Angelina

Angelina


XIX

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Charlé media hora en la botica de Meconio. Allí estaban los pedagogos, el padre Solís y don Crisanto.

Adentro, como de costumbre, se tributaba culto a Birján. Oficiaba su gran pontífice don Procopio, y entre los cofrades vi, con sorpresa, al piadoso y manso don Basilio. Era muy aficionado a las cuarenta el señor alcalde; pero nunca pasaban de un duro sus apuestas. Sólo jugaba —palabras textuales— para matar el tiempo.

Célebre ciudad de jugadores fue Villaverde allá en los tiempos coloniales, y sotas, caballos y reyes se llevaron de allí más dineros que de Veracruz los piratas de Lorencillo.

Ahora, es decir, en los tiempos en que acaecieron los sucesos que voy narrando, contaba Birján pocos oratorios, pero aun tenía culto en muchos sitios.

Antiguamente se jugaba en todas partes, en trastiendas, talleres, boticas, mentideros, y hasta en la Plaza, durante la segunda quincena de diciembre. Al anuncio de las

rifas se regocijaban mis paisanos, y huía de Villaverde la budístíca tristeza que de ordinario la consume. Monte, ruletas, dados, polacas y lotería de cartones, congregaban todas las noches en la Plaza a los piadosos villaverdinos, que allí dejaban los cuartos para que los ediles nivelaran con el producto de las

rifas el presupuesto municipal siempre deficiente.

No sé lo que ahora sucede en Villaverde. A ser ciertas algunas noticias que de allí recibo, aun son fieles los villaverdinos a su dios; el culto ha decaído, pero la devoción vive, y vivirá en ellos por los siglos de los siglos.

La tertulia languidecía; los pedagogos estaban displicentes y malhumorados; el doctor disertaba de farmacología indígena, y el padre Solís leía con avidez cierto periódico conservador, el primero que saltó a la palestra después de la catástrofe imperial.

Viendo que los tertulios no reían ni disputaban, me decidí a pasar la velada en la casa del dómine. Además me era insoportable la presencia de los periodistas, desde el día en que me ajustaron las cuentas y pusieron en solfa mis sonetos. Me repugnaba el trato de mis críticos, solamente soportables para mí cuando discutían y se peleaban, cada cual en defensa de sus «ideales».

Nada más triste que Villaverde al fin del día; nada más horrendo que mi ciudad natal después de oscurecer. Todo el mundo se mete en casita, y si el aburrido no acude a cualquier mentidero, es cosa de morirse de fastidio. Las calles desiertas, oscuras, lóbregas, silenciosas. Ni un organillo que alegre aquella espantosa soledad. Casi todas las casas están cerradas. ¿Qué se hacen a esa hora las dulces y modosas villaverdinas? Sábelo Dios. Ahí se están en la sala, acurrucadas en el sofá, columpiándose en las mecedoras, soñolientas y aburridas, en espera del novio, atisbando el momento oportuno para pelar la pava.

Me lancé a la calle. Iba yo perdido en las tinieblas, tropezando a cada paso. Camino de la casa de mi maestro, pasé por la Plaza, delante de la inorada de Gabriela. La hermosa señorita estaba en el piano. La pobrecilla, para entretener sus fastidios villaverdinos, repasaba el repertorio en boga. No me detuve a escucharla. Me pareció que cometía yo una infidelidad.

La Plaza estaba casi a oscuras. Ardían los cinco faroles, pero con luz tan débil y escatimada, que apenas dejaban ver los árboles, la fuente y el barandal. Salían del templo algunos hermanos de la Vela Perpetua; los vicarios departían en el cuadrante con los campaneros, y en la esquina opuesta una vendedora de frutas secas dormitaba en espera de marchantes, a la luz de un farolillo de papel. En un ángulo del cementerio una

garnachera condimentaba sus fritadas. El airecillo nocturno llevaba calle abajo el picante olor de la cebolla y el hedor de la manteca requemada.

Salí de la botica contagiado de tristeza pedagógica. Pensé en mi situación; me puse a cavilar en mi suerte; en que era yo pesada carga para mis tías, las cuales me habían sostenido por tantos años a costa de extremos sacrificios. Aquello no podía seguir así. Y bien ¿por qué sólo de tarde en tarde me detenía yo a considerar mi penosa situación? Esto fue el tema constante de mis meditaciones en los primeros días, pero luego puse toda mi atención en la belleza de los campos de Villaverde, en las puestas de sol, en la galanura de mis poetas favoritos, en las visitas de mi maltrecha musa, en el amor de Angelina. ¡Mente maldita la mía, tan divagada e instable, inquieta como una giraldilla, encariñada con todas las cosas inútiles y frívolas!

Habían pasado los ocho días de plazo señalados por Castro Pérez, y mi hombre no daba señales de vida. Se me cerró el mundo y me vi solo en él, sin dinero, sin esperanza. Me dieron ganas de morir, un deseo vago y dulce de morir, que entonces, como ahora, surge en mi corazón, no solamente en momentos de angustia, sino también cuando me considero feliz: grata inclinación al suicidio, en la cual no he parado mientes hasta después de cumplir los treinta años y que —como digo para mí, riendo tristemente— es la nota trágica de mi carácter, de este carácter mío, llevadero, resignado, benévolo y complaciente.

Acaso bebí el germen pesimista en las fuentes románticas: en algunas páginas de Chateaubriand, en el

Werther, en las cartas de Fóscolo, que repasé mil y mil veces; en los melancólicos versos de mis poetas favoritos. Después he leído las obras de Leopardi, de Schopenhauer y de Hartmann, y confieso que me son simpáticos, aunque no acepto sus ideas. Este mundo es un valle de lágrimas, pero la vida del hombre es pasajera, y «algo divino llevamos aquí dentro». No hay grandes caracteres, ni almas grandes, sino a condición de ser templadas en el fuego del dolor. Sin él ¿qué sería el hombre? Algo así como la planta que vive y muere sin darse cuenta de su existencia; algo como la piedra que reposa en la cantera o rueda en el camino. Conservo íntegras las creencias en que fui criado; guardo incólume la fe de mis padres, y ella ha sido para mí, en mis horas negras, en mis días tristes, fuente de consuelo, faro salvador; ella alivió mis dolores y restañó siempre las heridas más hondas de mí corazón con el bálsamo de las eternas esperanzas.

—Tenga usted paciencia, Rorró —me decía Angelina— vaya usted a la iglesia y pídale a la Virgen amparo y protección.

Entonces recordé estas palabras de la doncella, palabras que resonaron detrás de mí como si ella me hablase al oído.

Enfrente estaba el templo. Desde la calle veía yo la humilde lamparita del Sagrario. Me encaminé hacia la iglesia. Entré en ella. Estaba oscura. Cuatro individuos, de rodillas, con sendos cirios delante, rezaban el rosario. Busqué el rincón más retirado, y allí oré, oré con fervor de mujer, con sencillez de niño. Pero a poco me di a considerar lo augusto del templo, la majestad del edificio, lo suntuoso del altar; el efecto que producían en muros y columnas las luces de los hachones; las sombras que al titilar de las flamas bailaban en las pilastras una danza de endriagos espantables y trémulos, y hasta me reí de la grotesca figura de los devotos, del sonsonete de sus rezos, de un estornudo inoportuno que vino a interrumpir una oración solemnemente principiada.

Y después, por una de esas volubilidades de la fantasía, me imaginé que era el amanecer; que el altar estaba adornado con rosas blancas; que resplandecía iluminado con centenares de luces, y que una joven, en traje de boda, oraba en un reclinatorio; una joven elegantísima, no sé si Angelina o Gabriela, cubierta graciosamente con el velo nupcial. Cerca de ella estaba el caballero que iba a ser su esposo.

Entregado a tales fantasías, no advertí que los devotos se habían ido, hasta que el sacristán pasó cerca de mí, sacudiendo un manojo de llaves.

Salí, y a poco estaba yo en la casa de don Román. El anciano se disponía a cenar.

—¿Quieres chocolate? No es de lo mejor; pero te lo ofrezco de buena voluntad. ¿Recibiste mi esquelita?

—No.

—Pues todo queda arreglado. Lee.

Sacó del bolsillo una carta y me la dio. Principié a leerla. A cada palabra, una falta de ortografía. No dejé de sonreírme.

—¿De qué te ríes muchacho? ¡Ah! Ya me lo imagino… De los disparates de Castro. Pues no te rías. Castro Pérez es un hombre muy instruido.

—Lo será; pero no sabe una palabra de…

—¡Hijo! ¡Defectos de la educación antigua! Pero, mira: prefiero mil veces estos abogados que no saben escribir con propiedad y corrección a esos sabios de nuevo cuño, como Venegas y Ocaña.

Don Román engullía sopas y sopas.

—Bueno ¿estás contento?

—Sí, señor.

—Pues ya lo sabes; mañana, a las nueve, te presentas en la casa de Castro.

—¿Mañana?

—No, tienes razón; mañana es día de fiesta, y pasado mañana día de Difuntos. Ya irás. Poco vas a ganar, muchacho; pero ¡algo es algo! Ya veremos si después encontramos cosa mejor.

Castro Pérez había despedido a su escribiente, y en atenta carta avisaba a mi maestro que el empleo estaba a mi disposición. Hacía grandes elogios de mí, y se prometía encontrar en el nuevo amanuense un joven «inteligente, activo y útil»…

Yo dije para mí, cuando leí el párrafo:

—¡Y que gane poco!

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