Angelina

Angelina


XLIV

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Me levanté muy de mañana y me pasé las primeras horas en el jardincillo. En los rosales, muy hermosos con su nuevo follaje, aun no brotaban los capullos; pero en el cuadro de no-me-olvides, sembrado por Angelina, se abrían las primeras flores.

Había triunfado el amor de la pobre huérfana. Mis plantas, lánguidas y tristes, no florecerían en muchos meses, hasta fines de abril o principios de mayo. Las de mi niña pronto estarían engalanadas con todos los primores de la próxima primavera.

De repente me sentí acometido de profunda tristeza. Contemplaba yo las cerúleas florecillas, frescas, lozanas, salpicadas de rocío, y pensaba yo en lo efímero de las esperanzas del hombre. Acaso aquel amor que subyugaba mi alma, aquel sentimiento inefable que ennoblecía mi espíritu y dirigía mis pensamientos hacia los propósitos más nobles, sería pasajero como la vida de aquellas flores que no bien fueran arrancadas del tallo se doblarían pálidas y mustias. ¿Sería cierto que el amor de Angelina estaba destinado a vivir eternamente? ¿Sería verdad lo que me dijo la joven, que pronto la olvidaría?… ¡No, que la amaba yo con todo mi corazón, con toda la energía de mi alma! Pero ¡ay! así amé a Matilde, y aunque no había muerto en mi memoria, y aún vivía en mí su recuerdo dulcísimo, ya no era ¡ay! para el pobre mancebo, que le había jurado amor eterno, el ángel benéfico que a todas partes le seguía, que señoreado de su espíritu fue luz en todas las tinieblas, rumor de fuente en la soledad, iris de bonanza que anuncia, a través del nublado, que la tormenta se aleja, que ha cesado la tempestad. No; Angelina vivía para mí, yo vivía para ella; la desgracia y el amor habían unido nuestras almas hermanas, nacidas una para otra, creadas para formar una sola:

Dos almas con un mismo pensamiento

y palpitando acorde el corazón.

Sentado al pie de aquel naranjo, mudo testigo de nuestro amor, pensaba yo en Angelina, cuando llamaron a la puerta.

Presentí que alguien me traía noticias de mi amada y acudí presuroso. No me había engañado el corazón. Era el caballerango del padre Herrera.

—Aquí tiene usted… —me dijo, sin bajarse del caballo— esta cajita y estas cartas. Volveré mañana por la contestación. ¡Cartas de Angelina! Una para mis tías; otra para mí.

Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Deseaba estar solo, solo…

Ya comprenderás —me decía la niña— cuán grata fue tu carta para mí. ¡Qué ansia! ¡Qué impaciencia! Toda la noche estuve pensando en la llegada del mozo, hasta que al fin me quedé dormida. ¡Soñé contigo! Soñé que estaba yo en Villaverde, en tu casa y cerca de ti. Tú leías y yo estaba pintando pétalos de rosa. De pronto cerraste el libro, lo pusiste en la mesa, y pasito a pasito te acercaste a mí, hasta reclinarte en el respaldo del sillón… Entonces… (como aquella noche ¿te acuerdas?) me dijiste quedito: «Angelina… Angelina… ¡te amo!» Y desperté. Desperté llorosa y apenada, como si ya no me quisieras, como si no hubiera de verte más. Pero ¿verdad que no me olvidas; verdad que a todas horas piensas en mí? ¿No es cierto que estoy siempre en tu memoria? La semana pasada salimos a pasear. La larde estaba lindísima… ¡Qué cielo! ¡Qué nubes! ¡Qué celajes! ¡Qué colores tan hermosos los del horizonte al ponerse el sol! Papá me dijo: «Muñeca ¿quieres venir conmigo?» Le dije que sí. Salimos hasta el principio de la cuesta, y allí, en una sabanita, nos detuvimos. Abrió papá el brevario y se puso a rezar maitines. Yo me fui a lo largo de una milpa. Crecen entre los surcos ciertas plantas que dan unas flores como margaritas, y yo corté muchas, muchas, tantas que ya no me cabían en el delantal; luego me senté en una roca, y, acordándome de un poema que tú me leiste, me entretuve en preguntar a las flores si me querías. Deshojé todas, y todas me decían, con el último pétalo, que me quieres…

¡mucho!… ¡mucho! Ya no tengo ratos de tristeza, ya no. Estoy muy contenta y muy segura de tu cariño. Perdóname; perdóname si alguna vez he dudado de tu constancia y de tu fidelidad.

Pero a todo esto no te he dicho cómo recibí tu carta. No pude ir hasta el rancho de los Ocotes para encontrar al mozo y me conformé con aguardarle en el corredor. Yo esperaba que papá no estuviera presente, pero sí estuvo. ¡Qué miedo, Rorró! ¡Qué miedo! El mozo que llega y papá que sale. Él recibió el paquete, lo abrió, tomó sus cartas y me dio las mías, sin decir palabra. Después no me preguntó nada. Yo me apresuré a leer la carta de doña Pepita. ¡Qué larga se me hizo la velada! Al fin me vi sola en mi cuarto y entonces leí, y volví a leer tu cartita. ¿Por qué eres tan perezoso, Rorró? ¿Por qué le escribes tan poquito a tu Linilla? ¡Seis plieguitos! ¿No es cierto que ahora será más? Si no es así, voy a castigarte. Y ya verás: una hojita… y… ¡será mucho!

Te quiero con toda el alma, Rodolfo mío; no vivo más que para ti, y me duele mucho que me digas esas cosas tan tristes. ¿A qué hablar de la muerte cuando somos tan dichosos? Tú dices que la muerte debe ser deseada en los momentos de felicidad, y entonces más que en las horas de dolor. ¿Dónde has aprendido eso? Dime ¿dónde? Tienes unas cosas muy raras. Hay en ti no sé qué muy lúgubre; cierta tristeza y cierto desconsuelo que no me gustan, que me hacen padecer, que me hacen llorar. No parece sino que tienes poco amor a la vida. Pues óyeme: yo no pienso así, no. ¡Dios me libre de ello! La vida, por amarga que sea, es muy hermosa y amable; si tiene penas y dolores, tiene también dichas y alegrías, muchas, y yo quiero vivir, vivir para ti, mi Rorró; para ser dichosa si eres dichoso; para amar lo que tú ames y aborrecer lo que tú aborrezcas; para padecer si tú padeces, que en eso cifro mi dicha mayor. ¿No es verdad que tú no aborreces a nadie? No, estoy segura de ello, Rodolfo mío: es preciso que cambies de modo de pensar; que apartes de ti esas ideas tan raras y tan negras, y que ames la vida; que la ames como yo la amo, como un don del cielo. ¿Dices que la vida no es más que dolor? No es cierto. Cuando dices que me amas, cuando recuerdas que eres amado, eres dichoso, y entonces amas la vida. ¿No te sientes feliz cuando haces algo bueno, cuando socorres a un necesitado, cuando enjugas una lágrima o das una palabra de consuelo? Pues yo sí, y tú también, tú también, porque eres bueno. ¡Por eso te quiero, por eso te amo!

La última parte de tu cartita me dejó muy contenta de ti. Así te quiero, así te soñé, así debes ser siempre con tu Linilla.

Tengo aquí en el corazón una cosa que me apena, y quiero decírtela; pero me falta tiempo para escribir. Pablo ha de salir a las tres, son las doce y media, aún no he visto si la mesa está lista, y ya sabes que mi papá come a la una en puntos suena el reloj y no bien acaba de dar la hora ya le tienes en el comedor, dando palmadas y pidiendo la sopa.

Pablo te entregará una cajita; en ella va un pañuelo; he bordado el monograma en los ratos desocupados. Dice papá que está muy bonito; le ha gustado mucho, y creo que a ti te parecerá lo mismo.

Cuida mucho a tus tías, principalmente de doña Carmelita; mira que le gusta mucho que la mimen. ¿La ves así, que es tan seca y adusta? Pues sin cariño no puede vivir.

Vive por ti y… sólo para ti, tu

LINILLA

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