Angelina

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XLVI

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XLVI

Rara vez salía yo de casa, y sólo para visitar a don Román. Me pasaba yo la mañana en mi cuarto y la tarde en el jardincillo, entregado a mis poetas favoritos.

—¿Qué libro lees ahora? —solía preguntarme el «pomposísimo», cuando iba yo a verle—. ¿Lamartine? ¿Victor Hugo? ¿Novelitas de Dumas?

Contestaba yo afirmativamente y el buen anciano hacía un gesto, gruñía, y agregaba mohíno:

—¡Uf! No, niño; no pierdas el tiempo. ¡Los clásicos! ¡Los grandes autores del siglo de Augusto! Virgilio… ¡el dulce Virgilio! Horacio… Y si no tienes muy firmes tus latines, los clásicos españoles… Fray Luis de León, Herrera… Déjate de los románticos; son intemperantes y monstruosos… ¿Qué ha dicho Victor Hugo que no esté superado por los poetas latinos? ¿En qué han sobrepujado él y tu Zorrilla, tu gran Zorrilla, a Lope y a Calderón? Vamos, muchacho ¿quieres tener buen gusto? Pues deja de la mano esos mamarrachos. Si tú, a quien yo inicié en las grandes bellezas de la literatura clásica, gustas de las novedades esas ¿qué harán los discípulos de Venegas y Ocaña? ¡Así anda todo! ¡Así andan las letras patrias!… ¡Por eso ya no hay Carpios ni Pesados!

Pero yo no escuchaba los consejos de don Román y repasaba las páginas más elocuentes de Chateaubriand, los versos más dulces de Lamartine, y me aprendí de memoria las mejores escenas del Hernani, en una colección de comedias, traducidas por no sé quién. Aún recuerdo algo del célebre drama romántico, aquello de doña Sol a Carlos V:

Callad, que me avergonzáis…

Don Carlos, entre los dos

todo amorío es locura…

Mi padre su sangre pura

vertió en la guerra por vos,

y yo, que airada os escucho,

soy, pese a furor tan loco,

para esposa vuestra, poco,

para dama vuestra, ¡mucho!

Desdeñaba los libros clásicos y me engolfaba en el piélago anchuroso de la literatura romántica. Andrés compró cierto día, en su tienda de La Legalidad, un tercio de papeles viejos, entre los cuales hallé folletines, libros, folletos, entregas y tomos de La Cruz, que me apresuré a recoger. Entonces leí buena parte de El fistol del Diablo; devoré las novelitas de Florencio del Castillo, y en dos días me eché al colecto los dos tomos de La Guerra de Treinta Años, de Fernando Orozco, el más intencionado de nuestros novelistas.

¡Qué impresión tan penosa me causó ese libro! Me llenó de tristeza y lastimó cruelmente mi corazón. No pude más: tiré el volumen, cogí el sombrero y me lancé a la calle.

Hermosa tarde primaveral, dorada, luminosa… Me dirigí hacia la colina y subí hasta mi sitio predilecto.

El cielo sin nubes ni celajes parecía una bóveda de cristal cerúleo. Las arboledas, frescas y reverdecidas, hacían gala de su flamante veste, y en las dehesas y en los collados flotaba una misteriosa claridad rosada. Medio valle gozaba aún de los últimos esplendores del día, y allá detrás de la iglesia de San Juan, a espaldas de un molino, medio escondido entre los platanares y los «izotes», en la curva más ancha y despejada del Pedregoso, los últimos rayos del sol trazaban una estela de plata, que partía de un foco esplendoroso, cuyas poderosas irradiaciones lastimaron mis pupilas.

La ciudad estaba como envuelta en una gasa de oro, y hacia el oriente se perfilaban las cimas de los montes, el pico de los Otates, y los crestones de Mata Espesa, sobre un fondo verdoso de suaves tintas opalinas. Del lado del poniente fingían las nubes ardiente cordillera, un abismo de llamas, entre las cuales se ocultaba el sol. En Villaverde, lo mismo que en Pluviosilla, esos crepúsculos de fuego son anuncio seguro de caluroso día; anuncian el sur, el viento abrasador que caldea la atmósfera y calcina la tierra.

Llegaban hasta mí las voces de los transeúntes que atravesaban la Alameda, o iban a lo largo del ancho camino carretero orillado de fresnos. El grato vientecillo nocturno acariciaba mi frente con sus perfumados besos.

Aún brillaban en la Sierra los últimos reflejos del día, y mientras subían del valle los mil rumores de la naturaleza adormecida, las voces del río y el canto de los pájaros, me puse a contemplar el magnífico cuadro que tenía yo delante.

Las sombras invadían poco a poco la ciudad. Bajaban de las montañas; surgían de los barrancos; salían de los bosques; corrían por las llanuras y se precipitaban en tropel por los callejones. Tímidas y cautelosas se detenían allí, un instante nada más, y luego avanzaban presurosas hacia la plaza. Brilló en el río la última ráfaga de luz; la verdosa claridad del aire se tornó en un vago reflejo de color de violeta, ennegrecióse el valle, y llegó la noche.

—Así —pensaba yo— así se van las alegres ilusiones, así se desvanecen las más risueñas esperanzas. La vida es un perpetuo dolor. Lo pasado nos entristece con el recuerdo del bien perdido; en lo presente no encontramos la dicha; lo porvenir nos llena de espanto…

¿Será cierto que el dolor es el triste patrimonio de la mísera humanidad? ¿Será cierto que no es posible la realización de nuestros más nobles deseos? Malógrense norabuena los planes del malvado; disípense como la niebla los proyectos del perverso; pero ¿por qué han de ser inútiles y vanos todos los pensamientos generosos, todas las desinteresadas aspiraciones de la juventud? ¿Será cierto que la maldad nos acecha por todas partes? ¿Será verdad que el vicio se disfraza con el blanco traje de la virtud, y que la flor más bella está comida de gusanos? ¿Si es una verdadera miseria vivir en la tierra, no es mejor morir cuando no hemos probado aún las amarguras de la vida?

Me di a pensar en mi suerte. Me vi solo en el mundo, sin padres, sin parientes, sin amigos. ¿Quiénes me amaban? Dos ancianas que estaban, sin duda, a orillas del sepulcro; un pobre médico, rendido al peso de los años; un buen servidor; un maestro de escuela, enfermo y miserable; una niña desgraciada, huérfana, condenada a padecer. La desdicha y el infortunio nos habían juntado, y serían siempre nuestros compañeros…

A veces me sentía dichoso, feliz; aleteaban en mi alma las mariposillas de la ilusión; me sonreía la esperanza, y soñaba yo con auroras primaverales y venturosos días. Y ¿qué era todo eso? Delirios, fantasías, locuras de muchacho que no sabe nada de la vida. ¡Ah! Si me fuera dable matar en mí esta voluntad, siempre activa, siempre inquieta… No buscar la felicidad, huir del dolor…

Entregado a estas ideas pasé largo rato, cerrados los ojos, de codos en la roca, oculto el rostro entre las manos. Había oscurecido y era preciso volver a la ciudad. El caserío estaba iluminado y el firmamento tachonado de luceros. Un fulgor de plata inundaba el horizonte, y allá, tras los picachos de la Sierra, surgía la luna llena, espléndida y magnífica.

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