Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 2

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Capítulo 2

 

E

l nerviosismo de Angelica resultaba inconfundible a medida que la noche se aproximaba. Por dos veces miró fijamente a Constance y dijo con gran seriedad:

—Me da miedo estar sola esta noche, mamá.

Pero Constance no la creyó. Angelica fingía tener miedo solamente porque podía captar —por razones que escapaban a su comprensión— que su madre deseaba que ella estuviera asustada. Su fingido miedo era un regalo inesperado —como el dibujo garabateado de un niño— ofrecido con un amor profundamente sabio.

Sin embargo, aquellas transparentes mentiras eran lo único que contradecía lo ilusionada que estaba. Constance la lavaba y Angelica hablaba de las aventuras de la princesa, sola en su torre. Constance le cepillaba el cabello mientras Angelica cepillaba el de la princesa, y preguntaba si podía, por favor, irse a la cama ya. Constance le leía desde la silla azul, y en mitad de una frase, Angelica, de forma impropia en ella, dijo que se sentía fatigada y luego, suavemente, rechazó la oferta de su madre de sentarse con ella hasta que se quedara dormida.

—¿Quieres que deje la puerta abierta, cariño?

—No, gracias, mamá. La princesa desea estar sola.

Constance esperó en el estrecho pasillo, ordenó la ropa del armario, puso derechos los cuadros, bajó la luz de las lámparas; pero no oyó ninguna protesta, sólo murmullos palaciegos, hasta que eso, también, fue desapareciendo.

Abajo, Joseph aún no había regresado.

—¿Está todo bien en el dormitorio de la niña, señora? —preguntó la doncella.

—En el cuarto infantil, Nora. Sí, gracias.

Cuando Joseph llegó, no hizo preguntas, sino que supuso que sus órdenes habían sido ejecutadas sin más. Habló del día que había tenido y no mencionó a Angelica, y ni siquiera —cuando apagaron el gas de abajo y subieron al segundo piso— se detuvo en la primera planta para ver a su hija en su nueva situación. Su frío triunfo se daba por hecho.

—Angelica se opuso al nuevo arreglo —se permitió decir Constance a modo de suave rebelión.

Él no se mostró nada preocupado. Incluso parecía sentir cierto placer en ese informe, o, al menos, en el hecho de que Constance cumpliera su voluntad, pese a su resistencia. Ella sentía curiosidad por saber si algún detalle le haría ser más comprensivo, o incluso que se retractara de sus terribles órdenes. Además, la actual satisfacción de la niña esa noche era seguramente temporal, y Constance se preguntaba qué tipo de respuesta ofrecería él cuando el valor de la pequeña finalmente se esfumara, por lo que dijo:

—Angelica lloró hasta dormirse, se siente muy sola.

—Ya se adaptará, imagino —replicó él—. No tiene otra elección, y cuando uno no tiene elección, se adapta. Aprenderá eso enseguida. O no. —La cogió de la mano. La barba ya le había crecido mucho y le poblaba el rostro. La besó en la frente. Luego soltó su mano. Se levantó, se acercó a la jofaina y se miró al espejo—. Se adaptará —repitió, y se examinó—. Además, he estado pensando en su educación.

Daba la impresión de que no se quedaría satisfecho con su victoria de ese día, como el dique que ha aguantado durante años hasta que tiene su primera grieta y luego se derrumba en pocos minutos.

—No me dirás que es urgente decidir sobre eso también —repuso Constance.

—Quizás yo pueda decir algo antes de que te permitas seguir llevándome la contraria.

—Lo siento.

No lamentaba su mentira, sólo deseaba que el llanto de su hija pudiera causarle a él algún dolor, y se puso a cepillarse el pelo.

—No me he preocupado suficientemente de su educación. Ha llegado a una edad en que su formación como persona racional debe ser controlada.

—¿Crees que no ha estado bien bajo mis cuidados?

—No dejes correr tanto la imaginación, querida. Necesita más influencia de su padre. Pienso si quizás fuera pertinente un tutor o si debería ir a ver a Mr. Dawson. Lo decidiré pronto.

—¿Y que pase todo el día lejos de mí? Es demasiado joven.

—No recuerdo que te haya preguntado sobre este asunto. —Cruzó la habitación y la cogió de la mano—. Aún puede llegar el día en que me considere su amigo.

«En que me considere su amigo», una frase cómplice, dicha del mismo modo en que se lo dijo a la dependienta de una librería no hacía muchos años, aunque el rostro de Constance era entonces mucho más joven. «Puede usted considerarme un amigo», le dijo Joseph a la muchacha a la que tenía intención de conquistar.

Y esa noche la miraba con un deseo evidente. Así que, tan pronto pensaba romper su antiguo acuerdo... esa misma noche. Aunque la niña llorara al pie de la escalera (como él se imaginaba), él la asaltaría con ansia, sin consideración alguna por los riesgos de Constance, revelando con ese apetito la ausencia de toda ternura por ella.

—Debo ir a ver cómo está Angelica —dijo ella. Él no replicó—. Es su primera noche separada de mí. De nosotros. Estaba trastornada. Estará incómoda. Tienes que ser paciente con ella.

Él no dijo nada —su intento de conquistarla luchaba probablemente con su irritación—, pero no hizo ningún movimiento para detenerla.

—Eres bastante comprensivo —le dijo ella, y salió cuando él se daba la vuelta.

Una vez abajo, se sentó y contempló cómo dormía Angelica. Él no podía tener la intención tan pronto, tan deliberadamente, de amenazar la seguridad de Constance. No era posible esa terrible falta de consideración por ella. Sin embargo, él llevaba tiempo perdiendo interés por ella. Tal indiferencia por su seguridad podía ser resultado de su prolongada frialdad.

Constance regresó cuando estuvo segura de que él se había dormido. Lo observó silenciosamente desde el umbral y luego se echó a su lado. Deseaba mostrarse afectuosa y sumisa, pero sin llegar a despertar su deseo. Dormitó y luego se despertó, completamente despierta, arrancada del sueño. Las tres y cuarto. Se zafó de la presa de Joseph, cogió una vela y cerillas de la mesilla, y en la oscura noche dio unos pasos hasta la gruesa alfombra escarlata.

Las escaleras crujieron bajo su peso tan insistentemente que no podía creer que el ruido no despertara a Joseph, arriba, ni a Angelica, abajo. Encendió la vela y anduvo por el corredor hasta la habitación de Angelica, demasiado grande. Nora dormía debajo. Aquella noche Angelica dormía más cerca de la criada que de su propia madre.

Parecía tan pequeña en aquella gigantesca cama, en medio del revoltijo de ropa... Constance acercó la vela a su redonda carita enmarcada por el negro cabello. Estaba terriblemente pálida. Le tocó la alta frente, y Angelica no se movió. Acercó la vela un poco más. La niña no respiraba.

Claro que respiraba. ¡Cuántos temores desde que había nacido! La niña se encontraba perfectamente. Ya no había nada que temer por su salud. A Constance se le podía perdonar que las viejas ideas siguieran turbándola, pero la verdad era evidente. Angelica era robusta, una antigua expresión de Joseph para definir a la niña.

«Es robusta», le había asegurado a Constance durante sus vacaciones el verano anterior, cuando obligó a Angelica a permanecer fuera de la casa después de anochecido, espantando a los insectos, hasta que cayó gravemente enferma, y fue necesaria toda la ciencia del médico local (al que Joseph se había resistido a llamar) para salvar a la niña, mientras Joseph se llenaba la boca con los gastos y se comportaba como si todo aquello fuera motivo de diversión. «Es una niña robusta», le masculló a Constance, como si ésta fuera una imbécil por dudar de ella.

La vela desplegó una espiral de humo, y su cera se humedeció y se congeló en lágrimas de mármol. Desde la silla azul Constance observaba. Qué sueño más profundo, el sueño de un gatito. Qué envidiable dejar que el sueño te acune tan profundamente que pareces acercarte a ese otro mundo oscuro... Ningún adulto puede dormir así, pensó ella; sólo una inocente niña. Los hermanos de Constance se habían dormido demasiado profundamente.

Su cabeza cayó hacia delante, y ella parpadeó ante el cono de la vela, una pulgada más baja que antes. Qué frase más estúpida: «dormir demasiado profundamente»... aquella semilla que su madre había plantado en ella cuando no era mucho mayor que Angelica, la expresión que había atemorizado a Constance durante tantos años, haciéndole temer la oscuridad y el sueño. Sintió aquel miedo infantil por un instante ya adulta y en la habitación de su propia hija, luego dejó que la abandonara a medida que volvía al presente. Habían pasado veinte años o más desde que su madre la sostuviera, humedeciendo su cara con lágrimas, estrechándola tan fuertemente que a Constance le dolían los hombros: «No debes dormir así, Connie, no debes; no debes abandonarme.» Los hechos, sin embargo, estaban ahí, indiferentes a los sentimientos maternales: Alfred había muerto de tifus, y George y Jane, ambos de cólera, causada por el pozo contaminado.

Años más tarde, en un momento de su cortejo, sé que Constance —durante un paseo que duró horas, de la ciudad al parque, luego al café, y otra vez al parque— confesó a su pretendiente que era huérfana. Ella presentía que esa confesión sería probablemente el final de su breve compañía, y que las fantasías que se había forjado con el amor de Joseph (furtivamente disfrutadas incluso en soledad) estaban condenadas. Sin embargo, ella hablaba como si estuviera ofreciendo a un juez implacable los atenuantes de su mancillada condición. Le habló a Joseph de sus hermanos, y, al describir sus sucesivas muertes, dijo: «Dormían demasiado profundamente. Mi madre solía decirme eso.» Él no la rechazó. Sólo le preguntó si ella lo acompañaría a su casa: quería mostrarle algo. Eso era inaceptable... pero era un insulto que a ella, aunque lo reconocía, no la afectaba, porque, para entonces, ella se habría rebajado hasta donde fuera necesario para lograr su aprobación. Alegremente entró en su grandioso hogar y fue conducida a su estudio, aquella misma habitación donde su hija dormía ahora a la luz de la vela. «Éstos son tus enemigos —dijo él y le pidió que mirara por el negro cilindro de su microscopio los bucles y filamentos—. Éstas son las bestias que roban vidas. No es verdad que tus hermanos durmieran demasiado profundamente. Por el contrario, probablemente imploraban poder dormir. Insomnes, la frente húmeda por la angustia, mareos sumamente violentos y continuos... un tormento tanto para el enfermo como para los parientes.» Vaya conferencia para una joven a la que estaba cortejando. La lección de biología había terminado cogiéndole él la mano. Habían estado a punto de que sus cuerpos se encontraran en aquel momento, rodeados por los aparatos del laboratorio y los recuerdos de su destruida familia, el guapo científico explicando las crueldades de la naturaleza. Pero ella no sentía ninguna pena, sólo un hormigueante calorcillo en sus dedos y mejillas, y el deseo de que la mano del hombre siguiera envolviendo la suya.

Sabía que las descripciones de Joseph eran exactas, pero no podía recordar los hechos tal como él los describía. Sus recuerdos más seguros (aunque desde luego falsos) brillaban tan indiscutiblemente como sagradas reliquias o reportajes de periódicos: ella deseándole a su saludable, fuerte hermano mayor Alfred las buenas noches, luego sentándose a su cabecera, contemplando cómo caía dormido, cada vez más profundamente, hasta que de repente se volvía blanco y frío, y una última y visible bocanada de vapor se escapaba de entre sus agrietados y ennegrecidos labios. A la luz de la paciente e instructiva conversación con Joseph, Constance vio que ese fantástico recuerdo era imposible: ella era mucho más joven que Alfred, nunca lo había metido en la cama o contemplado cómo dormía, y, por supuesto, no era así como llamaba el creador a sus almas. Ella debía de haber visto su cuerpo en el entierro, pálido y frío. Quizás aquél era uno de los fragmentos a partir de los cuales había creado su ficción: su propio aliento en el frío noviembre formando volutas por él, sus propios labios agrietados por el cortante aire.

Ella era mucho más joven que Angelica ahora cuando Alfred murió, y fue el primero en irse. Alfred, George, Jane, padre, madre. Invisibles bestezuelas con forma de filamento se deslizaban furtivamente en la sangre y nos devoraban. Joseph se rió cuando ella le preguntó: «¿Cómo esperan los médicos coger a unos diablos tan diminutos como ésos?» Recordó que en aquel momento ella había considerado que su risa era amable. «No se pueden capturar. Sólo podemos privarlos de las circunstancias que favorecen su crecimiento», dijo sin más.

¿Y qué podía hacer una madre en un mundo donde tales enemigos atacaban a los niños? ¿Qué podía evitar, si no podía hacer nada contra las enfermedades que habían provocado tanto sufrimiento a su propia madre, que vio desaparecer un hijo tras otro de su lado? ¿Qué podía el débil brazo de Constance hacer contra los gérmenes o los asesinos o los negros que, como leyó en el periódico aquella tarde, habían matado en un país lejano a cincuenta y seis indefensas mujeres y niños en sus casas. La verdad resplandecía en esa negra noche londinense. Ella no podía proteger a Angelica de las amenazas, grandes o pequeñas, humanas o inhumanas. Ser madre era como estar sentenciada a observar —sin poder evitar nada—, sólo a esperar a que algo horrible le sucediera a su niña, y luego sentarse a su lado, gimiendo y sintiéndose inútil. Ahora comprendió, siendo una mujer con su propia hija bienamada, lo que su madre debió haber sentido: no debía considerarse una sorpresa ni pecado que ella finalmente hubiera decidido huir de las congojas de este mundo, dejando sola a Constance.

Encendió otra vela en la cabeza de su pequeña descendiente. Su cabello se había soltado. Iba a recogérselo, pero al momento siguiente Angelica se había levantado, sus piernas sobre la cama y sus manos en las rodillas de su madre, la habitación gris y amarilla. «¡Madre, madre, madre, madre!», decía riendo Angelica al ver lo que le costaba despertarse a Constance, remedando sus rápidos parpadeos, su confusión ante la mecha negra en un charco de sebo. La niña gritaba con alegría matutina, chillaba.

—Chitón, ratoncito —dijo Constance—. Me encanta tu carita a la luz de la mañana.

—Has dormido conmigo —exclamó maravillada la niña—. ¡En una silla!

—Sí, lo he hecho —dijo Constance, metiéndose bajo la ropa de cama hasta colocarse junto a Angelica.

—Estabas dormida y te he despertado.

—Es verdad, estaba dormida y me has despertado.

—¿Dónde está papá?

—Todavía en la cama, creo. ¿Quieres que lo despertemos?

—No —dijo Angelica—. Mamá y nena.

Constance besó los cabellos de la niña.

—Claro que sí, y una nena muy bonita.

—Mamá y nena muy bonita.

 

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