Angelina

Angelina


XLIX

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Acerqué el caballo a la puerta principal. ¡Cómo me río ahora de aquellas timideces mías! Cerca de la hacienda, al descubrir el caserío a través de las arboledas, me sentí tentado de volverme a Villaverde y desde allí escribir cuatro letras, dar las gracias al señor Fernández y renunciar el destino. Me asaltaban tristes presentimientos; me dominaba la idea de que iba yo a ser mal recibido, y me puse temeroso y asustadizo. Temblaba yo al apearme del caballo; estaba yo rojo como una guindilla, y las miradas de cuantos en aquel instante me veían se me antojaron hostiles y burlonas, particularmente las de cierto mancebo muy gallardo que conversaba con otros empleados a la puerta del «rayador». Mirábame de pies a cabeza, con cierta insistencia insolente y tenaz, como sorprendido de mi ridículo aspecto de colegial convertido en jinete. Me dirigí al grupo y pregunté por el señor Fernández.

—En el comedor… —me contestaron desdeñosamente.

—Le aguardaré aquí…

El mancebo levantó los hombros y me señaló un asiento.

—No —advirtió otro de los empleados, el de más edad— ¡le esperan a usté!

Llamaron a un criado que me condujo hasta la puerta del comedor. Toda la familia estaba allí reunida. Fernández, en la cabecera; cerca de él, a la izquierda, un niño, como de seis años, pálido y enclenque; en seguida una señora que pasaba de los cuarenta, y a la derecha del dueño de la casa, Gabriela.

—Pase usted, joven —me, dijo el caballero con mucha cortesía— pensábamos que no llegaría usted y no le esperábamos a almorzar; pero llega usted a tiempo. ¿Tendrá usted apetito, no? ¡Ah! El aire del campo… Aquí tienen ustedes —agregó dirigiéndose a las señoras— al joven de quien me habla el doctor. Tú, Gabriela, ya le conoces… Esta señora es mi esposa… Este niño es mi hijo… Pero… ¡ea! siéntese usted…

Y me señaló una silla al lado de la joven. Después prosiguió, sin darme tiempo para hablar:

—Éste es Pepillo… Aquí le tiene usted… enfermo. Pero ya vamos bien ¿no es eso? Y pronto estará muy guapo y muy alegre…

El niño contestó con una sonrisa, dejándome admirar la hermosura de sus ojos negros, muy brillantes y expresivos.

Mientras Gabriela me servía, observé al chico. Era corcovado y tenía color de cadáver. Causóme dolorosa impresión la figura de aquel pobre niño enfermizo y lisiado. Su rostro era el rostro de un polichinela: naricilla de poeta satírico, boca grande y sarcástica, sonrisa burlona. El cráneo voluminoso, bien conformado, acusaba rara inteligencia, aterradora precocidad. El pobre chico apuraba a sorbos una taza de leche, y no dejaba de mirarme.

El señor Fernández me habló de la belleza del camino, de la buena condición del caballo que me había mandado y terminó preguntándome por mis tías.

—¿Y Angelina? —dijo la señorita.

—¿Angelina?… En San Sebastián con el padre Herrera… —contesté.

—Papá ¿conoces a esa joven?

—No —respondió el caballero— pero debe ser muy hermosa, y sobre todo muy estimable… porque tú nos hablas de ella a cada instante!

—¿Verdad, señor —dijo la señorita dirigiéndose a mí— verdad que Angelina es una muchacha muy inteligente y muy cariñosa? Es compañera mía en la Conferencia, y todos la queremos mucho, mucho! Y, dígame usted ¿por qué es tan retraída? Yo siempre empeñada en llevarla a casa, y ella excusándose. Cuando usted la vea, dígale que la quiero mucho; que la estimo en todo lo que vale y que hace mal en no corresponder a mi cariñosa amistad.

—No, señorita —me apresuré a replicar—. Linilla (así le decimos en casa) corresponde al afecto de usted como es debido. Usted hace de ella muchos elogios, y ella no escasea las alabanzas.

Entonces la señora preguntó con inoportuna curiosidad:

—¿Esa joven es de la familia de usted?

—No, mamá —interrumpió Gabriela— ya te he dicho la historia de Angelina. El padre Solís nos la contó una noche… Esa joven es hija adoptiva del padre Herrera.

—¡Ah que mamá! —exclamó el corcovadito—. ¡Qué memoria la tuya! Acuérdate, acuérdate… El padre Solís contó la historia. Esa joven…

—Calla, Pepillo; no hables de eso… No son cosas de niños… —dijo Gabriela.

El chico prosiguió:

—Esa joven, que el señor llama Linilla, es hija de un militar, y el padre Herrera la recogió en un mesón; es huérfana, no tiene ni padre ni madre…

—¡Pues yo no me acuerdo de eso!… —dijo la señora con mucha calma, sirviéndose una tajada de rosbif.

—¡Ah que mamá! ¡Pues yo sí me acuerdo! Todo eso nos lo contó el padre Solís, allá en casa, una noche, a la hora de la cena. ¿No es cierto, Gabriela? Y también dijo que a él le gustaría mucho que el señor se casara con Linilla… ¡Vaya… con la señorita Angelina!

Rieron todos de la indiscreción del corcovado. Gabriela me miró, y pasándome un plato murmuró a mi oído:

—No haga usted caso, señor; este niño es así… ¡Le miman tanto!

Al terminar el almuerzo me invitó el señor Fernández a visitar las oficinas.

—¿Viene usted contento? Las señoras se quedarían muy tristes ¿no es eso? ¡Calma!… Ya le verán a usted. He dispuesto que se encargue usted de mi correspondencia. No estaba yo satisfecho del empleado que antes la despachaba… pero, en fin, como hacía cuanto estaba de su parte, nunca le dije nada. Se va, usted viene a sustituirlo, y estoy seguro de que la cosa andará mejor. Aquí vivirá usted en familia, con nosotros, como en propia casa. Entiéndalo usted: no será, no será usted aquí un empleado como los demás. Cada cual merece ser tratado conforme a su clase y condiciones. Llevará usted la correspondencia; desempeñará usted otros trabajos que se ofrezcan en el escritorio, y no tendremos dificultades. Desde hoy tendrá usted una pieza cerca de nuestras habitaciones, un sitio en nuestra tertulia, un asiento en nuestra mesa y un lugar en nuestra estimación. Ayer me escribió Sarmiento. Algo me cuenta de ciertas murmuraciones. Me dice que estaba usted muy apenado… ¡En cuanto a mí, quede usted tranquilo!… Aprenda usted a vivir, y vaya usted conociendo a los hombres. ¡Esta ciencia de la vida, que es tan difícil y tan amarga!… ¡Valor, joven! De todo eso sé yo, que he pasado, y con mucha dificultad, por ese camino… ¡y nada de eso me sorprende! Conocí al padre de usted, era persona muy estimable…

Se detuvo delante de una puerta cerrada, la abrió y me hizo entrar.

—La habitación de usted… Esta ventana da al jardín. No es de las mejores piezas, como usted ve, pero está junto al escritorio.

La distinción y la cortesía del señor Fernández me cautivaron desde luego, y cambiaron en pocos minutos el estado de mi alma. Me sentí fuerte y vigoroso para luchar contra todo, para salir vencedor de las mil contrariedades de la vida. Nada me importaba el trabajo, el más duro trabajo; por el contrario le deseaba yo, diario, constante, sin un momento de reposo.

A la verdad: no merecía yo ser objeto de tantas atenciones. ¿Quién era yo para ser tratado de tal manera? El pobre amanuense de Castro Pérez, herido y lastimado por la murmuración villaverdina; un pobre estudiante, recién salido de aulas, favorecido por los elogios de don Quintín Porras, y llevado a Santa Clara por las recomendaciones de un maestro de escuela y de un médico a la antigua, sin fortuna ni fama y un mendigo franciscano. Acaso me abonaban también la buena memoria de mi padre y el nombre respetabilísimo de mi abuelo. Quedé prendado de la nobleza de carácter y de la esmerada educación del señor Fernández. Desde ese día le tuve en altísimo concepto, sin que durante los años que viví a su lado se amenguara en mí la opinión que de él me formé desde el primer momento.

Era el señor don Carlos Fernández un caballero en toda la extensión de la palabra, fino, delicado, discreto, de clara inteligencia y de nobilísimo corazón. Tenía conciencia de su mérito, y procuraba, por todos los medios que estaban a su alcance, conservar su buen nombre, y cuidar de que ni la sombra más leve empañara su envidiable reputación. En ella, más que en la riqueza, cifraba su dicha, y solía decir muy sinceramente:

—No temo el juicio de los demás. Temo el fallo severísimo de mi propia conciencia.

No gustaba de parecer generoso, pero no era ni mezquino ni avaro. Nunca le alabaron en Villaverde por liberal y desprendido, elogio que fácilmente se consigue en mi querida ciudad natal, donde la generosidad y el desprendimiento no son virtudes muy al uso, antes solían tacharle de egoísta y codicioso. Pero sé muy bien, y muchos no lo ignoran, que no era duro de corazón, ni muy cerrado de bolsillo.

Cuando yo le conocí pasaba de los cincuenta y cinco, y las canas que brillaban entre sus rubios cabellos, como hebras de plata, lo decían muy claro. Afable con todos, cortés y comedido con cuantos le trataban, era, sin embargo, enemigo de andar en reuniones y corrillos, y tal vez por eso se pasaba en Santa Clara buena parte del año, y cuando residía en Villaverde no concurría a la tertulia de don Procopio ni al tresillo de mi querido amigo Quintín Porras.

—Mis negocios y mi casa —decía cuando le acusaban de huraño y retraído— aquí estoy a mis anchas, con mi familia, con los míos. ¿Los amigos? ¡Vengan, vengan, que serán bien recibidos!

Conoció desde luego el carácter de los villaverdinos, y quiso evitarse el andar en lenguas. Se comprende que no lo consiguiera, cosa difícil en aquella tierra, pues le trajeron y le llevaron de aquí para allá, durante varios meses; pero al fin le declararon huraño y orgulloso, y le dejaron en paz.

Sarmiento me contó muchas veces el origen de la fortuna del señor Fernández. A la muerte de sus padres quedó don Carlos muy niño, y nominalmente heredero de una fortuna, muy mermada y comprometida, que en manos de tutores y albaceas, perseguida por acreedores y legatarios, y tamizada por leguleyos y abogados, se volvió sal y agua en menos de diez años. Algo logró salvar el heredero, gracias a la habilidad de un jurisconsulto michoacano, y con ese pico, unos cuantos miles de duros, y a fuerza de inteligencia, de trabajo y de economías, el capitalillo fue en aumento hasta convertirse en una fortuna muy saneada y redonda, hecha contra viento y marea, en los días más desastrosos de la guerra civil. La tal fortuna consistía en fincas urbanas, y no de las manos muertas; en algunos capitales bien colocados y en la hacienda de Santa Clara, que don Carlos compró muy barata, casi en ruinas, y que él restauró y engrandeció allá por el 64, al advenimiento del régimen imperial.

Que don Carlos había padecido mucho en su juventud no cabía duda; él mismo contaba que se vió obligado a trabajar al lado de personas extrañas que le trataron mal; que más tarde tuvo un jefe que le estimó y le impartió franca protección, hasta que le fue dado ponerse al frente de sus propios negocios.

Y, cosa rara en personas que han padecido mucho en la mocedad, no se tornó misántropo, ni egoísta, ni se le agrió el carácter. Era, en cierto modo, desconfiado y receloso, digamos mejor, cauto. Difícilmente le engañaban. Experimentado, conocedor de la maldad humana y de las flaquezas del prójimo, poseía una cualidad rarísima en los que como él salieron victoriosos de los combates de la vida: no juzgaba de las gentes por las apariencias; a cada cual daba lo suyo; no creía en patentes virtudes, ni andaba a caza de vicios escondidos, y con pasmoso acierto descubría en los individuos defectos encubiertos y ocultas virtudes.

Era bueno, inteligente, franco, leal, desinteresado (que también en el rico cabe el interés) y se preciaba de urbano y atento; pero justo es decir que solía ser desdeñoso con las personas en quienes no hallaba corrección y buenos modales, y acaso el único camino por donde fuera fácil vencerle era el de la más exquisita pulcritud; todo lo perdonaba, los mayores defectos, los más grandes vicios, menos el trato burdo, la maledicencia y la mala crianza. De aquí que su conversación fuese por extremo grata, y de aquí las maneras irreprochables de él y de los suyos. La señora doña Gabriela me pareció siempre un simpático y elegante tipo de mujer. Fina y correcta como su esposo, elegante por naturaleza y educación, desdeñosa como él para con las gentes vulgares y ordinarias, la señora doña Gabriela poseía el rarísimo dón de hacerse amar de todos, sin que para ello empleara lisonjas y lagoterías. Lujosa sin ostentación, elegante sin pretender atraerse las miradas de los demás, fina sin charla zalamera, para todos tenía una palabra cariñosa. Había en ella algo o mucho de aquellas damas mexicanas, chapadas a la antigua, piadosas sin gazmoñería, caritativas sin parecer sensibleras, y en las cuales no podemos pensar sin imaginárnoslas vestidas de negro y veladas con rica y aristocrática mantilla. En doña Gabriela sólo una cosa merecía censura: su bondadosa tolerancia para con el pobre niño corcovado. Cierto es que la miserable condición de Pepillo, enfermizo y lisiado, explicaba muy bien los mimos y consentimientos de sus padres.

Muchas veces les oí decir dolorosamente:

—Si este niño tuviera salud y robustez como esos chiquitines que pasan por ahí… ¡aunque fuésemos tan pobres como un mendigo!

Pepillo era en aquella casa tristeza y dolor.

Gabriela, felicidad y alegría.

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