Angelina

Angelina


XXVII

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De mi casa al despacho de Castro Pérez. Terminado el trabajo, a eso de las cinco, nada de tertulia en la botica, nada de oír tocar a la señorita Fernández. A mi casita, a mi pobre casita, que me parecía un alcázar. Si acaso, y eso de cuando en cuando, a visitar al dómine o a charlar con Andrés. Los domingos, de vuelta de misa, a conversar con las tías y con Angelina, a leer, a escribir…

Por la tarde al patio. La doncella y yo regábamos las plantas, y luego nos instalábamos al pie del naranjo. Cortábamos violetas y rosas, y nos entreteníamos en hacer ramilletes, empeñado cada uno en que el suyo fuese el mejor. Angelina solía tejer unas guirnaldas en que mezclaba los helechos de un modo maravilloso. Gran variedad hay de ellos en Villaverde, y en nuestro jardincillo crecían de los más lindos. Cerca de la fuente, en las piedras y en los troncos viejos, se daban algunos que parecían plumas, cintas de seda, tiras de raso.

Concluida la obra, corríamos a oír el fallo de las señoras. Para la enferma eran mejores los míos; para tía Pepa los de Angelina eran los más bonitos. El premio de aquellos certámenes florales consistía en un abrazo cariñoso de la infeliz anciana, la cual apenas podía alargar la mano para acariciar al vencedor. Pero siempre había para la joven una frase tierna, un halago de aquellos labios trémulos, a las veces contraídos por una sonrisa de dolor.

Los ramilletes servían después para decorar el altarcito de la Virgen, ante la cual ardía a todas horas una mariposilla. Colocada la ofrenda volvíamos al patio. Entonces Angelina hacía otro ramillete, un ramilletín muy cuco, para que alegrara mi recámara, puesto en una copa de cristal en que nunca faltaban diamelas, capullos carminados o heliotropos fragantes.

Mientras la joven disponía las flores, fiados en que las tías no podían escucharnos y en que señora Juana había salido, hablábamos de nuestro amor. Las misas de aguinaldo nos dieron ocasión de conversar muy a gusto. Salíamos; tía Pepa nos dejaba atrás, yo daba el brazo a la doncella, y desde la casa hasta la iglesia charlábamos que era una gloria.

Más de una vez supliqué a mi tía que me contara la historia de Angelina; le pedí con insistencia que me refiriera cómo había quedado bajo la protección del padre Herrera, un anciano que a la sazón apacentaba en un pueblecillo de la sierra numerosa grey de labradores; pero la señora callaba, sin que ni ruegos ni súplicas le hicieran abrir los labios.

—Pero, tía —decíale yo— recuerde usted que a mi llegada, hablando de Angelina, me dijo usted «yo te diré…»

—¡Para qué! —contestaba—. Es una historia muy triste…

No me causaba extrañeza la singular discreción de mis tías. Así fueron siempre todos los de la familia. De ciertas cosas no se hablaba en mi casa. Esta reserva les fue perjudicial en ciertas ocasiones. Hasta que cumplí los veinticinco años no supe que mi tío Alberto, un bravo militar que murió en Yucatán víctima del vómito, no era hermano de mi madre.

Mis abuelos le recogieron no sé dónde; le dieron crianza, nombre y carrera, y todos le creían hermano de mis tías. Nadie me contó esa historia. Sópela casualmente. Registrando un estante arrumbado me encontré varios documentos, cartas del abuelito y una copia de su testamento. En ellos leí la historia de mi tío y pude estimar el alma nobilísima del testador, generosa y desinteresada como pocas. ¡Y vaya si el anciano militar era bueno! ¡Y vaya si era inteligente! ¡Qué cartas tan bien escritas! Tan claros los conceptos como aquella su letra española serena y gallarda.

A decir lo cierto, deseaba yo saber la historia de Angelina, pero no me atreví nunca a hablarle de esto. Ella se adelantó a mis deseos y una tarde, sentada al pie del naranjo, mientras disponía sobre sus rodillas un haz de violetas, separando las que estaban marchitas y comidas de gusanos, cercenándoles el tallo y hacinándolas en grupos, me dijo:

—Mira, mi Rorró: quiéreme mucho, mucho, como te quiere tu Angelina. Te amo con el amor más grande que puede abrigarse en corazón de mujer; como saben amar los pobres y los desgraciados. ¿Nunca te han contado las desdichas de mi vida? ¿Nunca? Pues si no las sabes, si tus tías no han querido referirte mi historia, óyela de mis labios. Acaso debí contártela antes de dar oídos a tu amor, antes de confesarte mi cariño. Muchas veces he querido hablarte de eso; pero o no he tenido valor para hacerlo, o tú, con tus palabras amorosas, has distraído mi pensamiento. Bueno es que lo sepas todo. Así no podrás decir nunca que te engañé. Yo sé muy bien cuánto vales; que, por mil motivos, eres digno de una mujer que te honre, sin que la historia de su familia, o el origen de la que llegue a ser tu esposa sea obstáculo a tu felicidad; yo bien sé, Rorró, que tu tía, doña Carmelita, desea para ti una mujer de brillante cuna, elegante, hermosa… rica. Nada de esto tengo yo. No sé si soy buena o si soy mala. Me basta saber que te quiero, y que te quiero tanto, que por ti, bien mío, seré capaz del mayor sacrificio. Si te conformas con eso, hoy, mañana, cuando quieras, cuando cambie tu suerte, o en cualquier tiempo, que yo a todo me avengo y no busco riquezas ni lujos, y sólo vivo para amarte, dame tu nombre, seré tu esposa y viviremos felices. ¿No es cierto, mi Rorró, que basta muy poco para que dos que se aman como nosotros sean dichosos? Óyeme: no te apenes si ves que lloro y ¡déjame, déjame que te cuente todas las tristezas de mi vida!

Quise ahorrarle aquella pena y le pedí que habláramos de otra cosa; le rogué que no me atormentara con aquella narración dolorosa. ¡A qué saber la historia de Angelina! ¿No me bastaba saber que vivía para mí?

—¡No! ¡Me oirás! ¡Me oirás, Rorró! Sé muy bien que voy a darte una pena… pero, óyeme… —Y fingiendo disgusto y como amenazándome, tomó una violeta de larguísimo tallo y con ella me azotó el rostro cariñosamente, agregando—: Me oirá usted, señor mío, o… ¡no vuelvo a mirarte así, como a ti te gusta! Así…

Y clavó en mis ojos una mirada apasionada y profunda.

—Te oiré, alma mía —repuse— si así lo quieres…

La doncella suspiró, quedóse pensativa largo rato, bajó los ojos abatida y triste, y sin mirarme dijo con inmensa ternura:

—¡Así te quiero!

Y siguió sin decir palabra, separando flores y cortando tallos. Le arrebaté las tijeras y el ovillo.

—Habla, Angelina…

—¡Quiera Dios —replicó— que mi historia no sea para ti causa de pena!

En seguida agregó, variando de tono:

—Dame las tijeras y el ovillo… mira que si no me los das no tendrás flores en tu mesa… ¡flores puestas por mí!

Le di lo que pedía. Al dárselo observé que tenía los ojos arrasados en lágrimas. Quedó silenciosa largo rato, hasta que al fin logró dominar su emoción, y riendo, o fingiendo que reía, como un niño que va a contar un cuento, principió:

—«Está usted para bien saber y yo para mal contar…»

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