de costumbre, seguía la charla con la enferma. Angelina se ponía a coser. A las veces terciaba en la conversación, pero aparentando indiferencia, sin alzar los ojos. Cuando tía Carmen estaba muy débil me costaba trabajo entenderla. Como entonces su voz era trémula y apagada, la enferma se veía obligada a repetir las frases, y no lo hacía sin dar muestras de impaciencia. La doncella, habituada a oírla, se apresuraba a decirme lo que yo no había entendido, y apuraba el ingenio para no entristecer a la anciana.

Ocurrióseme una vez tratar de las muchachas más lindas de Villaverde. Tía Carmen se prestó a la conversación, y estuvo ese día de muy buen humor. En ocasiones como aquella, se complacía en charlar como una polla y en agotar el frívolo y gastado tema de noviazgos y bodas! No dejamos de nombrar a ninguna de las niñas casaderas. ¡Ninguna fue del agrado de mi tía! Unas le parecían tontas, coquetas, feas, sin gracia; otras, aunque bellas, superficiales y vanas; algunas, buenas muchachas, pero de

mala rama —como decía la enferma— esto es, de familias desconceptuadas e incorrectas; cuales simpáticas, pero de mala educación; cuales bien educaditas, pero vanidosas y muy pagadas de su letra menuda. ¡La educación! —decía—. ¡La educación antes que nada!

Llegamos a la señorita Fernández.

—¡Ésa sí! —exclamó la buena señora—. ¡Ésa sí me gusta! ¡Tan bonita, tan inteligente, tan buena, tan sencilla! Es rica, y tiene la sencillez de una pobre; es inteligente e instruida, y no hace alarde de ello; es hermosa, y no está pagada de su belleza. ¡Ay Rorró! —agregó después de elogiar con mucho entusiasmo a la niña—. Es una perla. Así quiero una mujer para ti. El otro día se lo dije a Pepa: para Rodolfo, solamente Gabrielita! No temas, no temas; yo sé lo que te digo. Ya sabes que para esas cosas tengo yo buenos ojos. Eres pobre… ¡cierto! pues estoy segura de que Gabrielita te preferirá a cualquier villaverdino, así la pretendiera Ricardo Tejeda, tu amigote, o el hijo de don Basilio, ese muchacho que es un bobo, que no sirve más que para contar a todo el mundo cuánto vale el traje que lleva, y cuánto el caballo en que montará dentro de pocos días. ¿No es verdad, Angelina? ¿No es verdad que para Rorró, sólo Gabriela?

La doncella clavó la aguja en el lienzo y, pálida como una muerta, arrasados en lágrimas los ojos, contestó, sonriente:

—Señora… ¡quién sabe! Es buena, muy buena… pero las Tejedas no la quieren; ni tampoco las Castros; ni las Martínez, ni otras. ¡Y yo no sé por qué! Será porque esa señorita es más elegante que ellas, y más bonita, y de muy buen trato. En cuanto a eso… ¡No hay en Villaverde otra como Gabrielita! Pero yo creo que Rodolfo merece otra muchacha mejor.

—¿Mejor la quieres?

—Sí, porque ninguna me parece digna de él.

¿Era aquello un arranque de soberbia? ¿Era ironía? Me volví para ver a la doncella. Seguía hilvanando.

Tía Carmen prosiguió dulcemente:

—Mira, Rorró: tú eres un buen muchacho, y por eso te queremos mucho. Mira: nosotras deseamos tu felicidad; siempre has oído nuestros consejos… pues oye ahora uno: no seas como tantos otros muchachos de tu edad, que andan, como mariposillas, de flor en flor… Yo comprendo muy bien que los jóvenes se entusiasmen con las muchachas bonitas. ¡Es natural! ¡La edad lo quiere así! Pero, vamos, hijo mío ¿por qué engañar a tantas, por qué engañar a tantas antes de fijarse en aquella que ha de ser su esposa? El amor no es un juego; con el amor no hay que jugar. Es cosa muy seria. Para una persona de buenos sentimientos y de alma noble y elevada, no hay más que un amor, sólo uno. En la vida no se ama de veras más que una vez.

La voz de la anciana se iba poniendo trémula. Acaso el recuerdo de un amor malogrado le oprimía el corazón. Observé que por sus mejillas exangües y marchitas rodaban gruesas lágrimas, dos lágrimas seniles, de esas que no se pueden contener. La enferma buscó un pañuelo que tenía en el regazo, y levantándole difícilmente, con la única mano que tenía expedita, se enjugó los ojos.

—Sí, Rorró —prosiguió conmovida— así entendía estas cosas tu papá; así las entendía tu abuelito. Mira; oye mis consejos, que no te irá mal. Aunque eres pobre te casarás, sí, porque no te has de quedar soltero, como don Román, tu maestro, ni has de ser sacerdote. Te casarás y… ¡cuánto le pedimos a Dios que hagas buena elección! Cuando busques esposa atiende a encontrarla fina, bien educada, modesta, prudente, de buena familia. Atiende, sobre todo, a la educación; mira que por falta de ella se pierden muchos matrimonios. Lo sé bien, lo sé bien; yo sé lo que te digo. Ante todo la educación y la prudencia. Una mujer prudente es la bendición del Cielo para su esposo, y la educación suele hacer veces de la prudencia. Por eso Gabriela me gusta para ti. ¿Te ríes? Ya lo veo; te ríes tristemente. Ya te entiendo; piensas que eres pobre y que por eso no puedes aspirar a ser amado de esa niña. Pues bien, si hoy eres pobre, acaso mañana serás rico. ¡Y aunque no lo seas! Pobre, muy pobre, más pobre de lo que eres, por tu familia, por tu educación, por todo, eres muy digno de ser esposo de Gabriela.

Me sonrojé, pero no quise interrumpir a mi tía.

—No te rías así; mira que tu risa la siento aquí, en el corazón. No te rías; ya sé lo que me vas a contestar; no hables, te lo diré yo. Vas a decirme que eres pobre, y que aunque descendieras de un rey, aunque fueras un sabio, y el primero por lo guapo y buen mozo, de nada te serviría todo esto, de nada, si no tenías dinero…

—¡Eso, tía!

—Tienes razón. Pero, dime ¿serías el primero que sin poseer caudales se casaba con una rica? No. Pues ya lo ves.

—Sí, tía; pero no siempre en esos casos queda a salvo la dignidad.

—Te engañas: muchos pobres se han casado con ricas, y se han casado sin que su nombre pierda lo más mínimo…

—Tal vez; pero la sociedad murmura…

—Ya lo sé. ¿Crees tú que yo no sé los males que causa la murmuración? Hijo mío: el mundo murmura de todo. Procura que tu conciencia esté tranquila, y deja que el mundo diga lo que quiera. No engañes a ninguna muchacha. ¡A qué mentir amores a quien no será tu esposa!

Angelina seguía cosiendo. Las campanas de la Parroquia soltaron en ese momento alegre repique.

—¡Ah! —prorrumpió la joven—. ¡La fiesta de Todos Santos! ¡Ni quien se acordara!

Levantóse y salió.

Cuando quedamos solos tía Carmen me dijo:

—Ven, acércate.

Y mirándome tristemente agregó:

—¡No seas causa de que una mujer llore un desengaño; no, Rodolfo, no hagas eso! No puedes imaginar qué de males ocasiona un hombre cuando miente amor. Mira, lo sé por experiencia. Cásate con quien quieras…

—Tía, yo no lo haré nunca movido por el interés y la codicia…

—Muy bien. Apruebo ese modo de pensar. Pero si te es posible conciliar (por supuesto que sin mengua de tu decoro) el amor y la conveniencia ¿por qué desdeñar a una mujer rica? Por eso te decía yo que Gabrielita…

—Sí, tía, sí; tiene usted razón; pero, créame usted: si algún día pienso en casarme, no consultaré más que a mi corazón.

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