Angelina

Angelina


XXXVI

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V

I

Volví entonces a mis paseos favoritos, todas las mañanas y todas las tardes, antes y después de ir al despacho del jurisconsulto. Recorrí otra vez las orillas del Pedregoso y subí cien veces a la colina del Escobillar. En todos los álamos del río grabé las iniciales de Linilla, o una sola letra, una

L, para que me recordaran a cada paso el nombre de mi amada. Pero mi sitio predilecto era la peña más alta de la colina. Desde allí descubría yo las cumbres más elevadas de la Sierra. Detrás de una de ellas estaba el pueblo de San Sebastián donde moraba la pobre niña. Me pasaba yo largas horas en aquel sitio, siguiendo con mirada curiosa las nubes o los jirones de niebla que iban hacia allá impulsados por el viento, y me complacía en contemplar cómo se apagaban, poco a poco, en los picos de aquellas montañas, las últimas luces del moribundo día. De noche me echaba yo a vagar por las últimas calles de la ciudad, o iba a sentarme en el cementerio de San Antonio, al pie de un ciprés, cerca del lugar en que Angelina me dijo, cuando le pregunté si me amaría siempre:

—¡Como hoy, como mañana, hasta después de muerta!

Desde allí se domina toda la parte meridional del valle, limitado por las montañas de la Sierra, sobre las cuales desplegaba el cielo de invierno sus incomparables constelaciones: Orión, el Can, y el Navío entre cuyos mástiles centelleaba el soberbio Canopo. Pero las noches oscuras eran más hermosas para mí. Volaba mi pensamiento a través de las sombras en busca de la humilde casa cural; me imaginaba yo que estaba allí, en la modesta salita, cerca del sacerdote y al lado de Angelina. Asistía yo a la partida de ajedrez y a la sesión de lectura. El anciano en su sillón; Angelina a un lado, cerca de la mesa, a la luz de una lámpara, con un libro en las manos. Si hasta me parecía oír aquella voz argentina, insinuante, sugestiva, que sonaba en mis oídos como el canto de una arpa eólica.

Algunas noches cuando la tempestad alumbraba con cárdenos reflejos las cumbres de la serranía, me complacía yo en admirar los fuegos de la tormenta, los relámpagos que se sucedían sin cesar con el estrépito de mil truenos que, repetidos por los ecos, aumentaban la grandeza de aquel espectáculo celeste, como si a toda carrera cruzaran por el cielo cien trenes de guerra, al estallido de mil y mil cañones.

Se alejaba la tempestad; se despejaba el firmamento; asomaba la luna, y las nubes, antes aterradoras y negras, se convertían en blancos celajes orlados de plumas, de blondas, de argentados flecos; en veleros esquifes, en góndolas de nácar, en cisnes maravillosos de cuello enhiesto y alas erguidas, que bogaban en un golfo de aguas límpidas salpicado de estrellas.

¡Quién estuviera allí! ¡Quién bogara como ellos hacia esos valles perdidos en los repliegues de la cordillera! ¡Quién pudiera seguirlos en sus giros misteriosos! A esa hora dormían las aves, callaban los vientos y sólo se oirían en las vertientes, en los barrancos, en los desfiladeros, el aliento de las selvas, el pavoroso respirar de los bosques.

Una mañana se presentó en casa el doctor Sarmiento; iba muy de prisa, muy de prisa; llamó a la puerta y dijo a señora Juana:

—¿Rodolfo? ¿No está en casa? Pues ¡ea! decirle que le espero esta noche… que le necesito… ¿eh?

No me hice esperar. El facultativo estaba en su gabinete, hojeando no sé qué libracos.

—Vaya, muchacho, llegas a buena hora. Cenarás conmigo. Tengo buenas noticias para ti… Vamos, siéntate, charlaremos un rato. ¿Cómo están por allá? Pasando ¿no es eso? Mal vamos, hijo; doña Carmen anda mal, muy mal; la ida de esa chiquilla nos va a dar un disgusto. Ya lo sabes: alegría, distracción…

—¿Alegría?

—¡Sí, alegría!…

—En mi casa no puede haber eso…

—Pues mira lo que haces. Dile a tu tía Pepa que procure distraer a su hermana. El otro día llegué, y me las encontré llorando, llorando a lágrima viva. ¿Qué pasa? —pregunté—. «Nada: que Angelina se fue!…» ¡Pero ya verás, muchacho, como todo eso pasa! Lo que es ahora, cuando llegues… ya verás… ¡Buen rato vas a darles!

—¿Por qué, doctor?

—Ya vino Fernández… hablé con él y me dijo que el quince de abril te espera en la hacienda. Mañana saldrá para allá con toda la familia… Es cosa hecha; allí tendrás una colocación muy regular… Avisa a Castro… ¡No más alegatos! ¡No más chismes ni pleitos! Ya dije a ese caballero que no entiendes jota del negocio, pero que aprenderás. ¡Buena persona! ¡Muy buena persona! Procura verle mañana, antes de mediodía; le darás esta tarjeta… y… ¡listo! Ahora ¡al comedor!

Cuando llegué a mi casa me dio un vuelco el corazón. Entré y tía Pepilla salió a mi encuentro:

—¡Rorró! ¡Rorró! Mira… —y me enseñaba una carta.

—¿Qué es eso?

—Mira… ¡una carta!

—¿De Angelina?

—¡De Angelina!… Vamos a ver qué te dice…

—Sí, tía; pero después de que yo la lea…

—¡Como tú quieras, Rorró! —contestó sonriendo.

Corrí a mi cuarto, encendí el quinqué y, presa de hondísima emoción, leí la carta.

Mi tía pretendía en vano disimular su impaciencia.

—¿Qué dice?…

—¡Vamos, tía, calma, calma! Voy a leerla; pero que tía Carmen la oiga también…

Linilla había previsto el caso y escribió dos cartas: una para que pudiera yo leerla delante de mis tías; la otra para mí… ¡Sólo para mí!

¡Con qué alegría recibieron las buenas ancianas la carta de la joven! Cuando acabé la lectura estaban llorando.

Quería yo estar solo, y corrí a mi cuarto… ¿Decirles que tenía yo empleo en la hacienda de Santa Clara? ¡Quién pensaba en eso!

La carta de Angelina decía así:

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