Angelica

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Tercera parte » Capítulo 14

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Capítulo 14

 

A

l principio Joseph había tardado en observar la progresiva degradación de la persona de Constance, la diaria, infinitesimal acumulación de cambios en su rostro y su humor. Pero ahora, en una sola semana, un carnaval de caos había desplegado sus tiendas de campaña y trompetas en su hogar. Él apenas podía permanecer firme bajo aquellos furiosos vientos, sentía que tenía que fijarlo todo en su lugar para que no fuera barrido: los recuerdos, los muebles, su hija, su esposa, él mismo. En los pocos días desde que había enviado a Angelica fuera del jardín familiar, la situación había llegado a parecer irreparable y no obstante bastante risible. Era incapaz de explicárselo completamente, incluso a Harry. El tema parecía inabordable por su misma magnitud. Seleccionar y subrayar el más simple detalle —Constance tenía miedo de la oscuridad, o se despertaba en mitad de la noche, o imaginaba demonios flotantes, o le desafiaba histérica y violentamente— era al mismo tiempo una exageración y una subestimación, incluso no pertinente, por no decir autoacusatoria (porque él había permitido ese miedo, ese insomnio, esa desobediencia).

Se sentó ante el doctor Douglas Miles y fue incapaz de hablar; hubiera cambiado la sala de consulta por un campo de batalla, por no tener que decir una palabra. No podía mirar al especialista a los ojos, pero se permitió extasiarse ante un enorme ficus que bloqueaba la luz que penetraba por el ventanal, sus hojas verdes y amarillas, gruesas y cubiertas de surcos, que brotaban de unos tallos tan gruesos como su muñeca, un trozo de jungla atrapado en ese apartamento de una segunda planta en Cavendish Square.

—Diga usted. —La vieja cara del doctor Miles colgaba pesadamente de su cráneo como una bola suspendida de un palo—. Diga, diga. El tiempo gastado no se recupera, señor.

Joseph hizo una detallada descripción de la incapacidad de la mujer por aceptar que la niña fuera enviada a su propia habitación, su costumbre de vagar por los pasillos a todas horas de la noche, sus incesantes temores por la niña, sus llantos sin motivo, el terror que sentía ante su marido, sus malsanas ideas —que si los asesinos rebeldes en el extranjero—, el disgusto que mostraba ante el trabajo de su marido, sus sospechas sobre él, su continua mención de los fantasmas que rodeaban la cama de la niña. Perdió la noción del rato que estuvo hablando, y aceptó el ofrecimiento de una copa de jerez del doctor Miles cuando terminó con un ataque de tos, nuevamente asombrado por su aparente falta de todo autocontrol.

—Hace falta un cuchillo para diseccionar una mente ida —observó el doctor Miles, con su papada colgándole—. ¿Qué es lo que la infecta? ¿Cuál es la raíz de su comportamiento?

—Tengo mis propios fallos —admitió Joseph, enojado por ser reconocido tan rápidamente en su justo valor—. Quizás mis apetitos...

—No se preocupe por sus pecadillos, señor —se burló el médico—. No está usted en discusión aquí.

—He decidido procurar que nuestra hija sea educada según su condición social y talento.

—Tonterías. Eso difícilmente constituye un motivo de locura. De celos, quizás, en algunas mujeres, de resistencia, desobediencia. Pero usted habla de un estado de ánimo bajo, nervios destrozados, hastío, neurastenia y alucinaciones.

El médico iba contando los síntomas con sus frágiles dedos, y éstos se doblaron casi hasta romperse.

—Mi esposa es incapaz de tener otro hijo, y tiene miedo... de forma poco natural... Ha tomado casi literalmente las advertencias de los médicos. Tiene miedo, histéricamente, sabe usted.

—No, no lo sé. Hable claro, ¿quiere?

Joseph se esforzó por hacer una adecuada descripción de sus relaciones maritales, pero lo cierto es que acabó confesando, con embarazo:

—Temo que está intrigando para volver a la niña contra mí. Aunque quizás aquí tengo mi parte de culpa, porque he sido impetuoso en mi... Mi mujer procede de un entorno diferente... se educó en una institución benéfica, sabe...

—Lo entiendo, señor. Lo entiendo de veras. Hay razones —biológicas y necesarias— para la manera en que una sociedad se organiza, como ahora está usted aprendiendo a su costa y para su desventaja. ¿Se muestra ella, en esta reciente crisis, menos obediente?

Joseph confesó que últimamente era incapaz de ejercer mucha influencia.

—¿Ejercer mucha influencia? ¿Cuán a menudo se ve usted obligado a usar un castigo físico?

—Nunca he visto la necesidad.

El doctor Miles se quedó brevemente asombrado, y luego visiblemente irritado.

—Sus preferencias no están en cuestión aquí, señor —dijo finalmente—. Usted está hablando de un manifiesto desequilibrio psíquico. Debo aclararle que usted ha alentado ese desequilibrio. Los humores de las mujeres son la locura en miniatura, Mr. Barton. La ciencia lo ha demostrado categóricamente. A la inversa, la locura en las mujeres es una magnificación de los humores que normalmente tienen en su repertorio, una magnificación permitida por ellas mismas y por los incapaces de sus amos y señores. Son, por norma —y no pretendo hablar de su mujer con una completa autoridad todavía—, pero, por norma, son una sustancia volátil que requiere una cuidadosa gestión durante la época adulta como en la juventud. Ha dicho que tiene una niña, ¿no? Bueno, maldita sea, si castiga usted a una puede castigar a la otra, y su deber es el mismo con ambas.

Joseph no podía confesar que jamás había pegado a Angelica. Se sentía últimamente más afectuoso hacia ella que hacia la madre.

—La lealtad y ternura de las mujeres es un producto de su sistema glandular, Mr. Barton. Simple anatomía, como usted debe de saber. Es usted un hombre de ciencia, ¿no es así? Un fallo más o menos prolongado en la acostumbrada lealtad y ternura —lo cual es un razonable resumen de su queja— puede surgir por un agotamiento de ese mismísimo sistema glandular. Quiero decir que la ciencia está sumamente cerca de descubrir la verdadera naturaleza material del carácter. Y yo le sugeriría a usted que los problemas con que usted se enfrenta son el resultado de su negligencia en controlar los primeros síntomas de la merma glandular de su esposa. No se trata de un trastorno poco corriente cuando la mujer envejece. Bien podría ser que este deterioro de la personalidad femenina en el período que va de los treinta y cinco a los cuarenta años, después de unos quince o veinte años de matrimonio, sea una ilustración del modelo de Darwin. Puede ser que esa «devenustación», ese embrutecimiento, tanto de la belleza física como del encanto y el carácter, aparezca precisamente para desalentar la fecundidad a una edad avanzada, la cual, como la selección ha demostrado ampliamente, produce una descendencia inadecuada.

»Como usted ha permitido que esta crisis se encone más allá de lo razonable, una vez traspasado el punto de un tratamiento fácil, su reafirmación del control será bastante difícil. Me preocupa sumamente su creencia de que los espíritus están dañando a la niña. Ella puede representar un peligro para sí misma, o para su hija, quizás incluso para usted. Se está usted riendo.

Joseph no se había estado riendo en absoluto, no sabía que el humor hubiera entrado en esta conversación.

—Le recomendaría que no se tome a la ligera esta cuestión. Sabe usted, me acuerdo —continuó el viejo y apergaminado doctor, mientras se frotaba vigorosamente las estribaciones de su nariz, como para cerciorarse de su solidez—, de un individuo que conocí, que amaba a su mujer excesivamente. Jamás se cansaba de hacer cosas por ella. Gastaba dinero en la mujer como si ésta fuera un gigoló italiano que había que mantener. La vestía con las ropas más elegantes y nuevas, llenaba la casa por las tardes con todas las chucherías a las que echaba el ojo por las mañanas. Cada noche daba un festino con la mejor compañía. Todo para agradarla y exhibirla. Decía que era la más grande Helena de su época a cualquiera que quisiera escucharlo.

»Una noche fui a cenar a casa de este individuo, y conocí a la dama en cuestión. También yo quedé deslumbrado, pero sólo en el sentido de que nunca había visto a una mujer tan sorprendentemente carente de atractivo. Espantosa. ¡Y su conversación! Como un negro sudario que cayera sobre tu espíritu. Yo ciertamente no sustentaba el punto de vista minoritario, pues estaba escrito en cada rostro de todos los comensales. Excepto, por supuesto, en el del marido. Miraba a su mujer con un embarazoso fervor. Su más insípido comentario, su menos gracioso lapsus... era calurosamente acogido por él. El hombre estaba loco. ¿O deberíamos llamarlo amor, como a las damas les gusta hacer? Las muchachas sueñan con un hombre que sonría ante cada uno de sus múltiples fallos como si fueran las facetas de una joya. Pero ¿cómo explicar la presencia de aquellas multitudes en sus múltiples soirées? Porque la suya era la mesa más solicitada de Londres. No podía haber sido por el placer de contemplar a su espantosa amada. Bueno, lo comprendí al probar por primera vez la sopa. Nunca había saboreado la obra de un genio semejante en mi vida. ¡Qué chef tenía aquel hombre trabajando duramente en la trastienda! El anfitrión imagina una mesa llena de personas que admiran a su recién casada, cuando no se trata de otra cosa que de anhelar su mesa y la ausencia de la mujer. Me llegué hasta la cocina y abordé al maestro. “Estaba sólo buscando el retrete”, dije, con la única intención de saber algo más sobre aquel Michelangelo. “Unas viandas exquisitas.”

”De paso, dígame cómo se llama usted, señor.” Él estaba completamente preparado para no decir nada. Cruzó por mi mente la idea de que el marido le había cortado la lengua al chef. Detrás de mí se alzó la voz de mi anfitrión, y sus manos se posaron sobre mi hombro: “¡Doctor Miles! ¡Si está usted tan confundido como para pensar que esto es el retrete, entonces me pregunto sobre el valor de su consejo médico!” Una jovial carcajada, y mi anfitrión me encamina hacia mi aparente meta, alejándome de mi secreto deseo. ¿Ve usted? Él sabía que el atractivo de su entretenimiento era la comida, no su horrorosa esposa. O simplemente hacía que la comida sirviera de imán para su fría audiencia, para representar ante ellos su amor por la mujer que tenía a su lado. Una extraña demostración, reconocerá usted, especialmente cuando uno se entera de que —la misma noche que yo fui un invitado allí— ella asesinó a su marido en su lecho con una violencia que uno esperaría sólo de un furioso mongol de constitución particularmente irritable. Un horror, sí, después de todo lo que él había hecho por ella, de lo que le había demostrado, especialmente tratándose de una mujer de tan poco atractivo. Se nota su impaciencia, señor. Por favor, atiéndame un momento más.

»La mujer compareció ante la ley. ¿Su defensa, Barton? Aquel consagrado marido, aquel devoto príncipe de las artes maritales era... ¿se lo imagina usted? Había sido asesinado en su lecho por su desangelada esposa porque él la había estado vendiendo al ejército del Zar, noche tras noche, durante años. ¿Me sigue usted? Estaba loca, Barton, tan loca como el caso más claro de los que he visto en mi vida. Se levantó ante el tribunal y explicó detalladamente las acciones de los soldados rusos, a los que llamaba por sus grotescos nombres uno tras otro: Polawosky, Ivanovanovna, Belliniovitschskiovitch. Describió lo que cada soldado le había hecho con los más repelentes y perversos detalles, hasta que el juez despejó la sala de todo el mundo excepto de los abogados y el médico asesor, yo. Su historia era firme y consistente hasta el último detalle. Cada noche, su marido introducía a uno o más soldados rusos en su habitación, dejándoles que hicieran lo que les diera la gana con ella, de alguna horrorosa manera desconocida fuera de la estepa siberiana. ¡Cuántos detalles! La historia, las preferencias, las maneras, la apariencia de cada soldado... Nunca se contradijo, y suplicó al tribunal que la protegiera. Vladimirawiskypiskyovich, un cosaco, la tomaba como si fuera un león y exigía que ronroneara para él y lo llamara el favorito de la Zarina; llevaba su plateado cabello muy corto, casi a ras del cráneo, porque así es como su padre lo había llevado, y porque su color resaltaba bellamente contra el cuello azul de su guerrera de dragón (ella tenía que reconocerlo), guerrera que él conservaba en un estado tan elegante gracias a un criado ciego al que había rescatado de una muerte cierta a manos de unos bandidos magiares. Wallarmirsky no decía nada en absoluto, pero lloraba copiosamente durante el acto, lo cual ella podía comprender muy bien, teniendo en cuenta sus penas, pero de ningún modo eso suavizaba su odio hacia él, considerando su posición. Y así sucesivamente. Bueno, la ley es clara: ella no podía ser tratada como una criminal. Aunque uno pudiera sentir compasión por el hombre asesinado, ella fue enviada al asilo de Fairleigh.

Joseph, tratando de sacar algún paralelismo de esta historia sin interés, o de reír si eso era lo que se requería, intentaba hacer una pregunta, que, debido a su fisonomía y a la excitación del doctor Miles, fue tomada como signo de impaciencia, rasgo que el doctor Miles no toleraba en aquellos a los que él tenía la bondad de recibir en consulta.

—Aguarde un momento todavía, señor. Me ha pedido usted mi consejo. Así se marchó ella, contentísima con la decisión del tribunal, convencida de que estaba siendo colocada bajo protección real. Sólo que entonces los agentes de la Corona descubrieron otro armario en la cámara del hombre asesinado, abierto en la pared, oculto detrás de su corriente armario de la ropa. Mr. Barton, ¿se imagina usted lo que encontraron allí? ¿No? Cuatro uniformes del ejército ruso, de diferentes regimientos, pero todos de la misma talla... La del hombre asesinado, naturalmente. Había estado jugando a un juego cruel con su poco atractiva, y por tanto plácida, esposa; el hogar de un hombre es su castillo, no se había causado daño, pero ella estaba cada vez más confundida y creía que el juego era real. O quizás era una astuta asesina y estaba ahora utilizando su inofensivo pasatiempo como una excusa para fingir locura, salvándose así del patíbulo. Confieso que yo mismo no estaba seguro. ¡Vaya, Barton! ¿Se está usted ruborizando? Que vacile al hablar sobre su propio estado marital, lo puedo comprender, pero, señor, estamos sólo rascando la superficie. Este cuidado jardín que nosotros estamos encantados de llamar «el matrimonio inglés» es una jungla subterránea con algunas delicadas florecillas en la superficie. Seguramente leerá usted más cosas relativas a la nueva ciencia que yo, por lo que debe de saber lo que nuestros antepasados eran capaces de hacer, arriba en los árboles. Más parecidos a los españoles que a los ingleses, pero ahí está. Todos estuvimos en ese árbol una vez, y muchos aún lo están.

»La viudedad dictaba que la casa pasara a la esposa, pero si ella iba a ser mantenida en custodia indefinidamente, entonces pertenecía a la hermana soltera del asesinado, y ésta estaba ansiosa por recoger su recompensa. En el escritorio del muerto, la hermana encontró una carta, firmada por la esposa de su puño y letra, fechada unos tres años antes y dirigida al Zar de Rusia. Nuestra Señora X informaba a Su Eslava Majestad, Zar de Todas las Rusias, que si sus soldados hubieran de venir alguna vez a Londres y estuvieran necesitados de refrigerio o de compañía femenina, ella era su devota servidora, mientras esto no violara la confianza depositada en ella por su prima, Victoria. ¿Había escrito ella esto para su marido como un elemento de su inocente teatro conyugal? ¿O era un síntoma de su locura, cruelmente explotada por el sátiro de su esposo?

«Cuando le pedí a la desgraciada mujer que explicara el documento, ella insistió en que nunca había tenido intención de cometer traición, que yo debía explicar esto a los caballeros del servicio secreto de la Reina. Durante sus semanas en Fairleigh, ella no se había deteriorado en su aspecto o sus modales, como les pasa a muchos en aquel lugar, pero por otra parte, tal como he mencionado, ella había empezado bastante abajo. “Mi marido me obligó a hacer esa invitación al Zar”, insistía ella.

«Estábamos paseando por el parque que rodeaba el asilo, y yo estaba convencido de que ella se creía su historia, de que estaba loca. La dejé en su lastimoso estado, regresé a esta misma habitación y encontré esperándome nada menos que a aquel mágico chef de cuisine del trágico hogar, un rumano llamado Radulescu. Era como si un ángel de los cielos hubiera bajado a mi vida. Lo contraté inmediatamente como jefe de mi cocina, y allí reina hasta el día de hoy, en la misma secuestrada seguridad de la que gozaba en su anterior empleo. Recuerdo su milagrosa aparición como uno de los días grandes de mi vida. —El doctor Miles bajó sus protuberantes y amarillos párpados—. Anoche, completó su actuación con una tarta de membrillo, una nube de grumosa crema de la cual asomaba un cruasán de tan insuperable suculencia que uno podría haber llorado, como los peregrinos católicos hacen ante una famosa pietà.

»Sí, había venido a mí en busca de empleo, ya que la hermana del muerto no era de su agrado, y él deseaba escapar de aquella casa, cuyos recuerdos lo trastornaban. “La esposa es una mujer asquerosa”, dijo él. Con frecuencia había intentado seducir a mi chef, a menudo a la vista de su marido, y era en muchos otros aspectos extremadamente cruel. Le pregunté a Radulescu si estaba seguro de eso, porque, con franqueza, como él es un extranjero, podría haber visto seducción donde sólo había bondad hacia los sirvientes, algo desconocido en su tierra. “¿Seguro? —replicó él absolutamente imperturbable—. Era totalmente claro. El marido no le gustaba.” Radulescu describió su hogar con un marido demasiado amable que no hacía otra cosa que atender todos los caprichos de una mujer de carácter disoluto e innata crueldad. ¿Y por qué asesinarlo? El chef dijo: “Porque él la encontró con uno de sus rusos.”—Yo creía que era el marido el que se vestía como los rusos...

—Lo mismo que yo. Mi chef me juró que al hombre de la casa, pese a la plenitud de su entrega hacia su dama, se le privaba de su cama, e incluso en aquellas ocasiones en que conseguía tener acceso, era en vano, porque, una noche en la cocina, bajo la influencia de algún coñac rumano el marido le reconoció al simpático Radulescu que era incapaz de conseguir siquiera «la potencia de una oveja anciana». Un proverbio rumano, al parecer. ¿Y aquellos rusos? Eran jóvenes reclutados y servidos por el hermano de la doncella de la señora, por lo que ambos hermanos eran recompensados ricamente gracias al excesivo dinero que el pobre marido le daba a su esposa para sus gastos. Debieron de ser unos servicios muy ricamente recompensados, pues no pudieron ser hallados después del asesinato.

La historia no terminaba aquí, sino que daba al menos tres vueltas más hasta que Joseph perdió toda pista de quién había sido culpable, loco o merecedor de sus simpatías. Con los testimonios de cada nuevo personaje (un criado de origen ruso, el sastre londinense responsable de los uniformes rusos, un secretario de la misión diplomática rusa, un escocés que se hacía pasar por comerciante japonés), los significados, tanto del asesinato como del matrimonio, cambiaban, y la culpa saltaba de unos hombros a otros, emprendiendo el vuelo en cuanto sus garras habían tocado suelo.

Cuando Miles parecía finalmente haber llegado al término de su recital —Joseph retuvo su lengua durante unos momentos para asegurarse de que no iban a aparecer nuevos testigos capaces de replantear todo lo que había ocurrido—, Joseph reconoció su total confusión.

—Ahora, creo que está usted empezando a ver el problema, señor —replicó Miles—. Soy más bien de la opinión, basada en la descripción de su esposa, de que ella se está acercando a una crisis. Será necesario tomar una determinación, pero no puedo, sin hablar con ella directamente, ordenar su internamiento.

¿Internamiento? Eso era ir mucho más lejos de lo que pretendía Joseph. No recordaba haber tenido ninguna intención de hacer que la internaran. Había venido medio irritado y herido en su amour propre, sin pensar muy claramente qué implicaban sus quejas sobre el comportamiento de la mujer, o qué responsabilidades se derivarían de confiárselas a un médico.

—En Fairleigh, ella podría encontrar algún respiro a sus problemas y recuperarse felizmente. Pero, por ahora, no consienta sus temores. Reitere su intento de educar a la niña. Sea bueno, pero firme, mucho más firme de lo que ha sido hasta la fecha. Y, por el amor de Dios, manténgase vigilante, señor. En el instante en que crea usted que puede causarse daño a sí misma o a la niña, habrá que tomar medidas.

Resultaba difícil no ver a su esposa y su hogar (y a él mismo) a través de los ojos del doctor Miles, y entonces imposible no encontrar la visión lamentablemente vergonzosa. Aquella noche ella comió y le sirvió a él con una servil y curiosa cortesía, como si supiera que su comportamiento había conseguido llamar la atención de una experta autoridad, o quizás Joseph, bajo la influencia del doctor Miles, parecía un hombre al que no había que desobedecer. Charlaron de naderías, luego solícitamente ella le preguntó por sus necesidades con un interés que no había demostrado en meses, quizás más. Él le dijo que iba a ser enviado a una importante misión a York el lunes, y ella se mostró entusiasmada por él y por el trabajo que tanto la había enfermado sólo unos días antes. Él era aparentemente el perfecto dueño de ella y de su casa, exactamente tal como deseaba, pero, en ese momento de triunfo, apenas poseía la energía para replicar, apenas siquiera con las fuerzas para levantarse de su silla. Se puso de pie vacilante. El vino le había afectado más de lo que creía, sin duda debido a que su conversación con el doctor Miles le había afectado mucho. Miró a la durmiente niña. La besó en el cuello. Podría haberse quedado dormido al lado de ella en la camita, pero Angelica apestaba tan profundamente a ajo que se echó para atrás, apenas desvelado lo suficiente para arrastrarse hasta su propio dormitorio.

 

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