Angelina

Angelina


LVIII

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Oí que preguntaban por mí, dejé la pluma, me restregué los ojos y salí al corredor. Era Mauricio que volvía de Villaverde con la correspondencia.

—Tenga usted —dijo el mancebo, quitándose respetuosamente el jarano— ahí vienen dos cartas para usted. Me dieron una en la casa; la otra en el correo. Hablé con la señora… y vi a la enferma; yo creo que va muy de alivio porque estaba en la sala, sentadita en un sillón. Me pareció muy alegre. ¿No se ofrece nada? Dígale usted al amo que ya vine… ¡Estoy hecho un pato! Me cogió el aguacero al pasar por la garita. ¡Qué aguacero! ¡Que Dios lo mandaba! ¡El primero del año! ¡Vaya! Y ya lo necesitaban las tierras, que la seca ha sido buena, los pastos estaban amarillos, amarillos! ¡Se ha muerto más ganado! Me voy, don Rodolfo, que estoy chorreando agua, y tengo que desensillar…

Puse en la mesa de don Carlos el paquete de periódicos; volví a mi asiento; acabé los apuntes empezados, y en seguida leí mis cartas. Una era de cierto condiscípulo mío que solía escribirme de tiempo en tiempo, la otra de la tía Pepa que me decía:

Carmen va muy bien. Sarmiento viene todos los días y está contentísimo, porque la pobrecilla come y duerme a las mil maravillas. Ahora me ha confesado don Crisanto que en el último ataque vio a tu madrina muy mala, tan mala que poco faltó para que la mandara disponer. La Virgen me ha hecho el milagro; se lo pedí de todo corazón, y le ofrecí unos ramilletes. Recibí el dinero. Gracias, hijito. Dios te lo pague. Eres muy bueno con nosotras. ¿Por qué mandaste todo el sueldo y nada guardaste para ti? Andrés dice que nada le debes y nada quiso recibir. Dios lo ayudará siempre porque es muy bueno y muy agradecido! Del dinero he tomado para los avíos de los ramilletes de la Virgen. Tú pondrás el dinero que necesite y yo el trabajo, porque la promesa la hice por los dos, por ti y por mí. Angelina no ha escrito. No ha venido el mozo en toda la semana, y por acá estamos con mucho cuidado, temiendo que el Padre siga malo. El trabajo de la Semana Santa es pesadísimo. Figúrate que el Padre tiene que hacerlo todo. Yo estoy temiendo que siga malo; pero me tranquiliza la idea de que a ser así ya hubieran venido por Sarmiento, que es el médico de allá, aunque quién sabe si, por estar más cerca, llamarían a alguno de Pluviosilla. Hay allá uno que acaba de recibirse y dicen que ha hecho curas muy buenas. Lo que sí me disgusta es que Angelina no escriba, ni siquiera para saber de la salud de tu madrina. El domingo me puso cuatro letras, pero nada me dice para ti. Si hay carta te la mandaré con el muchacho. Ya sé que eres muy impaciente.

Saluda de nuestra parte a doña Gabriela, a Gabrielita y a don Carlos, y diles que deseamos que el niño esté mejorcito.

Me dio un vuelco el corazón; no pensé en el padre Herrera, ni en que estuviera enfermo. Me asaltó el presentimiento de que Linilla no escribía por alguna otra causa, y, a decir verdad, me creía yo culpable, y me pareció que Angelina adivinaba que la señorita Gabriela le robaba mi amor.

Linilla no me quiere; Linilla no me ama; Linilla desea olvidarme —pensaba yo—. Y entonces ¡oh miseria del corazón humano! la pobre niña ocupó mi pensamiento, y cuando me encontré con Gabriela a la entrada del comedor me pareció que era otra mujer, otra joven cualquiera que ni me causaba interés ni era simpática para mí. Durante la cena hablé de Angelina, de su belleza, de la dulzura de su carácter, de su discreción, de sus habilidades y de lo mucho que todos la queríamos en casa. Gabriela acogió los elogios muy contenta, y repitió con entusiasmo cuanto yo decía. Se trató del padre Herrera, y don Carlos dijo que era muy digno de ocupar los puestos más elevados en la diócesis; que merecía ser obispo y que su extremada modestia le tenía relegado en la Sierra, en un pueblo remoto que era como una Tebaida.

Después fuimos a la sala.

—Gabriela —dijo don Carlos— ¡siéntate al piano y tócanos algo!

Obedeció la señorita, y durante una hora, hasta las once, estuvo tocando cuanto sabía que era del agrado de su padre.

Me puse a leer los periódicos; pero ni oía yo la música ni me enteraba yo de las noticias. Mi pensamiento, y mi alma estaban en otra parte. Me sentía yo satisfecho de mí. La conversación acerca de Linilla había sido, a mi ver, como una prueba de fidelidad, como una manifestación pública de mi amor. Linilla estaría contenta; el corazón le diría que su Rodolfo no amaba a otra; que su Rodolfo vivía sólo para ella; que su Rodolfo es incapaz de olvidarla. La idea de que Linilla dejase de quererme me llenaba de espanto, y me prometía yo serle fiel hasta más allá de la tumba. La idea de que podía yo perder a Linilla me perseguía de tal modo, y de tal modo me asediaba, que hubiera yo querido volar en busca de la joven para decirle:

—Linilla ¡perdóname, perdóname! ¡He faltado a mis promesas! Te he olvidado un instante ¡pero un instante nada más! ¡Por piedad! ¡No me niegues tu cariño!… Mira que sólo vivo para ti, ¡para ti Linilla mía!

No paré mientes en la música. Cuando dejó de sonar el piano advertí que Gabriela estaba cerca de mí.

—¡Qué de noticias interesantes traerán los periódicos, Rodolfo, cuando abismado en la lectura no ha oído usted la sonata aquella!…

No supe cómo disculparme; murmuré torpes excusas, alabé una pieza que no había yo escuchado y me levanté para despedirme.

Habló don Carlos de Villaverde, del día de la Cruz, del paseo en la Alameda y en la colina del Escobillar, y de la fiesta del Cinco de Mayo. Dijo la señora que Pepillo deseaba pasar ese día en Villaverde, se resolvió darle gusto, y la salida quedó acordada para el día siguiente.

En los momentos de retirarnos me detuvo don Carlos:

—El día cinco le esperamos a usted. Verá usted a sus tías, comerá con nosotros. En la Plaza es la fiesta, y sin salir a la calle lo veremos todo: el paseo cívico y los fuegos… ¡que será cuanto habrá que ver!

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