Angelica

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Tercera parte » Capítulo 16

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Capítulo 16

 

S

e despertó temprano. Ella dormía. Sobre la brillante superficie taraceada del mueble situado fuera de la habitación de Angelica observó una sombra. La tocó y se lamió el dedo. Constance había sangrado sobre él la noche anterior. Abrió un cajón en busca de un trapo para quitar la mancha, y descubrió que el rastro de color bermellón continuaba, bajando a través de varias capas de crujiente ropa blanca hasta el fondo de una caja de cartón con la etiqueta de «Arenques de McMichael», dentro de la cual había dos frasquitos del mismo cristal de color azul que él había extraído de la carne de Angelica. La caja también escondía ramilletes de hierbas, crucifijos de hojalata, botecitos de polvos blancos y verdes, y un cuchillo, su mango de hueso manchado del mismo tono bermellón que lo había llevado hasta él. Éste era el resultado de la femenina vacilación y los escrúpulos mostrados por él.

Sorprendió a Nora en la cocina.

—¿Qué mujer gorda visitó la casa en mi ausencia?

Ella no fingió ignorancia durante mucho rato ya que las consecuencias de sus mentiras estaban dolorosamente claras. Joseph se sorprendió a sí mismo ante la ferocidad con que interrogó a la muchacha irlandesa y el profundo placer que eso le producía. Disfrutó de la rapidez con que quebrantó a la joven y restableció la diferencia de su posición.

—Sólo tonterías, una dama con conocimientos espiritistas —empezó a decir Nora, pero la cosa no acabó hasta que él se enteró de que su mujer había estado envenenando su comida—. Yo traté de detenerla, señor, pero ella dijo que sólo eran sales. —Nora lanzó un gemido cuando él le retorció la muñeca.

—¡Papá! ¡Eres el primero! —dijo Angelica cuando él se levantó para recoger a su hija herida. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le besó las mejillas—. Así es como estaremos cuando yo sea tu esposa. —Joseph la llevó arriba y, con ella en su regazo, contempló cómo dormía Constance.

Cuando, poco después, se abrieron los ojos de ésta, su plácida expresión al despertar fue inmediatamente sustituida por el odio y el miedo. Empezó a soltar mentiras y se marchó rápidamente a consultar con su derrotada aliada escaleras abajo. Él le dio tiempo; seguía esperando, a pesar de todo esto, que ella no intentara engañarlo más, que le pediría perdón. Sus pesados ojos querían cerrarse, dormir y olvidarlo todo en el sueño. Pero, ay, cuando la siguió, tuvo que presenciar una inútil representación.

—La niña se ha herido con algo tuyo, Nora —recitaba la irritada ama—. Realiza tu trabajo más cuidadosamente, Nora, si es que lo aprecias.

—Nora —dijo su nada impresionado auditorio—, la señora no se encuentra bien. Necesita descansar. Hoy le proporcionarás paz y soledad. Nada de visitas.

¿Qué estaría sintiendo ese hombre, me pregunto, cuando se dirigía, a pie o en coche, impacientemente o de mala gana, otra vez a la consulta del doctor Miles? Sospecho que ya no sufría más angustia por la pérdida de su esposa. No tendría que llevar más luto. Llevaba despidiéndose de ella muchos años; la había perdido hacía mucho, eso si es que realmente la había poseído alguna vez. Ella le había tendido esta trampa, había preparado su mortífero mecanismo, años atrás, tal vez incluso —lo más traicionero de todo— antes de haberlo conocido siquiera.

No. Creo que mi padre no sentía ninguna pena cuando puso sus pies en Cavendish Square, sino que lo empujaba una vigorizante ira, que le trasmitía decisión. Pienso que no era imposible que se sintiera aliviado, incluso feliz. No habría ningún escándalo, sino que él sería el indiscutible dueño de su hogar y el padre de su hija. Mandaría a su hija a un colegio para que la educaran. Cenarían el uno junto al otro. Bajo su control, ella se convertiría en su más perfecta compañía. Quizás Constance regresaría al cabo de unas semanas o meses, restablecida a su estado anterior. O no.

Por supuesto, pensó él, cuando se encontraba ante el edificio del doctor Miles, contemplando la escultura de bronce de tamaño natural de Perseo en el jardín, que agarraba por su serpentino cabello la cabeza de la Medusa, por supuesto, uno no podía evadirse de la vergüenza que como hombre le correspondía en este asunto. Si la mujer sufría un debilitamiento de la razón, una enfermedad del alma, no podía, en definitiva, ser acusada por lo que de ello se derivaba. Él la había elegido para que fuera su mujer. Él no se había dado cuenta cuando el peor aspecto de la naturaleza de la mujer había crecido grotescamente. Era deber suyo modelar a esa mujer, y él había rehuido esa responsabilidad. Sus estados de ánimo, como los de toda mujer, eran intensos y rápidos, y él, durante demasiado tiempo, los había contemplado con una indulgente diversión... Las mujeres se enfurecían, era su naturaleza; por eso las estrechamos contra nuestro pecho, para que nos calienten, a fin de que podamos obtener calor de ellas incluso aunque nuestra firmeza las enfríe. Pero esta condescendencia no hacía más que demostrar su fracaso, también, porque sus estados de ánimo eran goteos de locura. Si no los frenaba el muro de la sensatez masculina, acabarían por ocuparlo todo. Por eso, viudas y solteronas eran universalmente peculiares; nadie censuraba su incesante, insidiosa expansión. Y ahora los humores de Constance eran como mareas que lamían las ventanas y manchaban las paredes a la altura de la cintura, y seguían creciendo.

Débil y pusilánime, ahora suplicaba la intercesión de un verdadero médico, un padre adecuado, un hombre. Miles lo arreglaría todo. Joseph al menos protegería a su Angelica y no la dejaría que jamás supiera el origen contra natura de su peligro.

Pero el doctor Miles no apareció, aunque Joseph regresó a mediodía y de nuevo a última hora de la tarde, bajo la penumbra de la noche, al lado de Perseo, mucho después de que razonablemente el doctor pudiera aparecer.

Regresó a su casa sin ninguna solución, obligado a mantener las temporales limitaciones sobre ella que había ideado. No era cruel, y le ofreció aire fresco, y una comida, pese a todo lo que ella había hecho. Casi podía imaginar que su esposa había sido reemplazada, expulsada, por algún otro ser que ahora ocupaba su cuerpo, siendo aquella belleza en proceso de desaparición la medida de cuánto tiempo había estado poseída por esa podredumbre.

—Puede que muera —desvarió— pero, aun así, no permitiré que a Angelica le ocurra algún daño. No puedo imaginar nada peor que ser una niña en esta casa.

—¿Qué estás diciendo? —respondió él.

—Te vi —escupió ella—. A ti.

Él se estremeció ante sus palabras, pese a la firmeza de su posición.

—Dime exactamente lo que viste. —¿O eso era un error? ¿Debería haber insistido enérgicamente en que ella no había visto nada?

—No lo permitiré. No me quedaré sin hacer nada, no la abandonaré. Mi final está decidido, pero el suyo no.

Y así sucesivamente, vagas acusaciones mezcladas con rotundas fantasías. Internarla demostraría que él tenía razón. Cuando Miles estuviera de acuerdo, eso demostraría que nada de ello era culpa suya. Sus secretos anhelos y deslices no estaban en discusión aquí, ni tampoco su profesión, sus hábitos, su pasado, recordado u olvidado.

Como con cualquier animal o criminal, la vigilancia perfecta e incesante era un imposible ideal. No podía esperar —aunque la compasión lo impulsara a ello— mantener a Constance en su casa, en su estado, indefinidamente. La prueba de ello llegó, antes del alba, con el sonido de la puerta principal cerrándose y con su aturdido descubrimiento de que ella había estado vagando por las calles toda la noche con Angelica, y luego clandestinamente la había devuelto a su cama.

Las examinó a las dos a la creciente luz, durmiendo madre e hija. Si la cambiante apariencia de Constance era una medida de su angustia interna, esa mañana había habido una terrible y drástica decadencia. No tenía sentido siquiera llamar a esa mujer su esposa, o seguir usando el nombre de Constance. Éste ya no guardaba relación alguna con la muchacha de la papelería. Su cabello aparecía enredado y sucio, sus ojos ribeteados de oscurísimos círculos, su cara ensangrentada y amoratada, salpicada de barro. Esa arpía de las cloacas no era Constance, pero allí, frente a ella, esperando pacíficamente el rescate de Joseph, se encontraba, sí, el pequeño original de la belleza de Constance, paciente y encantadora, más Constance ahora que la propia Constance.

 

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