Angelina

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Tuvimos una fiesta de Navidad muy alegre, como nadie se la esperaba. Andrés vino y dijo a mis tías:

—Señoras: es preciso que tengamos fiesta. En años pasados la Noche Buena estuvo para nosotros muy triste… Ahora no ha de ser así, no, señor, porque quiero que el amito esté contento. Todo corre de mi cuenta. A ustedes les tocará lo más penoso, disponerla y hacer los buñuelos. ¡Sin buñuelos no hay Noche Buena! ¡Allá usted, Angelina, usted que se pinta para todo eso! Pondremos la mesa en la sala, y usted, doña Carmelita, cenará con nosotros. No habrá nacimiento… ¿Quién nos mete en dificultades? Yo bien quisiera, para que el amito se acordara de cuando era «coconete.» ¿Te acuerdas? ¡Pues ahí, en la bodega, en un cajón, están guardadas las casitas y los pastores, y los rebaños y el portal, y todo! Si tus tías quieren, hasta nacimiento habrá, Rodolfito.

Tía Carmen, con su buen humor de siempre, se soltó hablando:

—¿Pues sí, por qué no? Mañana nos ponemos a la obra, y la fiesta saldrá muy lucida. Programa: cena a las ocho de la noche; después acostaremos al niño, y luego: ¡a la misa del gallo! La madrina será…

—¿Quién? —preguntó Andrés—. ¿Gentes de fuera? No, no ¡que todo quede en casa! Pero, en fin, que Rodolfo decida…

—Gente de la casa —contesté— como quiere Andrés; pero, de cualquier manera, vendrá mi maestro.

—¿Don Román? —exclamó tía Pepilla—. No vendrá, Rorró, no vendrá… ¡el pobrecillo no está para esas cosas!

—Le traeré yo, si no está con el reuma; le traeré yo, y estará muy contento, para que no tenga que salir a la calle a media noche dormirá aquí. Angelina y él serán los padrinos… ¿Se aprueba lo que propongo? ¿Sí? Pues… ¡Aprobado!

¡Qué gratamente que pasamos la noche! A medio día ya estaba listo el nacimiento. El cariño de las tías había conservado mis juguetes, y con ellos bastó y sobró para el nacimiento. Me sentí un chiquillo, como si tuviera yo seis años, a la vista de objetos que fueron para mí, en mejores días, motivo de fiesta y diversión. Con qué cuidado saqué de la gran caja, uno por uno, temeroso de romperlos, aquella multitud de zagalas y rabadanes que tejían danzas cerca del portal, y aquellos magos que seguidos de criados y soldados, tan suntuosos de vestidos como sus señores, y jinetes en caballos, elefantes y camellos, debían ser lo más lindo de aquel Belén que tendría chozas y palacios, caminos de hierro y barcos de vapor, volcanes nevados, cascadas de brea, lagunas de cristal poblados de ánades y garzas, catedrales y mezquitas, feroces beduinos y apuestos charros mexicanos que perseguían con el lazo al aire las reses montaraces. El portal… ¡Qué portal! ¡Una maravilla!

Fue obra de tía Carmen: era un portal lindísimo, de cristal, con estrellas, soles y cometas, y ángeles y serafines, y arcángeles que tenían en las manos bandas de seda con letreros dorados que decían:

Gloria in excelsis Deo. Mi tía Carmen le hizo con prismas y candeleros de cristal, y fue el encanto de cuantos le vieron. La enferma no pudo esta vez ponerse a la obra, pero la dirigió, y todo salió a medida del deseo. Desde su sillón atendió a todo. Todo estaba listo al fin del día, y el regocijo era general. Desde tía Carmen hasta señora Juana todos parecían niños en aquella casita. Angelina estaba atareada, friendo los buñuelos, y tía Pepilla iba y venía más alegre que una sonaja. De cuando en cuando nos asaltaba el temor de que la enferma tuviera un ataque, y esto malograra nuestra fiesta, pero felizmente no sucedió así. A las seis salí en busca de don Román. El pobre viejo se envolvió en su raída capa, se apoyó en mi brazo y, pian pianito, hasta la casa. El pobrecillo vino muy cargado: traía algunas libras de confites, para obsequiarnos. Era el padrino y debía hacerlo.

A las ocho ya estábamos en la mesa. La enferma accedió a nuestro deseo y vino a presidir el banquete. Al lado de ella se colocó don Román, en el otro tía Pepilla y Andrés. Angelina y yo ocupamos el lugar acostumbrado. Pocos platillos: rica sopa de almendra, «sopa de la pelea pasada», como decía don Román; un plato de pescado, el afamado «bobo de los ríos veracruzanos», con la ensalada del día: lechuga con aceite y vinagre y algunos rabanillos, los precoces purpurados de la hortaliza, chiquitines, rechonchos, enredándose en los anillos de la bien desflemada cebolla, frijoles (cómo habían de faltar) buñuelos de arroz, los más exquisitos a juicio de las tías, y una tacita de té. No faltó el vino, un par de botellas, obsequio del Doctor Sarmiento, escondidas dos o tres años en el fondo de una cómoda.

Reímos, charlamos, recordaron los viejos sus buenos tiempos, hablamos los jóvenes de nuestra dicha, y la velada se pasó del modo más alegre.

A las diez y media, cuando los campanarios de Villaverde soltaron el primer repique, encendimos el nacimiento, y los padrinos acostaron el niño en su lecho de pajas. Andrés quemó en el patio una docena de cohetes, y el «pomposísimo» distribuyó sus cucuruchos de confites.

—Ustedes perdonarán la cortedad… pero… ¡los tiempos no están para lujos!

Y agregaba:

—Dios pagará a ustedes este buen rato… ¡de veras, de veras, si me parece que tengo veinte años!

Angelina y tía Pepilla nos dejaron para atender a la anciana que ya suspiraba por su lecho; don Román buscó el suyo, y Andrés se quedó conmigo en espera de Angelina y de mi tía que irían con nosotros a la misa del gallo. No tardaron en volver.

—¡Vámonos, vámonos —murmuraba la anciana— que pronto darán las doce! ¡A misa, niños! ¡A misa, Andrés!… ¡Fiesta completa!

—¡Inolvidable Noche Buena! ¡Qué poco necesita el hombre para ser feliz!

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