Angelina

Angelina


XXVIII

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—«Está usted para bien saber, y… yo para mal contar…» que era yo chirriquitina… así… como ese rosal. Tengo buena memoria, de todo me acuerdo, pero me parece que veo las cosas de ese tiempo como entre sombras, como en el fondo de una calle oscura… ¡Hace ya tantos años! Recuerdo que vivíamos en una ciudad muy grande, no sé si en Puebla o en México. Acaso en México, porque los edificios eran hermosos y altos, y veía yo desde el balcón muchos coches que iban y venían.

Estábamos, sin duda, en la miseria; algunas veces pedía yo pan y no había pan para mí. Mi madre, Dios la tenga en el cielo, me abrazaba y se echaba a llorar: «Linilla —me decía— Dios nos dará pan; vamos a pedírselo.» Y me ponía de rodillas, y me hacía rezar, con las manos juntas sobre el pecho, como un angelito de esos que vimos el otro día en la capilla de San Antonio.

Mi padre era militar, andaba siempre en la guerra, o en conspiraciones, y por eso sus enemigos, los del partido contrario, le perseguían de muerte.

No le vi más que una sola vez. Habían triunfado los suyos y vino a vernos. Trajo mucho dinero, y nos compró ropa y muebles, y a mí dulces y juguetes, y un rorro muy lindo, de cabellos rubios y ojos azules, que decía

papá y mamá. No he olvidado a mi padre: era un caballero alto, de ojos muy hermosos, con unos bigotes muy retorcidos. Me abrazaba cariñosamente, me besaba, y alzándome exclamaba: «¡Lina! ¡Linilla! ¿Quién es mi encanto? ¿Quién es mi presea? ¿A quién quiero yo mucho, mucho… mu… cho?»

Pero un día se fue a la guerra… ¡siempre la guerra y las revoluciones! Se fue muy de mañana e iban con él oficiales y soldados. Salimos a decirle adiós. Me tomó en brazos, me besó los ojos, abrazó a mi madre, luego montó a caballo y nos dijo: «¡Hasta la vista!…» y partió. No volvimos a verle. Tres años duró esa guerra. Él estaba en no sé qué Estado lejano, y nosotras nos quedamos esperando su vuelta.

Un día recibió mi madre una carta. Mi padre nos llamaba. Fue preciso obedecerle y después de vender cuanto teníamos, muebles, ropa, todo lo que había en la casa, emprendimos el viaje, solitas, en un carruaje que daba muchos tumbos y que hacía mucho ruido al rodar en los empedrados. Caminábamos de día y de noche, y sólo nos deteníamos en las posadas para dormir y descansar unas cuantas horas. Antes de amanecer, otra vez al carruaje, otra vez a los caminos desiertos, temerosas de los ladrones. Solíamos pasar por algunos pueblos. El coche se detenía, bajábamos para ir a la fonda, comíamos, y vuelta a caminar. Un día mi mamá se quejó diciendo que le dolía la cabeza. Tenía fiebre y fue preciso quedarnos en un pueblo, en un mesón. Dormía yo con ella y recuerdo que ardía en calentura, que su cuerpo quemaba como una brasa. Despertaba yo a media noche, y decía yo: ¡Mamá! ¡Mamá! Y no contestaba, permanecía como muerta. Una vez, viendo que no me respondía, me eché a llorar… entonces mi mamá volvió en sí, y me arropó diciendo cosas que yo no entendí, cosas muy raras. Papá me ha contado que mi madre tenía tifo. La mesonera llamó al señor cura, y cuando éste llegó la enferma había perdido el conocimiento. Vino el médico del pueblo y declaró que ya era tarde, ¡que la agonía estaba próxima!

—No vivirá una hora… —dijo—. Padre ¡póngale los óleos!

—Esta criatura no debe estar aquí… —respondió el sacerdote, poniéndose la estola— ¡que la lleven a mi casa!

Yo no quería separarme de allí. Resistí, lloré, sollocé… pero ¡en vano! Era yo una chiquitina de siete años y, sin embargo, comprendí lo que pasaba: que no volvería yo a ver a mi madre. Lloraba yo y mis lágrimas eran lágrimas de inmenso dolor. Mi madre se moría; no había de verme más. Me llevaron a la casa cural. Allí nada me divertía ni me consolaba; pasé el día sin comer, huraña, renuente a las atenciones del padre y a los obsequios de una anciana, ama de gobierno de aquella modesta casa. Me acurruqué en el sofá, y allí me rindió el sueño, y de allí me llevaron a la cama. A media noche desperté, llorando, llamando a mi mamá. La anciana vino a verme, me arropó y se estuvo acariciándome hasta que me quedé dormida. A la mañana, apenas abrí los ojos, pregunté por mi madre. Me dijeron que estaba en el cielo. La anciana me lavó, me vistió y me dio el desayuno. Para distraerme me llevaron a la sala y me dieron juguetes, muñecos de nacimiento, pastores y pastoras, cabras, ovejas, una casita de cartón, un molino, con su rueda que daba vueltas movida por un chorro de arena.

Cuando el sacerdote volvió de la iglesia me sentó a su lado y me hizo muchas preguntas: «¿Cómo te llamas? ¿Cómo se llama tu mamá? ¿Tienes papá?» No sé lo que respondí… El señor cura dice que de mis respuestas sacó lo bastante para saber quiénes éramos, quién era mi padre. Encontró en el baúl cartas y papeles, documentos que le dieron noticias acerca de la residencia de mi padre. Le escribió inmediatamente, dándole la fatal noticia; pero la carta no llegó a sus manos. Volvió a escribir y no recibió contestación. El autor de mis días había muerto también. Pereció en una escaramuza. Su cadáver fue arrastrado y paseado como trofeo de gloria, al son de músicas victoriosas, por una soldadesca ebria que celebraba un triunfo inesperado. El señor cura se dirigió entonces a unos parientes míos, los cuales se negaron a recogerme… «No queremos niños —le contestaron— no queremos huérfanos; son ingratos, tarde o temprano dan el pago.»

Me han contado que cuando el santo anciano recibió la carta de mis parientes, exclamó: «¡Corazones de piedra! ¡Dios los perdone! ¿El trajo esta niña a mi casa? Pues mía es.» Luego me llamó, y tomando entre sus manos mi cabeza, me dijo dulcemente: «Muñeca: desde ahora yo soy tu padre; yo soy tu papá!» «Papá» le llamo desde entonces; desde entonces me llama «muñeca». Algunas veces me dice Linilla, como mis padres me decían.

Angelina había terminado el ramillete, un ramillete de violetas, y me le acercó para que aspirara yo el suave aroma de las flores.

—¿Linilla? ¿Linilla te decían? ¡Pues Linilla he de llamarte yo! Siga el cuento…

—¿Cuento? ¡Historia de dolor!

—Prosigue.

—Así, de ese modo, fui a la casa del padre; padre ha sido para mí, y muy tierno y cariñoso. Lo demás ya lo sabes; te lo habrán dicho tus tías…

—¿Y esa es la triste historia de tu vida? ¿A qué decirme, Linilla mía —repuse— todo esto que me apena y aflige? ¿A qué poner en duda mi cariño, que en duda le has puesto cuando me desgarrabas el corazón, diciendo que no eras digna de mí? ¿Indigna de mi amor, Linilla mía? ¿Por qué? ¿Porque has sido desgraciada, porque eres huérfana? Al contrario, niña mía: ¿qué mayores motivos para ser amada?

Angelina se quedó cabizbaja, como atormentada por un triste presentimiento, como temerosa de decir algo que la avergonzaba.

—¡Habla!… ¡contéstame…!

La huérfana callaba, baja la frente, mientras abría con la punta de los dedos el apretado seno de una rosa pálida.

—Linilla… ¡no seas cruel!

Suspiró penosamente, sacudió la cabeza para echar hacia atrás una trenza que le caía sobre el hombro, y murmuró bajito, bajito, tal vez deseosa de no ser oída:

—Aun no he dicho todo… y debo decirlo. ¡Óyeme, por piedad! No quiero decirlo… pero el corazón me grita: ¡Habla! ¡Habla!

—¡Pues, dímelo!

—Sí, Rodolfo: no soy digna de ti. Tú mismo lo has dicho muchas veces, delante de tus tías, delante de mí.

—¿Yo, Angelina?

—Sí.

—¿Yo?

—Sí, y… ¡cómo me has hecho llorar!

—¿Yo, Angelina?

—Muchas veces. ¡Para qué viniste! ¡Para qué te conocí! Rodolfo ¿por qué me amas? ¿Por qué te amo yo? ¡Qué de lágrimas me cuesta tu cariño! Mira: si no merezco que me ames, olvídame, olvídame; me iré de aquí, llorando, sí, llorando… pero me iré, a la Sierra; a cualquier parte… Tú puedes ser feliz. Apenas empiezas a vivir… El corazón humano es mudable; llegará día en que me olvides… Amarás a otra, y serás amado, y serás dichoso!

—Angelina —repliqué suplicante— ¿a qué viene todo eso?

—Óyeme: este pobre corazón mío, no había amado nunca: llegué a esta casa y me hablaron de ti; me dijeron que eras huérfano, huérfano como yo, y me fuiste simpático; y me dijeron que eras bueno, muy bueno, y me interesé por ti; leí tus cartas, vi tu retrato y hallé que eras como yo te había soñado; viniste y me estremecí al oír tu voz; me hablaste… ¿te acuerdas?… y y se ahogó la voz en mi garganta, y palpitó mi corazón trémulo de amor. Después… ¡a qué decirlo!… Me dijiste: «Te amo», y quise callar y no pude; y cuando intenté matar tu cariño con una palabra desdeñosa, se abrieron mis labios y dijeron: «¡Yo también te amo!»

—Sí ¡te amo, Angelina!…

—Óyeme. Me has lastimado el corazón; has entristecido mi alma… pero te perdono, te perdono, porque lo has hecho sin saber lo que hacías… Estoy segura de ello.

—¿Cuándo y cómo?

—Dijiste una vez… y lo has repetido muchas veces… «Jamás me casaré con quien no sea digna de mí; y no es digna de ser esposa de un hombre honrado aquella cuyos padres…» Lo diré de una vez… La unión de los míos no tuvo la bendición del cielo.

—¡Perdón!… —murmuré.

La huérfana calló, y de sus ojos húmedos se desprendieron dos lágrimas que cayeron en las violetas como dos gotas de rocío.

—¡Perdón! —repetí, estrechando a la joven entre mis brazos, y atrayendo su gallarda cabeza.

—¡Perdóname, Linilla!

Y sobrecogida de espanto me apartó dulcemente.

—¡Cómo no perdonarte! Si te amo con toda el alma… ya sabes quien soy… en mi vida no hay nada que me avergüence… pero en los míos… ¡Ya lo sabes todo!… Te hice sufrir ¿verdad? Sí, porque estás llorando… ¡Perdóname!… era preciso… más tarde habrías dicho que yo te había engañado.

Tomé las manos de la joven y las llevé a mis labios. Ella, sonriendo, las retiró, diciéndome graciosamente:

—«Y el cuento que entró por un caminito de plata salió por un caminito de oro.»

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